Durante tres meses el baile de máscaras proporcionó mucho tema de conversación a los habitantes de Pammydiddle, pero de ningún personaje se habló tanto como de Charles Adams. Lo singular de su apariencia, los rayos que le salían de los ojos, el brillo de su ingenio, y el tout ensemble de su físico habían dominado los corazones de tantas jóvenes, que de las seis presentes en el baile de máscaras sólo cinco habían regresado a casa sin ser seducidas. Alice Johnson era esa infeliz sexta persona cuyo corazón no había sido capaz de resistirse al poder de sus encantos. Pero, como puede parecerles extraño a mis lectores que tanta valía y excelencia como él poseía sólo hubiese conquistado el corazón de ella, será necesario informarles de que las señoritas Simpson estaban protegidas de su poder mediante la ambición, la envidia y la propia admiración.
Todo deseo de Caroline estaba centrado en lograr un marido con título, mientras que en Sukey una excelencia tan superior sólo podía hacer brotar la envidia, no su amor, y Cecilia estaba demasiado encariñada consigo misma como para que le gustare nadie más. En cuanto a Lady Williams y la señora Jones, la primera era demasiado sensata como para enamorarse de alguien tan joven para ella; y la segunda, aunque muy alta y apasionada, quería demasiado a su marido como para pensar en algo así.
Pero a pesar de todos los intentos por parte de la señorita Johnson de descubrir en él algún cariño hacia ella, el frío e indiferente corazón de Charles Adams aparentemente preservaba todavía entera su libertad natural; cortés con todas pero no inclinado hacia ninguna, continuaba siendo aún el adorable, enérgico, pero insensible Charles Adams de siempre.
Una velada, encontrándose Alice un tanto acalorada por el vino (algo no poco común en ella), decidió buscar alivio para su desordenada cabeza y su corazón enfermo de amor en la conversación de la inteligente Lady Williams.
Encontró a la señora en casa, como era generalmente el caso, ya que no le gustaba mucho salir, y al igual que el gran Sir Charles Grandison, ella también desdeñaba fingir que no estaba cuando estaba en la casa, ya que consideraba ese elegante método de no dejar pasar a los visitantes desagradables poco menos que una bigamia descarada.
A pesar del vino que había estado bebiendo, la pobre Alice estaba baja de ánimo, algo fuera de lo común; no podía pensar en nada sino en Charles Adams, y no podía hablar de nada sino de él y, en pocas palabras, habló tan abiertamente de ello que Lady Williams pronto descubrió el afecto no correspondido que le tenía, lo cual suscitó su lástima y compasión tan fuertemente que se dirigió a ella de este modo:
—Percibo bastante claramente, querida señorita Johnson, que su corazón no ha sido capaz de resistirse a los fascinantes encantos de este joven, y la compadezco sinceramente. ¿Es su primer amor?
—Sí, lo es.
—Me apena mucho más el oír esto; yo misma soy un triste ejemplo de las miserias que en general acompañan a un primer amor, y estoy decidida a evitar desgracias parecidas en el futuro. Espero que no sea demasiado tarde para que haga lo mismo; si no lo es, intente, mi querida niña, protegerse de tan grave peligro. Un segundo encariñamiento va rara vez acompañado de serias consecuencias; por lo tanto, no tengo nada que decir contra eso. Protéjase de un primer amor y no tendrá que temer el segundo.
—Mencionó, señora mía, algo sobre haber sido usted misma víctima de la desgracia que, muy amablemente, desea que yo evite. ¿Me honraría usted con el relato de su vida y milagros?
—De muy buena gana, mi amor.