#08 Emily

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En los pasillos del New York-Presbyterian, resonaban los pasos presurosos de Norman Osborn.

Por suerte Oscorp cuenta con excelentes médicos —o estaríamos contando una historia diferente—, de manera que Harry había sido atendido con premura y trasladado al mejor hospital, acompañado por un Peter Parker casi blanquecino.

Ahora, impotente del todo ante la situación, esperaba para tener noticias de su amigo. Su mejor amigo.

—¡Señor, Osborn! Soy amigo de Harry, señor. Yo...

Pero no hubo ni una mirada de parte del padre de Harry, que pasó como una furia junto a Peter, quien casi tuvo que saltar para evitar ser arrollado por él.

Norman entró sin llamar a la habitación donde su hijo reposaba, conectado a los aparatos que monitoreaban su estado de salud. La enfermera se giró hacia la puerta dispuesta a echar a quien hubiera entrado, pero se detuvo al ver al afamado filántropo y dueño de industrias Oscorp.

Sin embargo, no fue sólo el prestigio del señor Osborn lo que la detuvo, sino la mirada de Norman que la descolocaba, haciéndole sentir como una niñita que estuviera en la oficina del director y en la cueva del lobo al mismo tiempo.

Salió sin decir una palabra y dejó a Harry —aún inconsciente— con su padre.

En los ojos de Norman se leía el desprecio.

—Eres una vergüenza —dijo apretando los dientes—. ¿Para esto murió ella?

Tiempo atrás, en el año 2000, el último día del mes de Mayo, Emily Lyman-Osborn luchaba por su vida y la de su hijo aún sin nacer.|

Después de un maravilloso noviazgo junto a su gran enamorado, Norman Virgil Osborn, habían finalmente contraído nupcias. Los negocios de Virgil crecieron muy rápido y, por si fuera poco, después de un tiempo ya esperaban a su primer hijo.

Lo llamarían en honor al actor de la primer película que vieron juntos: El Hombre Mosca, un clásico del cine mudo que alcanzó fama, principalmente, por la escena donde el protagonista Harold Lloyd trepaba por las paredes de un edificio (aunque en realidad, como le recordaba Virgil con frecuencia, las escenas de riesgo las realizó el acróbata Bill Strothers, conocido como "la araña humana").

Mientras que su amado Virgil admiraba la técnica que requirió realizar la escena, ella admiraba la dedicación del protagonista por impresionar a su chica.

Así, decidieron el nombre del pequeño apenas supieron de su concepción: Harold Osborn.

Pasados cuatro meses de embarazo, sin embargo, se detectó un gran riesgo en la salud de Emily, hasta el punto en que sólo tendría oportunidad de sobrevivir si abortaba al niño, quien de todas maneras estaba siendo afectado también por la enfermedad, mermando su desarrollo de tal forma que moriría instantes después de nacer.

Si es que ella vivía lo suficiente para llegar al parto.

—Virgil, ¿recuerdas la película? —había preguntado Emily la noche que recibieron el diagnóstico.
—Em, preciosa, ¿de qué hablas? Tenemos que hablar de ti, hay que tomar una decisión.
—Virgil...
—¡Ya escuchaste a los doctores! Si lo hacemos ahora, la recuperación es segura —su voz siempre firme se quebraba ante la situación—. ¿Por qué deben morir los dos?

Emily tomó la mano de Norman, quien había caído lentamente de rodillas ante el sillón junto a la chimenea, donde a ella le gustaba descansar.

—¿Recuerdas, Virgil? —Sonrió la mujer divertida.— ¡Harold subía el edificio y todo era comiquísimo! Ah, pero luego resbalaba y estaba a punto de caer. Entones el suspenso era horroroso, aunque siempre lograba salvarse en el último momento y todo eran risas de nuevo.

Norman miraba incrédulo a su esposa, creyendo que sólo querría evitar el tema hablando de aquellos bonitos recuerdos.

—Em, ¿de qué estás hablando? —La voz de Norman sonaba desconsolada.— Tenemos que hablar de...
—Virgil, querido —sus delicados dedos pasaron entre los rojos cabellos de su esposo—, nuestro Harry también lo logrará. Ahora sus pies están colgando al vacío, como en la película, pero verás que al final logra llegar a la cima. Sólo necesita que le demos una oportunidad.

Los profundos ojos azules de Norman parecían un mar de dolor, pero sabía que ese era el deseo más grande de su querida Emily —la única persona a la que había amado— y a ella no podía negarle nada.

Decidieron esperar, hasta aquel 31 de Mayo cuando, con 7 meses de embarazo, llegaron al hospital. El parto había comenzado de pronto y Emily había perdido mucha sangre antes de llegar.

Ambos milagrosamente lograron vivir.

El pequeño Harold había escalado el edificio después de todo, y Emily con él.

Sin embargo, la salud de ambos iba menguando. El niño sería enfermizo toda su vida y su corazón tenía una extraña malformación que le impediría hacer muchas cosas, pero aún así Emily lo amaba más que a su vida.

Durante su último año en este mundo, eran sólo ella y su hijo —que había festejado ya su quinto aniversario—, pues Norman se había sepultado vivo en trabajo.

Si en los ojos de Norman había quedado para siempre un mar tempestuoso, la esperanza brillaba cada día con más intensidad en el verde vibrante de los ojos de Emily, tomando cada aliento para narrarle a Harry las más maravillosas historias y cantarle las canciones que su Virgil le dedicaba cuando eran jóvenes.

El día en que Harry cumplía seis años, entró despacio a la habitación —como su padre le había ordenado para no alterar a Emily— y su madre le pasó las manos en una suave caricia por sus mejillas.

—Harry, que bueno que viniste. Sé que es tu cumpleaños y te tengo un regalo.

Sonriendo intento levantarse de la cama, pero no lo consiguió.

—Hijo, estas palabras son lo mejor que puedo darte, así que escucha: tu padre te ama, sólo que tiene miedo de quererte mucho. No puedo explicarte más pero debes creerme que es así. Y quiero que sepas que te he amado desde antes de saber que existías y que siempre te amaré.

El niño comenzó a llorar suavemente sin entender muy bien lo que pasaba, sólo aferrando con todas sus fuerzas cada palabra que escuchaba.

—¿Alguna vez te conté la historia de tu nombre?
—No mamá —respondió entre sollozos.
—Lástima. Era una hermosa historia.

Harry contempló la sonrisa más bella que había visto dibujándose en el rostro de su madre y casi pudo sentir la mirada que le abrasaba en una llama de ardiente esperanza, una llama que ardió siempre en aquellos ojos que se acababan de cerrar en un plácido sueño eterno.

De vuelta al presente, en el New York-Presbyterian, el señor Osborn apartaba la vista de su hijo con una mueca desagradable, como si un sabor amargo le invadiera la lengua.

—¡Si vieras el sinsentido en que se ha convertido tu sacrificio! —gruñó.

Un movimiento en la camilla llamó su atención y se apresuró a salir del lugar.

—¿Señor Osborn? —Le llamó Peter saliéndole al paso— Puedo...
—¡Adolescentes! Quítate del camino o llamaré a mi escolta.

Norman se dirigió al ascensor con el mismo paso presuroso con que había llegado, mientras Peter lo observaba sin entender la cortísima visita que aquel hombre había hecho a su hijo.

—¿Padre?

La voz de Harry casi lo hizo saltar de felicidad y, olvidando todo, entró a ver a su amigo.

En el ascensor, con la vista fija en un enorme espejo que recorría las paredes, Norman Orborn le lanzaba unas palabras de ira al rostro que le regresaba la mirada, las mismas que se había dicho por lo bajo en la habitación: —¡No eres más que una vergüenza!

El Increíble Spider-ManDonde viven las historias. Descúbrelo ahora