Capítulo 20

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Sábado 15 de septiembre de 2007, 14:51

Incursión 

Estos días en casa, recuperándome, me han dejado mucho tiempo libre y mi cabeza no ha dejado de dar vueltas a estos últimos meses; los más extraños, tristes y, a la vez, emocionantes de mi vida. Al fin llegué a la conclusión, en parte debido a las palabras que Sara me había dirigido hacía una semana, de que no podía quedarme de brazos cruzados, ni mirar para otro lado, mientras la policía trataba de encontrar al asesino de Rafa. Podía estar equivocado, pero creía que yo también podía hacer algo; cuantos más fuéramos los que lo buscáramos, más posibilidades tendríamos de encontrarlo. ¿O no?

Así que ayer, ya recuperado casi por completo, convencí a Carmen de que me llevara a la mansión donde me habían tenido cautivo a principios del verano. Al lugar donde había pasado los peores momentos de mi vida.

No es que tuviera demasiadas esperanzas de encontrar nada, menos cuando un equipo de la policía científica ya habría puesto patas arriba aquel sitio varias veces desde entonces, pero aquellos últimos días en casa me habían dejado mucho tiempo para pensar, quizás demasiado. Sentía que debía, que le debía a Rafa, el intentar llegar hasta el hombre que le había metido una bala en la cabeza.

Fui en mi coche hasta Barcelona, y Carmen me guió desde allí hasta el lugar donde se encontraba la mansión, unos kilómetros al norte de la ciudad. Pasaban casi dos horas de la medianoche cuando vimos, al frente, las luces que anunciaban la entrada de la urbanización. El bosque, oscuro y amenazador a aquellas horas, rodeaba el complejo y se extendía a ambos lados de la estrecha carretera. Tengo que decir, llegados a este punto, que soy un urbanita convencido. Nunca me ha gustado el campo, ni coger bichos como a la mayoría de mis amigos de infancia. El bosque, de día, siempre me ha dado respeto; de noche, terror. Imagino que se lo debo a mi padre, en paz descanse, que, cuando tocaba excursión con la escuela, siempre me recordaba que nunca, bajo ninguna circunstancia, me separara del grupo, que era muy fácil perderse y  que podía acabar en una zanja, solo y con una pierna rota, donde nadie me encontraría jamás.

 Pasamos junto a la entrada de la urbanización reduciendo un poco la velocidad, sin abandonar la carretera, y pude ver, en el interior de la garita que había en el punto de control, las siluetas de un par de guardias de seguridad.

            «Están distraídos viendo porno en un viejo portátil», dijo Carmen, con un deje de reproche en la voz.

Dejé atrás la urbanización y, poco después, tras un par de curvas, pude detener el coche en un pequeño terraplén que había junto a la carretera, del que surgía un camino de tierra que se adentraba en el bosque hacia una finca particular. Al bajarme del vehículo me sorprendió el frío que hacía; no me había fijado en el termómetro, pero debíamos de estar a unos cinco grados menos que en la ciudad como mínimo.

Me até la chaqueta, me puse los guantes y observé el bosque, las ramas y hojas batidas por el viento y las tinieblas que me aguardaban, prometiéndome miles de peligros si me internaba en ellas. Respiré hondo mientras escuchaba los ruidos de la naturaleza y recordaba los consejos de papá, pensando con ironía que estaba allí más solo que la una, que no había grupo del que separarse. Como remate, había leído que en aquella zona había superpoblación de jabalíes… Pero, según Carmen, solo había una ruta segura hasta nuestro objetivo, y era a través del bosque.

Antes de adentrarme en la maleza siguiendo sus indicaciones me calé el pasamontañas. La idea era entrar y salir sin ser visto, pero más nos valía ser precavidos.

Tras unos minutos sorteando troncos y arbustos, iluminado tan solo por la tenue luz de la luna que se filtraba entre las ramas de los pinos, casi me doy de morros con el muro de ladrillo que bordeaba la urbanización. Mediría unos dos metros y medio de altura, y luego le seguían un par de metros más de reja metálica. Salvar aquel obstáculo no me supondría demasiados problemas, pero me preocupaba que hubiera cámaras o algún sistema de alarma conectado a la verja. Y con aquello, Carmen no me podía ayudar.

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