Un libro. Un libro y una carta. Nada más. Toda mi vida cambió desde que los vi. Nada volvió a ser igual desde entonces. Jamás pensé que le resultaría tan fácil, creí que le importaba más. Al fin y al cabo, es mi madre. O lo era antes, ahora tan sólo es una desconocida más. Siempre creí que quince años eran suficientes para conocer a una persona, veo que no. Sí, me abandonó. Pasó hace poco tiempo. Muy poco tiempo.
Parecía una día de lo más normal, salía del instituto en dirección a mi casa. Mi casa. Qué bien suena ahora, aunque era una casa de lo más normal, daría lo que fuera por volver allí. Ahora no tengo ni idea de quién soy o dónde estoy. En clase, nos encontrábamos en ese limbo entre los exámenes finales y de recuperación y las notas. Aquellos días en los que ni tú, ni tus compañeros, ni los profesores sabéis qué hacer. Había pasado toda la mañana inquieta. No sé por qué, pero presentía que algo malo iba a pasar desde que me desperté. Entré por la bonita puerta blanca con una vidriera de colores suaves y me dirigí a la cocina. Todo estaba ordenado y desordenado a la vez, como si alguien lo hubiese tirado todo y hubiese intentado colocarlo de nuevo en su sitio. Encima de la mesa de madera no estaba mi comida sólo había un libro. En la portada había un dibujo que cualquiera reconocería: un niño con una capa y gafas redondas sobre una escoba. J.K. Rowling, Harry Potter y la piedra filosofal. Y a su lado una carta. En el sobre solo había una palabra escrita, "Abril". Era para mí. Un mal presagio me recorrió las venas, pero aun así corrí hacia la mesa. Me quedé frente a la carta barajando distintas posibilidades. “A lo mejor mi madre se ha tenido que ir urgentemente al trabajo y me ha dejado una carta explicándome qué tenía que hacer”, pensé. “No”. Miré hacia el libro. “Harry Potter… He visto la película pero no he leído el libro.” Entonces cogí la carta y la abrí apresuradamente. Una hoja casi en blanco rezaba una sola palabra: "Léelo". Y abajo a la derecha había una firma. Su firma. Tan descuidada como siempre. Eso era todo.
Como por arte de magia apareció mi hermana por la puerta de la habitación de mi madre. Carolina. Nunca la había visto así. Ella era fuerte, pero ahora... Ahora era como un mapache llorón. El rímel había recorrido sus pálidas mejillas revelando su dolor. Sus antes vivos ojos verdes se habían convertido en otros, estaban hinchados y contemplaban un punto inexistente entre ella y yo. Su boca se abrió durante un segundo, parecía estar escogiendo las palabras adecuadas, pensé que me lo explicaría todo en un largo discurso. Me equivocaba, solo necesitó una frase, tres palabras rompieron el silencio:
-Se ha ido.
Quería llorar, quería estar triste. Pero en lugar de eso me sentí traicionada, la odié con toda mi alma. Es mi madre… pero ¿por qué? No lo entendía. “¿He hecho algo mal?”, me pregunté. Y en ese momento mi odio se convirtió en culpabilidad. A lo mejor en nuestra última discusión la había molestado demasiado, había gritado demasiado o había actuado como una cría. O puede que se hubiera cansado de mis notas que bajaban a un ritmo extremadamente rápido. En cualquier caso... ¿Era eso suficiente? ¿Una madre abandonaría a sus hijas por eso? Mi razón me decía que no, pero mi corazón... Mi corazón estaba roto, se había hecho añicos y un gorila estaba bailando sobre ellos.
Los días siguientes habían pasado como estrellas fugaces y el instituto terminó por fin. Ir allí era una tortura después de todo lo ocurrido. No teníamos más familia, así que mi hermana había tomado la decisión de llamar a los servicios sociales. Parecía increíble, hacía tan solo un par de días habíamos jugado al Monopoly como una familia relativamente normal, sin padre, pero eso no era nada nuevo. En cambio, mi hermana y yo nos encontrábamos solas. Y lo que más nos preocupaba era si nos iban a adoptar juntas. Pero, no sé si por suerte o por desgracia, habían encontrado a un familiar en Salamanca. Era una prima nuestra de la que no habíamos oído hablar nunca. Estudiaba Bellas Artes en la Universidad y vivía sola en el centro. Al parecer, se compró un piso gracias a una sustanciosa herencia con la que también se paga sus estudios.
Llegamos a Salamanca un jueves después de haber cogido todo lo necesario para pasar una semana allí. Si veíamos que la convivencia no funcionaba nos llevarían a un centro de acogida. Caro y yo rezábamos para que eso no ocurriese, preferíamos vivir juntas con una desconocida de nuestra sangre a vivir separadas con extraños.
Nos llevaron en coche hasta una calle que estaba muy cerca de la Plaza Mayor. Allí, las dos nos bajamos de coche y nos quedamos frente a una puerta verde con un portero automático a su derecha. El hombre que nos había llevado hasta allí salió de coche y empezó a descargar nuestras maletas. Cuando nos dimos cuenta corrimos hacia él para ayudarlo, parecía cansado y también un poco mayor. Él nos dirigió una mirada de agradecimiento y lo que parecía ser una leve sonrisa bajo un bigote canoso y velludo. Al terminar con el equipaje, el hombre, cargado con un par de maletas nos indicó el número y la letra del piso. Apretamos el botón y una voz femenina preguntó:
-¿Quién es?
-Somos tus primas- dije con una voz que pretendía ser decidida.
Después de un silencio nuestra prima contestó:
-Podéis ir subiendo, ya he preparado todo- su respuesta me sonó más tétrica que acogedora. Pero probablemente mi mente había exagerado el tono debido al ligero trastorno que llevaba sufriendo los últimos días. Supongo que es normal.
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Los cuatro elementos
Teen FictionAbril siempre ha sido la invisible, aquella chica en la que nadie se fija hasta que un día la desaparición de su madre la lleva a Salamanca con su hermana mayor. Allí conoce a su prima Lucía quien le abrirá las puertas a un mundo mágico donde tendrá...