Capitulo 51

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El grupo de Dallas encontró al sheriff sin problemas. Como en la mayoría de las ciudades cabeza de partido en Texas, Travis contaba con una plaza mayor enfrente de los tribunales, tras los cuales, en este caso, se situaba el despacho con su propia entrada.

Antes de acceder al edificio, habían hablado sobre cuál sería la mejor forma de dirigirse a él.

Después de haber comprobado lo difícil que le había resultado a Torres comunicarse con él desde el coche, el equipo había decidido basarse en una estrategia que consistía en dejar que fuera el teniente Jenkins quien hablara. A Torres le entró la risa.

—No sé si las interferencias las ha producido el que sea mujer o el que sea latina.

Winston Parnell era un hombre de gran tamaño, de casi dos metros de estatura y de más de cien kilos de peso. A Harry le bastaron unos minutos para darse cuenta de que la idea de que se trataba de un melón de pueblo quedaba bastante lejos de la realidad. El sheriff los recibió con la amabilidad propia de las ciudades pequeñas: les ofreció café y les indicó dónde se encontraban los baños. Mientras, aquellos ojos de mirada intensa se ocuparon en observar con atención. En un momento de silencio, se acercó a Harry y le preguntó:

—¿Cree usted que va a haber pelea en Oriente Medio?

Louis pidió permiso para hacer uso de la mesa del sheriff y colocar el portátil que Peter Spenser les había prestado. Parnell observó atentamente mientras el detective de Dallas introducía los datos de la limusina de Abruzzi y contrastaba la cobertura del GPS con un mapa topográfico del condado de Eldon. Ben señaló la ubicación del vehículo. El sheriff se inclinó, sentado cerno estaba en su silla de madera, para poder ver el mapa en la pequeña pantalla.

—Veamos, esto es el lago Dillo y aquí está el río. Si lo seguimos hasta este pequeño afluente de aquí..., parece que el coche que buscan se encuentra en la propiedad de uno de nuestros nuevos vecinos: el señor Vincent Cable.

Harry y Louis intercambiaron una mirada.

—¿Y qué puede contarnos sobre el señor Cable, sheriff? —preguntó Jenkins, Parnell se frotó la mandíbula y se rascó la perilla.

—Bueno, llegó aquí hace dos años y medio más o menos. Compró una casa que se había construido uno de esos magnates de la informática —pronunció «mannates»— de la zona de Austin —el sheriff movió la mano para rascarse la nariz—. Había escuchado la historia hacía tiempo. Este tipo, Mathis, lo perdió todo en algún tipo de absorción empresarial y acabó vendiendo la casa tirada de precio. Una soleada mañana —continuó—, el señor Vincent Cable apareció con tres o cuatro tiarrones que me llamaron la atención. Les hice una visita de cortesía, por supuesto, y ya de paso anoté los números de matrícula de todos los coches que vi. Aunque no sirvió de nada: eran todos alquilados —la mirada del sheriff se endureció—. Muy amablemente y de forma muy natural, les dejé claro que en el condado de Eldon no nos van los jaleos de las grandes urbes. Aquí hay alguna plantación de marihuana. Nada serio. Sólo para consumo personal. La gente como Agatha Carson necesita la hierba para aliviar el dolor y las náuseas que le produce el cáncer.

Parnell entrecerró los ojos por un instante y Harry creyó ver en ellos verdadera compasión.

En cuanto el sheriff notó su mirada, abrió de nuevo los ojos.

—Pero aquí no pasamos una que tenga que ver con ese cristal venenoso de alcohol de quemar. Y se lo expliqué al señor Cable, que me respondió que se hacía cargo. —Parnell cogió su sombrero y le quitó unas pelusas inexistentes—. Les comenté que a lo mejor él y sus acompañantes preferían hacer la compra en algún otro lugar porque probablemente no encontrarían en las pequeñas tiendas de los alrededores los productos de consumo que buscaban —sonrió con una expresión nada divertida—. El señor Cable me comprendió enseguida y ni él ni su gente nos molestan en absoluto. Vienen y se van —se puso de pie y se encajó el sombrero—. La verdad es que hasta ahora hemos disfrutado de una buena relación. Aun así, mentiría si les dijera que sentiría que abandonara el condado.

Se produjo un momento de silencio, como un pequeño homenaje que ofrecieran unos experimentados agentes de la ley al reconocer a uno de los suyos. Entonces Jenkins carraspeó para aclararse la garganta y comentó en un tono respetuoso:

—Sheriff, le agradeceríamos mucho que nos aconsejara sobre la mejor manera de acercarnos a la casa.
Parnell parpadeó encantado.

—Pues me alegro mucho de oír eso. Cuando la capitana Torres me llamó, no nos entendimos muy bien y pensé que ustedes querían que me mantuviera al margen.

Esta vez el silencio se hizo incómodo y fue el sheriff quien lo rompió:

—Bueno, yo creo que ya es hora de que les llevemos a visitar al señor Cable. ¿Qué les parece?

Harry estaba esperando en la puerta con Louis. En cuanto escucharon las palabras del sheriff se dieron la vuelta y salieron de la habitación. «______, ya voy. Espérame, cariño», pensó.

______ apretó los dientes cuando la vara de caña volvió a golpearle las nalgas.

—Mañana vas a estar llena de moratones, _______. Tengo que reconocer que me gusta lo de azotar a una gordita.

Ella lo oía jadear, pero no era capaz de saber si el resuello era fruto del cansancio o de la excitación.

—Con lo mullida que tienes la espalda —continuó Abruzzi—, no tengo que preocuparme por si te daño algún órgano. Lena es tan delgada y tan frágil... Nada que ver contigo, grandullona mía, preciosa amazona.

______ estaba de pie y descalza, inclinada sobre la parte de la camilla opuesta a la cabecera.

Los pechos, el estómago y el lado izquierdo de la cara estaban aplastados contra el colchón de plástico, mientras que los brazos le quedaban extendidos por encima de la cabeza, atados por las muñecas a unas cadenas de sujeción.

En comparación con la vez en que había estado maniatada a la barra de la ducha, esta experiencia no tenía nada de excitante ni de estimulante. Sudaba por todo el cuerpo, así que la piel se le pegaba aún más a la superficie de plástico. Y aquel sudor olía a miedo.

Después de que Gordon y Turner la ataran a la camilla, Abruzzi los había echado de la sala con la orden de que no lo molestaran. Él los llamaría cuando los necesitara, dijo.

Aunque Abruzzi no quedaba dentro de su campo de visión, ______ lo escuchaba moverse a su espalda por la habitación. Ahora silbaba de nuevo la melodía de Gilligan's Island y a ella le resultaba imposible relacionar aquella estúpida canción con la terrible situación en que se encontraba. Las palabras de la letra le atravesaban la mente mientras él continuaba cantando:

«Now sit right back and you'll hear a tale...»

Abruzzi golpeó el trasero desnudo de ______, que se tensó sorprendida, y luego se echó a reír a carcajadas.

—Eres un poco saltarina, ________, ¿quieres más? —y se colocó para que lo viera—. Vas a ser un verdadero entretenimiento para mí. Nunca había tenido una sumisa gorda. Esas tetas enormes y ese culo blanco y ancho que tienes son una delicia. Esto va a ser divertido. ¿Te gustaría ser mi esclava doméstica? Podría dejarte encadenada aquí y venir a verte los fines de semana.

______ se dio cuenta, horrorizada, de que Abruzzi tenía una erección y cerró los ojos para tratar de no mirarla.

Él volvió a situarse tras ella. El sonido silbante de la vara atravesando el aire volvió a escucharse antes de que ______ sintiera el golpe en las nalgas. El dolor agudo que le infligió la hizo chillar, arquear la espalda y tensar los hombros.

—Abre los ojos —le ordenó él con un golpe—. No los cierres sin que yo te dé permiso. ¿Me has oído?

______ resopló, presa del estupor y de la rabila, e incapaz de creer que Abruzzi estuviera azotándola de verdad. El siguiente silbido la llevó a abrir los ojos y a quejarse.

—No, por favor —gritó.  

Una chica mala (Harry Styles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora