Capítulo 4. Eres tú.

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Will.

Se me escapó una carcajada. El intento de Daira de evitar que el jarrón favorito de Sofía no cayera al suelo fue desastroso. Había pasado corriendo por el lado y sin querer le había dado a la mesita en la que se encontraba, haciéndolo caer. Su buena voluntad por cogerlo no había funcionado y había conseguido que el jarrón se partiera en pequeños pedazos que se esparcieron por todo el suelo.

-¡Will! ¡No te rías! -me gritó- ¡Sofía va a matarme!

Tenía razón, no era para risa, pero verla ahí en el suelo con la cara roja por la vergüenza y el pelo revuelto hizo que no pudiera evitarlo. Tras unos segundos riendo volví a estar serio. No me gustaba mucho reírme y no comprendía como esa tontería podía haberme hecho tanta gracia.

Ayudé a Daira a levantarse y ella se pasó las manos por los pantalones que llevaba, para comprobar que no había ningún trozo de jarrón pegado a sus muslos. Se disponía a irse, y yo también, cuando escuchamos los gritos malhumorados de Sofía.

-¡¿Pero se puede saber qué habéis hecho?! -espetó.

Su semblante pasó de malhumorado a triste en sólo unos segundos al ver el jarrón.

-Mi jarrón...¿¡Sabéis cuantos años tenía este jarrón?! ¡Era más viejo que el señor Wilnesfrey!

Mientras nos gritaba a Daira y a mí, me fijé en que detrás de ella una sombra miraba hacia nuestra dirección. Fijé más la vista y comprobé que era la chica que llegó herida a nuestra casa.

-Sofía -dije- lamento interrumpirte pero...tenemos compañía.

Sofía se giró en seco y comprobó que la muchacha la había seguido hasta donde estábamos. Vi como sus facciones se relajaban al verla, y la invitó a acercarse.

-Ey -le habló- no te quedes ahí. Acércate. Ellos son Will y Daira.

La muchacha se acercó lentamente. Era guapísima, parecía otra persona en comparación con la que había llegado. Tenía el pelo castaño suelto hasta el codo y unos ojos verdes hipnotizantes. Era alta, aunque no más que yo, y bastante delgada. Vestía con un camisón blanco y dorado e iba descalza.

Se aproximaba a nosotros lentamente, observándonos con desconfianza, como si al acercarse mucho pudiera asustarnos. Daira me dio un codazo, había notado que no paraba de mirarla pero... es que no podía dejar de hacerlo. Era como si tuviera un imán que tirara de mí. Quería acercarme a ella, pero habría sido muy extraño para los dos.

-Will, Daira -dijo Sofía- esta es Eira.

La chica hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, como queriéndonos saludar. Estaba asustada, se notaba que no confiaba en nosotros. ¿Por qué? La hemos ayudado a curarse. Me dispuse a presentarme, aunque Daira se adelantó.

-Hola -dijo- soy Daira, la hermana de Will. Tengo ocho años y me gustan las fresas. ¿Y a ti?

Eira levantó la cabeza y le dedicó una pequeña sonrisa. Parece que Daira le ha caído bien. Cruzó las manos por delante de ella y se presentó.

-Soy Eira, tengo diecisiete años. Tienes una casa muy bonita -le contestó.

-No es mía -respondió Daira- es del señor Wilnesfrey. Nosotros sólo vivimos aquí.

-Bueno -respondió casi imperceptiblemente Eira- el lugar en el que vives es el lugar al que perteneces ¿no?

Sus palabras dejaron sin respuesta a Daira, la cual dio un paso hacia detrás y me miró. Supongo que ahora me tocaba presentarme a mi.

-Soy Will -dije.

No podía articular más palabra, pues en el momento en el que dije mi nombre me miró fijamente. Su mirada me dejó petrificado. Si ahora mismo me tiraran lava encima ni siquiera la notaría.

Vi que Sofía me miraba y luego miraba de nuevo a la chica, como pidiéndome que dijera algo más. Pero es que no podía. Su mirada me había dejado sin palabras. No podía dejar de mirarla. ¡Will, reacciona!

-Bueno -habló Sofía- Will es un poco más mayor que tú, Eira. Tiene diecinueve años y también vive aquí, cómo no -rió-.

Hubo un breve silencio, aunque al poco tiempo Sofía lo cortó. Dio un respingo que nos asustó a todos y miró directamente a Eira.

-Escucha, ¿tú no deberías estar en la cama? Tu herida aún no está del todo curada - se acercó a ella- ven, si quieres te acompaño a la cama de nuevo y retomamos nuestra conversación.

-¿Qué conversación? -preguntó Daira.

-Bueno -respondió Sofía- la señorita Eira y yo hablábamos de que es lo que le ocurrió.

-¿Qué te pasó? -Daira se colocó a su lado- ¿Qué tal tu pierna?

Sonaba como un doctor preguntándole a un paciente. No parecía que tuviera ocho años, la forma que tenía de hablar, de dirigirse a la gente o incluso de mirar a las personas, no la definían como la pequeña niña que debería ser.

-Mi pierna está bien -respondió Eira- gracias por curarme y ayudarme.

Sofía se llevó a Eira a su habitación bajo la promesa de cambiarla de ropa y también de quitarle los vendajes de su pierna para ponerle otros nuevos. Le dijo que luego irían al salón para charlar tranquilamente.

Daira y yo nos dirigimos también al salón, donde se encontraba el señor Wilnesfrey. Le explicamos que habíamos conocido a la chica y que se llamaba Eira. El señor Wilnesfrey nos preguntó de donde era, pero le dijimos que no sabíamos nada más que su nombre y edad.

Al cabo de más de veinte minutos Sofía y Eira bajaron.

El salón no era muy grande. Tenía las paredes color marrón claro y contaba con una mesa y ocho sillas alrededor, además de una chimenea y varios sillones y sofás a su alrededor. Había cuadros por todas partes. El sofá en el que Daira estaba sentada era donde habíamos curado a la chica. Yo, cómo siempre, estaba en el sillón al lado de la ventana, mi favorito, y el señor Wilnesfrey en el sillón al lado de la chimenea. Wilnesfrey no se dio cuenta de que la chica y Sofía habían llegado, pues estaba enbelesado mirando el cuadro que descansaba encima de la chimenea. Era un retrato y Wilnesfrey nos había contado que era la antigua propietaria de la mansión.

El suelo de madera de roble crujió y fue entonces cuando Wilnesfrey se giró a contemplar a la recién llegada.

Si antes, con un simple camisón blanco y descalza, me había parecido una maravilla hasta el punto de dejarme sin habla, ahora ya estaba dispuesto a desmayarme. Vestía un sencillo vestidito verde que le llegaba hasta las rodillas, le venía grande, por lo que Sofía había improvisado un cinturón con tela dorada que le había colocado debajo del pecho. Llevaba unos zapatos marrones planos y con un lazo en el borde. Sofía le había recogido el pelo el una trenza preciosa que le colgaba del lado derecho... Pero, espera, ¿qué narices me está pasando?

Sofía entró con Eira del brazo y, juntas, se sentaron al lado de Daira.

-Bueno bueno -exclamó el señor Wilnesfrey- parece que estás mucho mejor que la otra vez. Espero que tu pierna esté mejor que cuando viniste -tosió-.

Eira asintió sin mirarle. Observaba el fuego con cautela, casi con miedo. Wilnesfrey se dio cuenta.

-¿Ocurre algo, querida? -preguntó- ¿Te da miedo el fuego?

Eira asintió sin dejar de mirarlo. Miré el fuego yo también y vi que la llama se estaba apagando. Me acerqué para poner más leña, pero, casi de repente, el fuego comenzó a crepitar y a hacerse más grande, hasta el punto de llegar a lo alto de la chimenea.

Todos nos miramos. Lo que había pasado no había ocurrido nunca.

Daira miraba sorprendida a Eira.

-¿Has...has sido tú? -preguntó cautelosa.

Eira no respondió, sino que se levantó con la intención de salir corriendo, pero Sofía la detuvo. Wilnesfrey no le quitaba ojo al fuego.

-Vaya, Eira -soltó Wilnesfrey- me temo que debes añadir un aspecto relevante a tu biografía.

La renacida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora