Capítulo trece

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Al despertar Eli se sentía como madera vieja, se sentía roto por dentro. Era un malestar si no físico si mental. Se quedó largo rato mirando el techo mirando cada imperfección que tenía mientras el cielo clareaba tras su ventana. No tenía sueño, sin embargo tampoco quería hacer otra cosa más que quedarse ahí, entre las cobijas viendo el techo. Le dolía la parte trasera de los ojos y por más que se esforzaba por levantarse sus músculos no reaccionaban. Jamás había odiado tanto un sábado.

No salió de su cuarto aquella mañana. Temía lo que fuera a decirle su madre tras aquella noche espeluznante -la peor de su vida sin duda-, así que se sentó en su escritorio y comenzó a estudiar los temas que vendrían el próximo año en la escuela, sin embargo por más que trataba de concentrarse en las palabras y en las gráficas, estas resbalaban de su mente. No podía concentrarse y tras una hora de intentarlo, cerró los libros.

El aburrimiento es peligroso, comienzas a pensar y pensar y nadie te puede decir que estás yendo demasiado lejos, te sumerges en tu mente, en tus propios pensamientos perdiendo de vista la realidad, cuestionando quien eres, que haces, si de verdad todo vale la pena, y cuando vuelves a la vida real, cuando todo se materializa de nuevo a tu alrededor te sientes insatisfecho.

En el caso de Eli su mente se sumergía en aquellos recuerdos que su cuarto albergaba. Las estrellas en el techo que hacía mucho habían dejado de brillar para él, los cuentos que su madre solía leerle años atrás, cuando él tenía cinco o seis años, su foto sonriente el día que se gradúo en la primaria con el promedio más alto.

Caminó entonces a su armario y viéndose al espejo trató de sonreír de nuevo, pero ya no se veía alegre, ni entusiasta. Se veía cansado, era una sonrisa falsa a todas luces, sus ojos lo delataban. La marca de la cachetada de su madre se veía claramente bajo su ojo derecho, incluso había un ligero corte donde había pasado su uña.

Aquella contemplación se interrumpió de golpe cuando escuchó unos pasos fuera de su habitación. Eran pasos decididos, casi zancadas. Era su madre.

Con el corazón oprimido, Eli contuvo la respiración, esperando el momento a que su cuarto se abriera y continuara la escena del día anterior. Pero pronto esos pasos bajaron las escaleras, caminaron por la sala, se acompañaron por el tintineo de unas llaves y desaparecieron al momento en que el motor de la Tahoe se echó andar.

Eli no sabía a donde iba su madre y se sintió mal por alegrarse de que se fuera. Su padre era más tranquilo y esperaba que tras la borrachera de la noche anterior recordara poco o nada de sus actos.

Recordar aquello volvió a llevar a Eli a una desesperación insoportable que se sentía como leche caducada en su boca.

"¿Por qué yo, que siempre tolero a los demás sin decir nada, que nunca hago nada malo, que trato de ser quien se supone que debo ser me pasan este tipo de cosas? No es justo. Apuesto que Raúl no tiene este tipo de peleas con su familia, y si sí, por lo menos sus padres tienen motivos para enojarse con él. ¿De qué sirve ser bueno si al final te van a tratar igual que al peor?" Pateó la almohada que estaba a sus pies y comenzó a caminar de un lado a otro. "Me voy a convertir en el peor hijo que puedan tener, me haré de verdad malo, reprobaré, fumaré, tomaré, haré todo lo que ellos detestan para que así tengan motivos para tratarme como me tratan."

Se decía estas palabras para darse valor, para que la desesperación disminuyera, pero en el fondo sabía que no lo haría y eso le molestaba más.

Eli no era un chico malo, afortunada o desafortunadamente, tenía buen corazón donde ser malo sólo para provocar a sus padres no era una opción. Además era listo, y no sólo en el ámbito escolar, pues sabía que haciendo eso sólo se perjudicaba él sólo. Quizás haría enojar a sus padres, pero ellos entonces le quitarían el dinero que le daban y lo sacarían de la escuela.

Sujétate FuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora