Capítulo cuatro

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Durante el peculiar viaje en taxi -que extrañamente fue sumamente corto- Eli relató a regañadientes lo sucedido el día anterior después de despedirse de Leon y de cumplir la primera regla.

-Fue bastante... feo, por decirlo de alguna manera. No sé que tienen mis padres, pero sus palabras siempre logran tener un efecto mayor al de cualquier otra persona. Tanto las buenas como las malas, sólo las malas duran más en mi memoria. Incluso a veces pienso que no le prestan atención a todas las cosas buenas que hago y sólo buscan un error, una equivocación para echarse encima de mí. Sé que no debería decir esto, son mis padres y los amo, pero a veces prefiero estar solo a que me regañen por cualquier cosa.

-Así son los padres, tienen vidas tan aburridas y frustrantes que buscan desquitarse con sus hijos -asintió Laila mientras se delineaba la sombra de los ojos. Leon no dijo nada y sólo se remitió a transmitir su cariño y su apoyo a Eli a través de un discreto abrazo.

-En serio parece que se desquitan conmigo. Hay días en que son los mejores padres y que la pasamos genial los tres, pero son los menos. Por cada día así hay cinco o seis donde me encierro en mi cuarto y me pongo a estudiar o a escuchar música porque duele que todas las palabras que digan ellos sean como flechas que buscan herirme. Ellos dicen que me aman y que quieren que sea un hombre de bien, que es mi obligación sacar buenas notas y salir bien en la escuela, pero... no sé. Un simple "estoy orgulloso de ti, hijo" o un "bien hecho" sería algo muy lindo, pero nunca lo dicen. En cambio si saco una mala nota ahí están sin falta sus regaños y comentarios mordaces -Eli miraba al frente, pero no veía nada. Sus ojos podían estar fijos sobre algo material, pero él, en su mente, recordaba la mueca descompuesta de su padre diciendo que si seguía actuando de esa manera lo mejor sería que no volviera a casa. Aun podía sentir bajo los ojos las lágrimas lloradas y en la garganta los gritos reprimidos que no podía lanzar pues sus padres los escucharían. No quería sentirse como una víctima, seguramente millones de chicos la tenían peor que él, pero aun así nada evitaba el dolor en el corazón, nada evitaba que quisiera escapar de todo ese mundo-. Y ahora me quieren quitar lo único que amo, a la única persona que me ha hecho ver que no todo en el mundo son calificaciones ni exámenes -susurró estas palabras mirando a Leon-. Pero no voy a dejarlos. Que me arrebaten mi celular, mis libros, mi ropa, mi casa, la vida a la que pertenezco, pero jamás dejaré que me arrebaten de ti. Te lo prometo.

El taxi dobló en la esquina y los tres bajaron. Leon pagó con un billete de cincuenta pesos, pero mientras buscaba los siete restantes notó que el conductor ponía marcha y salía a la avenida.

-Que raro taxista, ya quería deshacerse de nosotros.

-Seguramente tenía otro pasaje por tomar -terció Laila con na sonrisa. Despojada de su caracterización de madre adulta, ahora lucía mucho mejor. Atractiva. Lo que más llamaba la atención de su cuerpo era su rostro, en él se veía una expresión de inteligencia que muy pocas personas suelen tener.

Entraron al café Versalles. Un discreto local escondido de la enorme Ciudad de México. Refugio de almas cansadas del ajetreo que sólo buscaban un rincón para leer en paz, para fumar un cigarrillo y beber un fuerte café. Se sentaron en la mesa del rincón, desde donde podían apreciar tras los enorme ventanales una ciudad brillante, llena de edificios de espejo que fluían con la herencia europea de siglos pasados. Las nubes parecían delicadas pinceladas blancas sobre un cielo azul tan intenso que daban ganar de beber de él. El sol se reflejaba sobre los parabrisas de los pocos coches que pasaban por la avenida de enfrente, sobre el agua de la fuente, sobre las placas doradas de los policías.

-Tengo que deshacerme de esta cosa -dijo Laila acomodándose la falda-. Me siento como secretaria de gobierno. No sé como aguantan estas cosas las señoras -así que se levantó y acudió a los baños dejando a Eli y Leon solos. Estaban sentados el uno junto al otro y sus dedos se rozaban sobre el asiento del gabinete.

Sujétate FuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora