Un nuevo encargo

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Su respiración era lenta, sus movimientos precisos. Los latidos de su corazón ralentizándose poco a poco, cada nueva exhalación hacía ralentizar su ritmo cardiaco aún un poco más.

Por la mirilla telescópica veía que el hombre estaba inmerso en una gran conversación, visiblemente agitado, su interlocutor gesticulaba en todos los sentidos, ciertamente molesto por la situación o quizás simplemente decepcionado porque su plato de espaguetis no estaba a la altura de sus expectativas. El interior del restaurante era sobrio y poco atractivo, seguramente elegido por su discreción y por no ser nada llamativo, nada mejor para tratar un asunto de negocios o para hablar de cosas que no deben ser divulgadas.

Rápidamente, el hombre sentado frente a la víctima, el camarero que iba de mesa en mesa, los clientes que se movían se convirtieron en invisibles para ella, su mente hizo abstracción de todo lo que la rodeaba. Una única cosa importaba el objetivo, nada más que el objetivo.

El ruido del viento, el canto de los pájaros a algunos metros de ella, posados en la barandilla del balcón, el murmullo incesante provocado por las idas y venidas de los coches abajo, nada podía molestarla. Ella estaba encerrada en su burbuja, concentrada en una sola cosa, su respiración, lenta y reposada, y en el hombre que estaba delante de su mirilla.

A veces, sonreía pensando que los segundos que precedían a la muerte de un hombre estaban cerca de la meditación que practicaban los adeptos al yoga o al budismo. La ironía de la situación, a veces, le arrancaba una pequeña carcajada. Imaginarse que las personas hacían ese tipo de cosas para encontrar la paz interior le parecía idiota, pero sobre todo particularmente realista. Después de todo, ella misma no se sentía bien sino en momentos como este, muy extraños para ella. Su vida tumultuosa la había llevado a hacer muchas elecciones, a menudo malas, a veces muy arriesgadas, pero hoy, como siempre que se encontraba a punto de cumplir un encargo, estaba serena, y a veces, se preguntaba si el término era el correcto, feliz.

Desviando la mirilla algunos grados para verificar que el viento no había cambiado, posó su mirada en una pequeña bandera suspendida en la ventana vecina a la del restaurante. Frunciendo el ceño, hizo un cálculo rápido para ajustar su tiro a las modificaciones del entorno, una ligera brisa se había levantado. Posando su dedo sobre la estrella de su mirilla telescópica, ajustó ésta un poco hacia la izquierda. Satisfecha de su medición, volvió a reposicionar la mira sobre la sien del objetivo.

Delicadamente su dedo se posó en el gatillo, acariciándolo una vez, después dos, en un gesto habitual, casi supersticioso.

Ralentizando ligeramente su respiración y los latidos de su corazón, se tomó algunos segundos, cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo, aguantó su respiración. El gesto fue rápido, preciso, incisivo, casi instintivo. A trescientos metros más allá, el hombre llevó el tenedor a su boca y se desplomó, sin estertor, sin un grito. Estaba muerto antes incluso de tocar el suelo. Un chorro de sangre manchó las paredes beige situadas algunos metros más lejos. Los manteles blancos y rojos de las mesas adquirieron un tinte escarlata que sin duda nunca se iría.

Después de unos segundos de estupor, el hombre sentado frente a la víctima comenzó a gritar, alertando a los camareros y a otros clientes. Rápidamente la agitación que nacía en el restaurante dejó lugar al horror, la gente comenzaba a comprender que acababa de producirse un asesinato bajo sus ojos.

La joven mujer ya había guardado su fusil, desmontado pieza a pieza con delicadeza, cada una de ellas colocada en su sitio en la maleta. Sin darse prisa, dejó la habitación del vacío apartamento que ocupaba hasta ese momento, bajando los escalones uno a uno, tarareando una melodía solo conocida por ella.

En pleno corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora