Volátil

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El húmedo calor que habia en el paradisiaco lugar, ofrecía una vista panorámica de eventos impensables en el lugar donde Alberto habia nacido. Desde que tenía memoria, era típico ver a cualquier hora del día a su madre, su padre, y sus hermanos vestidos con gruesas chamarras de piel o de pluma, que acrecentaban el calor corporal de manera muy leve durante los rudos y eternos inviernos.

Ahora no. No tenía ni la más remota idea de lo que se sentía llevar puestos unos pantalones cortos y una sencilla playera en público a cualquier hora. Se sentía bastante desnudo y ridículo al principio, pero luego termino por acostumbrarse. Pero en fin, esta historia no va de eso, ni de conceptos climatológicos, ropa o demás temas por el estilo. Esta historia me fue contada por ese mismo joven un día que decidió volver a su hogar frio y estéril.

***

El viento gentil y lleno de brisa salada me bañaba la piel mientras paseaba por la arena. Pequeños guijarros y restos de conchas diminutas se pegaban a mis pies, sin dejar espacio de carne la vista. Un día nublado, y no tan seco o caluroso como otros, imperaba aquella tarde, en donde los turistas se empapaban de imágenes visuales que solo podían ser captadas en ese lugar.

Se les miraba como un bicho raro de pies a cabeza, literalmente. Debo admitir, que yo mismo me sentía igual de desencajado en ese exótico lugar en cuanto llegue.

Fue entre un tumulto de visitantes en donde me encontré con una figura, un tanto peculiar: Era una señora. En toda la extensión de la palabra.

La delgada dama recreaba mis pupilas dilatas por el creciente crepúsculo en el horizonte marino. El vestido blanco, oscilante con el viento, le daba un aspecto espectral hipnotizaste digno de un cuento de horror. Pero esa imagen, no era una imagen de horror, era la figura de la forma femenina en su perfección. Porque ¿Qué es una fémina, sino perfecta en cuanto alcanza su punto más alto de madurez?

Cabellos plateados relucían centelleantes como rayos a través de la luz proyectada por el gran astro que era devorado por el océano. Cabellos místicos que parecían provenir de un metal precioso, no como el mío: Amarillento, como hojas muertas en el otoño.

Su piel cautivante formaba hermosas líneas finamente trazadas por el gran arquitecto del tiempo. Me atrevo a decir que note en esa textura una forma perfecta de belleza pocas veces vista. Su piel no era plana y raza, como cualquier desierto arenoso sin forma, sin vida. Su piel era perfecta, rosada como sus labios sonrientes mientras disfrutaba de la puesta solar en la compañía de una infanta.

Al ver tal belleza me sentí inseguro, inferior ante la sabiduría que emanaba de la mirada de la mujer. Solo me sonroje, y abrase mis piernas sentado en la arena sin dejar de contemplar tan imponente figura.

Algo dentro de mi pecho dio un vuelco. Un giro, un grito que me obligo a levantarme. Tambaleante, camine con pasos acaracolados hacia la señora. Pero ¿Que le diría? Tú, mi estimado lector, a quien tuve la confianza de contarle esta historia ¿Que le dirías? ¿Qué le dirías a la sabiduría si la tuvieras en frente, en forma de espectro divino?

Un hombre canoso llego de pronto, tomo a la dama de la mano. Juntos observaron la puesta de sol en compañía de la infanta. Yo me fui del lugar. Dejando de lado y borrando de mi memoria ese volátil pensamiento.

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