9 - Sacrificio

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Se sentó en el sofá más cómodo de la casa, el que estaba frente a la ventana. La oscuridad se cernía lentamente a su alrededor, y mientras la noche caía, sus ansias crecían. Su casa completamente a oscuras irradiaba silencio de las tinieblas, en su ventana escuchaba la furiosa tormenta; el repiqueteo de las gotas sobre el cristal le recordaba a su infancia, a su época feliz.

Lentamente, con la calma que siempre lo caracterizó, estiró su brazo derecho y activó el interruptor de las luces fluorescentes, las cuales brillaron con su pálida intensidad sobre la sucia escena.

—Tráela de nuevo a la vida, y a cambio te daré mi alma. —Una ráfaga de viento lanzó su cabello castaño sobre su rostro. Era un día hermoso, para la gente común; el sol brillaba, alto en la cumbre del cielo, ni una sola nube se asomaba del horizonte. Para Roger, era lo más triste que podía ver.

—Estás seguro de lo que me pides —afirmó el hombre de traje gris que estaba sentado frente a él con un puro en la mano y su cabello pulcramente acomodado en negras ondas, con mechones grisáceos, hacia atrás.

—Sí, muy seguro. Quiero que vuelva. —Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro, invocando el recuerdo de sus labios, de sus grandes ojos negros que lo iluminaban todo al pasar. Ella nunca lo amó; él la idolatraba en secreto.

—Tendrás que ofrecerme dos almas a cambio —le dijo el hombre—. De lo contrario, todo lo que has considerado sufrimiento en la vida no será nada en comparación con lo que te espera.

La sonrisa en los labios de Roger se congeló. Miró fijamente a los ojos de su interlocutor; intentó ver miedo, seguridad, intentó ver algo. No había nada ahí, como si el hombre con el que hablaba estuviese muerto.

«Pero seguro que lo está, ve con quién hablo, por Dios», pensó él mientras pasaba el dorso de su pálida mano por su frente perlada por un sudor pegajoso, nervioso.

—Bien, ¿qué decides? —dijo el hombre de traje gris poniéndose de pie, luciendo una deslumbrante sonrisa de dientes blancos y parejos—. Soy un hombre ocupado, ¿sabías, Roger? —El hombre le guiñó un ojo y sintió cómo unos espantosos escalofríos recorrían su espalda.

—Sí, lo haré. Te daré dos almas.

—Buen chico. —El hombre de traje se dio la media vuelta. Roger, confundido, lo llamó.

—Ey, ¿es todo, no hay nada que firmar? ¿Nada de sangre que ofrendar?

—¿Sangre que ofrendar? —indagó el hombre, y sonrió como si lo hiciese con un pequeño bebé—. ¿Qué es esto, el Medievo? No Roger, no te preocupes por nada. Tú tendrás tu deseo, sigue las instrucciones de la carta que llegará mañana a tu buzón y todo estará de maravilla. —Roger medio sonrió, sus ojos castaños se tensaron. ¿Lo estaba bromeando?

—Una carta... ¿Qué es esto, el Medievo? —Soltó una ligera carcajada por su débil parodia.

—Eres valiente, Roger. Muy valiente. Te veo pronto.

El hombre de traje se dio la media vuelta y se alejó a pasos firmes por la avenida, no vio ni una vez hacia atrás.

La sala de Roger, fuertemente iluminada, parecía sacada de una escena de algún libro de terror. El cuerpo desnudo de una mujer de piel trigueña yacía inmóvil en el suelo; era obvio su avanzado estado de putrefacción, la cual hacía a sus grandes pechos y su alguna vez suave piel el espectáculo más grotesco que una mente sana alguna vez observó.

Al lado de esta, tendido sobre el suelo, boca abajo, había un hombre. Su cabello pintaba algunas canas, iba vestido andrajoso, un vago sin duda. Lentamente una mancha de sangre crecía a su alrededor, saliendo de su cuello, el cual tenía aún un escalpelo clavado. El hombre respiraba apenas, se aferraba a la vida.

Rituales Creepypastas 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora