A estas alturas de mi existencia he llevado a cabo cantidad de cosas. De algunas me siento bastante orgulloso, pero la mayoría, preferiría encerrarlas en un cajón y destruir la llave usando una licuadora.
Una de las cosas de las que sí me siento orgulloso, es de haber comprendido que los nervios, forman parte de la vida. Tanto, como la mismísima muerte. Y cuanto antes te des cuenta de este hecho, antes aprenderás a controlarlos.
Y pasa lo mismo con la muerte. No es hasta que aprendes a convivir con su incorpórea presencia, hasta que aceptas que sobre sus extensos brazos hay un sitio con tu nombre a la espera de que lo ocupes, que puedes vivir realmente feliz y tranquilo.
Mi madre solía decir que no somos más que velas en la oscuridad, consumiéndonos a nosotros mismos hasta que ya no queda más mecha por quemar, y que entonces, nos apagamos para siempre.
No quiero que malinterpretes. Que sepa controlar los nervios y esa inquietud que todo mortal tiene respecto a la muerte, no significa que siempre sea capaz de hacerlo. Tengo tan claros mis puntos fuertes como los débiles. Y por eso sé que hay dos en las que perderé la cabeza y no seré responsable de mis actos.
La primera, tendrá lugar en ése último instante; en ésos últimos segundos de mecha. Tengo claro que será una sensación nunca antes vivida, porque llevando la vida que he escogido, sé perfectamente que no voy a morir de un infarto, ni de una desafortunada caída en la ducha. No. Lo más seguro es que muera aplastado contra el suelo de un valle perdido entre dos altas montañas, y que los animales carnívoros que lo habiten, se coman mis restos antes de que alguien note mi ausencia siquiera.
Y en la segunda —a la que ya me he visto obligado a enfrentarme en más de una ocasión a mis jóvenes veintiséis años—, es tener que hablar directamente con una mujer. No sé qué me pasa. Me sudan las manos, me tiembla la mandíbula y se me duerme la lengua. Las pobres, se alejan apenadas; mirándome como si estuviera loco o enfermo. O ambas cosas.
El lado bueno es que se alejan y no tengo que verme obligado a hablarles.
Mi sistema funciona.
Ahora mismo, soy plenamente consciente de que mi hora ha llegado, y por ése motivo no me veo capaz de buscarle los ojos a los nervios para dejarles claro quién manda; sólo encuentro los ojos de la muerte. Incluso me atrevería a decir que oigo su malvada risa, como un susurro en mi oído, abriéndose paso a través de los demás estruendosos sonidos que me rodean.
Pero, aún así, me mantengo optimista. «Vale —me digo—. Puede que esté en una avioneta que está a cada segundo que pasa más cerca del suelo. Puede que el paracaídas haya desaparecido. Puede que el cinturón de seguridad esté atascado. Puede incluso, que esté a punto de morir. Pero al menos no tendré que pasar nunca más por la horrible sensación de tener la mirada de una mujer sobre mí, a la espera de que le conteste. Así que cierra los ojos, y cruza los dedos para que sea leve.

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Allí donde nadie nos encuentre
Bilim Kurgu¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Todos os preguntáis lo mismo, pero tenemos prohibido contarlo. Porque si nos escondimos fue por algo. Ahora que las cosas se han complicado vosotros buscáis respuesta a vuestras preguntas; no nos gustan la...