Viaje a ninguna parte

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Viaje a ninguna parte

Vamos en un transporte público, pero es muy amplio y los asientos están bastante separados unos de otros. En el vehículo solo hay gente conocida, un grupo de amigos, quizás, compañeros de trabajo, exactamente no lo sé; todos nos llevamos muy bien y nos vamos regalando sonrisas y buenas caras durante el trayecto. No conozco el destino o ahora no lo recuerdo, pero estoy segura de que es largo y pesado, y que nos obligará a parar un par de veces para atender nuestras necesidades fisiológicas.

Las conversaciones se mezclan con el humo del tabaco; sí, se puede fumar, o eso ha permitido el conductor, que no para de reírse con las ocurrencias de una de las pasajeras, mientras enciende un pitillo con otro y coquetea olvidándose de sutilezas con la chica diez años menor que él.

A mi lado, dos chavales más jóvenes se entretienen con uno de esos juegos para el móvil.

Yo intento no mirar lo que no tengo que mirar, o mejor dicho, a “quien” no tengo que mirar. Está prohibido, una prohibición sin acuerdo verbal que ambos nos pusimos en el pasado.

Pero es difícil, es complicado obedecer esa norma auto impuesta, me resulta imposible no lanzar miradas de rabillo cada vez que se mueve, cada vez que gesticula, cada vez que su boca dedica palabras a otra que no soy yo.

Los chicos, máquina en mano, se levantan del asiento y deciden encontrar un lugar con más bullicio que el silencio que han conseguido de mí. No me extraña, llevo parte del viaje hablando a gritos con un chico bien parecido que está sentado al otro lado del coche. Contesto sin ganas de seguir con la conversación y sus preguntas han terminado apagándose por mi falta de interés. Vuelvo a estar sola, y decido ir un poco más atrás en lo que podría ser un autobús gigante; espero que las voces del pasaje por fin desaparezcan. Por muy ilógico que suene, lo consigo, ya no llegan hasta mis oídos, amortiguándose por el ruido del motor y la concentración en el libro que tengo entre las manos. Una novela policiaca de un autor cualquiera, elegida al azar en una biblioteca pública.

Paso la página para seguir leyendo, no sin antes volver a mirar a la persona que no tengo que mirar; allí, sentado junto a una joven de cabellos rojos y ondulados. Cree que no me doy cuenta, pero si nuestras miradas hicieran partida, estaría muy reñido el resultado; él también me tiene controlada.

Pensaréis que eso me agrada, pero no es así. No quiero que me mire, no quiero que me piense, no quiero que esté a escasos metros de donde yo estoy, como ahora. No quiero tenerlo al alcance de la mano y tan lejos de mi vida. No quiero.

De repente, el chaval joven, ese que intentó llamar mi atención y del que pasé olímpicamente, repara en mi soledad, en la silla vacía junto a la mía, en mi cara de velatorio o dolor o tristeza o lo que sea que mis facciones quieran reflejar de lo machacada que estoy por dentro.

Se levanta de las primeras filas, dejando a una rubia despampanante con la palabra en la boca y se dirige a paso decidido hacia mí. Quiere algo que jamás conseguirá, pero me da la sensación que es de los que necesitan una sonora bofetada para darse cuenta, y aún así, lo volvería a intentar más tarde.

Subo el lomo del libro, cubriéndome la cara, ocultando una mueca de desagrado. De verdad, quiero estar sola.

Cuando se sienta junto a mí me sonríe de lado, grita mentalmente “al fin estamos solos”, aunque todo el “autobús” nos esté mirando en esos momentos. El traqueteo de las ruedas hace mella en mi trasero, demasiadas horas en la misma postura y sin poder estirar las piernas y respirar otra cosa que no sea el aire viciado de tantos cuerpos juntos y el humo del tabaco.

Recolecta EróticaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora