El rompecabezas

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La señora Martínez era una mujer anciana de jubilado empleo y sencilla vida. Su esposo, en vida, era el dueño de un local de recuerditos en una de las calles más antiquísimas de la ciudad de Chihuahua. La casa y el local constituían una sola construcción, de altos muros empedrados y mohosos rincones.

El interior de la tienda olía a viejo, tanto por lo antiguo del lugar, como por el perfume floral que usaba la señora Martínez. Las repisas estaban atestadas de pequeños figurines y estatuillas, vasos de agraciadas imágenes, paltos alusivos al Cañón del Pegüis o a la catedral, entre otra serie de cosas que si nombrara en este momento, me excedería de palabras.

En la tienda de la señora Martínez trabajaba un joven de mirada mentecata, sonrisa cálida y flacuchas facciones. Él era el que se encargaba de atender el negocio, ya que la dueña del local solo se pasaba para recoger las ganancias y pagarle a su empleado.

Un fresco día de septiembre. El joven empleado de la tienda cayó gravemente enfermo debido a una intoxicación alcohólica, por ende, la vieja señora se hizo cargo del local de recuerditos mientras el muchacho recuperaba su salud.

Los días transcurrían lentos y pesados para la pobre señora Martínez. Quien, en su aburrimiento por la ausencia de clientes, comenzó a desarrollar un gusto obsesivo con los rompecabezas de todos tipos y tamaños. Viendo que no tenía clientes en la tienda, la vieja señora se pasaba las horas enteras armando rompecabezas con sus delgadas y temblorosas manos arrugadas. Ponía una pieza aquí, otra allá y convertía una maza informe de colores en un sublime paisaje alemán o un maravilloso ejemplar de algún animal.

Su destreza para los rompecabezas creció tan rápido que llegó al punto de poder armar un rompecabezas de mil piezas en unas cuantas horas. Los que más le gustaban los transportaba con mucho cuidado a una mesa cercana y los enmarcaba como recuerdo. Los que más le fascinaban, los desarmaba y los armaba una y otra vez en un solo día hasta el punto de aprenderse las piezas de memoria.

Un día un viento muy fuerte castigo la ciudad, y con ello, el interior de la tienda de recuerdos haciendo que las repisas y los pisos se llenasen de polvo y basura por doquier. La señora Martínez, al notar el desastroso estado en el que se encontraba la querida tienda de su ya fallecido esposo, decidió dejar de lado por un momento su pasatiempo y optó por dar una buena sacudida a todo el local.

Tomó la escoba y comenzó a barrer todos los rincones del lugar, sacando debajo de los muebles grandes montañas de polvo y uno que otro bichejo muerto. Luego que hubo terminado con la escoba tomó el trapeador y repitió el proceso, dejando como resultado un piso de cerámica rojizo y brillante como madera aceitada. Antes de continuar con su trabajo, cerró el local, esto para no tener que interrumpir su faena de limpieza por atender a algún turista perdido que encontrara su negocio.

Había tomado el plumero con la intención de darle una buena limpiada a los estantes metálicos, pero al ver la cantidad exorbitante de pequeños (y grandes) objetos desparramados al azar, decidió poner un poco de orden en el lugar.

Con cuidado, fue quitando cada pequeña pieza, cada pesada roca de calcita y cada curiosa taza de su lugar. Limpiaba el objeto, y lo dejaba con cautela sobre una mesa cercana. Así fue haciendo con todos los objetos de las repisas, hasta que comenzó a sentir hastío. Su cabeza solo pensaba en pasar el reto armando uno de sus amados rompecabezas, o por lo menos, ir a dormir, ya que una noche sin luna se habia ceñido ya sobre la ciudad.

Una alargada caja de madera de roble oscura en la parte más baja de una de las repisas la sorprendió. La caja se veía vieja y cubierta de polvo, ya que parecía haber estado olvidada detrás de una pequeña estatuilla de mármol alusiva a un querubín. En la tapa de la caja, con letras de exquisita caligrafía se leía la palabra "Rompecabezas" Una sonrisa cruzó por el rostro delgado y arrugado de la señora Martínez.

Con andar pesado y levantando sus faldas para evitar que el polvo las ensuciara más de lo que ya estaban, se llevó la pequeña cajita a la mesa cercana. Luego arrimó un banquito y se sentó en él, disponiendo su nuevo descubrimiento frente a sí.

Desesperada y alegre, la vieja señora rompió el pequeño seguro plateado que cerraba la caja y abrió la tapa revelando su contendió: las hermosas piezas brillantes de un rompecabezas de madera.

La señora tomó con atención una de las piezas y la examinó con ojo crítico. ¡La belleza de la pieza era increíble! ¡El color, el tamaño, el peso! Todo le agradaba a la señora Martínez de aquel pequeño pedazo de madera pintado a mano. No dudó más, y no postergó el tiempo, se dispuso a hacer su trabajo.

Con cuidado vació las piezas de la caja en la mesa y las revolvió con la mano. Estas emitían un sonido precioso al chocar contra la mesa, madera contra madera. Comenzó por armar el marco de su nuevo rompecabezas, el cual, a simple vista, parecía ser de unas quinientas piezas, quizá más.

Una vez el marco concluido, siguió con el resto de las piezas. Una por una, una por una, una por una. Las piezas empezaban a formar imágenes. Una por una, una por una, una por una. Pronto, la señorita Martínez se emocionó al notar cómo la primera imagen que había formado era la de una vieja mesa en donde reposaba una escoba empolvada. Continúo con su tarea y el rompecabezas le reveló más formas, todas con una pintura tan perfecta y clara, que parecían más fotografías que simples pinturas.

Una, mesa, una silla, un montón de cajas apiladas, un grupo de pequeños objetos sobre una mesa, las imágenes que el rompecabezas mostraba hacían que la mujer se empezara a sentir inquieta. Un sudor frío comenzó a presentarse en su nuca, como un soplido de invierno, como una mano invisible, al notar cómo la imagen que el rompecabezas iba mostrando se parecía cada vez más al interior del local en donde ella se encontraba. Sus manos temblaron más al descubrir en la imagen tras colocar algunas piezas, la figura de una mujer adulta sentada frente a una mesa, clavando su mirada en esta. El rostro de la mujer en la pintura denotaba una serenidad terrible y macabra.

Solo faltaba una última pieza por colocar. La señora Martínez la tomó lentamente y la colocó en el último espacio vacío. Un terror frío recorrió el cuerpo de la señora al notar cómo la última pieza del rompecabezas formaba una grotesca forma vagamente humana en el exterior de la ventana del lugar.

La anciana mujer giró lentamente hacia el gran ventanal que tenía a sus espaldas. Lo último que se escuchó fue el sonido de un vidrio quebrándose.

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