Tal vez mis lectores se imaginen que, tras semejante reyerta, ya no podía existir una relación íntima entre los Johnson y Lady Williams, pero en eso están equivocados; pues la dama era demasiado sensata para enfadarse por un comportamiento que —no pudo evitar darse cuenta— era la consecuencia natural de la embriaguez, y Alice le tenía a Lady Williams un respeto demasiado sincero y tenía un gusto demasiado grande por su clarete, como para no hacer cualquier concesión que estuviera en su mano.
Pocos días después de su reconciliación, Lady Williams fue a ver a la señorita Johnson para proponerle un paseo por el bosque de limoneros que iba desde su pocilga hasta la alberca para los caballos de Charles Adams. Alice era muy consciente de la amabilidad de Lady Williams al proponerle tal paseo, y, aunque estuviese muy contenta con la perspectiva de ver al final de él la alberca para los caballos de Charles, también era consciente de que no debía mostrar un placer demasiado visible. No habían avanzado mucho antes de ser despertada por las reflexiones acerca de la felicidad de la que iba a disfrutar, que le hacía Lady Williams, la cual se dirigió a ella de este modo:
—Me he abstenido hasta ahora, mi querida Alice, de continuar la narración de mi vida, debido a que no quería recordarte una escena que (dado que refleja más vergüenza que honor por tu parte) debe ser olvidada, más que recordada.
Alice ya había empezado a ponerse colorada y estaba empezando a hablar, cuando la dama, percibiendo su disgusto, continuó así:
—Me temo, mi querida muchacha, que te he ofendido con lo que acabo de decir; te aseguro que no era mi intención apenarte mediante un recuerdo de lo que ya no se puede evitar; considerándolo todo en su conjunto, no creo que se te deba culpar como mucha gente hace; porque cuando una persona está bebida, no responde de lo que pueda hacer.
—Señora, no hay que ser tan exagerada, e insisto en que...
—Mi querida muchacha, no te molestes por este asunto; te aseguro que lo he perdonado todo; de hecho, no estaba enfadada en el momento, porque lo veía claro: estabas borracha, como una cuba. Sabía que no podías evitar decir las cosas tan extrañas que dijiste. Pero veo que te aflijo, así que cambiaré de tema y desearé que nunca más vuelva a ser mencionado; recuerda que está todo olvidado. Seguiré ahora con mi historia; pero debo insistir en que no te daré ninguna descripción de la señora Watkins; sólo serviría para reavivar viejas historias y, como nunca la has visto, ha de darte igual que su frente fuese demasiado alta, sus ojos muy pequeños, o si tenía demasiado color.
—¡Otra vez!, Lady Williams: esto es demasiado.
Tan irritada estaba la pobre Alice con esta reanudación de la vieja historia, que no sé qué consecuencias habría tenido si la atención de ambas no hubiese estado ocupada en otro objeto. Una adorable joven estirada, aparentemente muy dolorida, bajo un limonero era algo demasiado interesante como para no atraer la atención. Olvidando su propia discusión, ambas avanzaron hacia ella con una ternura compasiva, y la abordaron en estos términos:
—Parece, bella ninfa, que se está arrastrando por alguna desgracia que estaríamos encantadas de aliviar, si nos informase de qué se trata. ¿Nos honraría contándonos su vida y milagros?
—De muy buena gana, señoras mías, si fuesen tan amables de sentarse.
Tomaron entonces asiento y ella comenzó de este modo.