La mañana siguiente las tres señoritas Simpson fueron a visitar a Lady Williams, quien las recibió con la mayor educación y les presentó a Lucy, quien le gustó tanto a la mayor que, al irse, declaró que su única ambición era que las acompañase la mañana siguiente a Bath, donde iban a pasar unas semanas.
—Lucy —dijo Lady Williams— está en su derecho, y si decide aceptar una invitación tan amable espero que no dude debido a algún motivo de delicadeza para conmigo. De hecho, no sé si yo podré ir con ella algún día. Nunca ha estado en Bath y debo pensar que sería una de las excursiones más agradables para ella. Habla, mi amor —continuó, volviéndose hacia Lucy—, ¿qué dices acerca de acompañar a estas damas? Seré desdichada sin ti..., pero será uno de tus viajes más agradables..., espero que vayas; si vas, estoy segura de que será mi muerte... pero te ruego que te dejes convencer.
Lucy pidió permiso para rechazar el honor de acompañaras, con muchas expresiones de gratitud por la extrema educación de la señorita Simpson al invitarla.
La señorita Simpson parecía muy decepcionada por su negativa. Lady Williams insistió en que fuese; declaró que nunca la perdonaría si no lo hacía, y que no sobreviviría si lo hacía y, en pocas palabras, utilizó unos argumentos tan persuasivos que al final se decidió que debía ir. A la mañana siguiente, las señoritas Simpson la llamaron a las diez, y Lady Williams pronto tuvo la satisfacción de recibir de su joven amiga la agradable noticia de que habían llegado a Bath sin percances.
Puede que sea adecuado volver ahora al héroe de esta novela, el hermano de Alice, de quien creo que apenas he tenido ocasión de hablar; quizá se deba, en parte, a su desafortunada propensión al alcohol, lo cual le privaba completamente del uso de aquellas facultades de las que la naturaleza le había dotado, y explica que nunca hiciera nada digno de mención. Su muerte llegó poco después de la partida de Lucy y fue la consecuencia natural de su práctica perniciosa. A causa de su fallecimiento, su hermana se convirtió en la única heredera de una fortuna muy grande, lo cual, como le daba nuevas esperanzas de convertirse en una esposa aceptable para Charles, no dejó de ser de lo más agradable para ella; y dado que el efecto fue de alegría, la causa apenas pudo ser lamentada.
Viendo que la intensidad de su afecto hacia a él aumentaba a diario, finalmente se lo contó a su padre, y le transmitió el deseo de que le propusiesen la unión de ambos a Charles. El padre accedió y propuso una mañana para hablarle del asunto al joven. Al ser el señor Johnson un hombre de pocas palabras, su cometido pronto fue llevado a cabo, y la respuesta que recibió fue la siguiente:
—Señor, quizá se espere de mí que parezca satisfecho y agradecido por la oferta que me ha hecho: pero déjeme decirle que la considero una afrenta. Me considero a mí mismo, señor, una absoluta belleza; ¿dónde verá mejor figura o cara más encantadora? Además, señor, pienso que mis modales y mi discurso son de la más exquisita clase; existe cierta elegancia, una peculiar dulzura en ellos que nunca vi igualadas, y que no puedo describir. Modestia aparte, soy seguramente más experto en toda lengua, toda ciencia, todo arte y todo lo demás que ninguna otra persona en Europa. Mi humor es constante, mis virtudes innumerables, y mi persona sin parangón. Puesto que así es mi carácter, señor, ¿qué pretende deseando que me case con su hija? Déjeme darle una descripción de usted y de ella. Le considero a usted, señor, muy buen hombre en general pero un poco borrachín, para serle sincero, aunque eso no significa nada para mí. Su hija, señor, no es ni suficientemente guapa, ni suficientemente amable, ni suficientemente ingeniosa, ni suficientemente rica para mí. No espero nada más de mi mujer que lo que mi mujer pueda encontrar en mí: la perfección. Estas, señor, son mis opiniones, y estoy orgulloso de tenerlas. Tengo una sola amiga y la gloria de tener sólo una. Actualmente está preparando la cena, pero si decide verla, vendrá y le informará de que éstas han sido siempre mis opiniones.
El señor Johnson quedó satisfecho y declarándose muy agradecido ante el señor Adams por el retrato con que había honrado a él y a su hija, se fue.
La pobre Alice, al recibir de su padre el triste relato del poco éxito que había tenido la visita, apenas pudo soportar la decepción. Corrió a su botella y pronto todo estuvo olvidado.