Nueva York

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El ruido de la ciudad que se despertaba siempre había cautivado a Emma, aún dormida. Escuchó a Emily levantarse y preparar su desayuno. Tenía una hija tan espabilada que a veces Emma se asombraba de que hubiera sido capaz de crear tal maravilla de niña con el impetuoso pirata. Cerró los ojos; su vida era complicada, a caballo entre dos mundos, había acabado al final por elegir uno. No es que fuese mejor, ni más bonito, pero era un mundo que comprendía. Nada de buenos, nada de malvados, solo gente, a menudo gris más que blanco y negro, era un mundo con matices.

Hacía tres años que se había divorciado de Killian, este, bajo el yugo del alcohol, se volvió infiel. No se había resistido mucho tiempo a los avances de la secretaria de Larry, un hombre influyente que trabajaba como cazarrecompensas; el trabajo enseguida gustó a Killian. Emma se lo había presentado y él había conseguido el trabajo después de aprenderse los usos y costumbres de este mundo "moderno" en el que había decidido vivir.

Los primeros años fueron difíciles, ella había conocido los tormentos de la bebida durante algunos meses, pero el nacimiento de Emily parecía haber unido a la pareja, después todo volvió de nuevo a hundirse.

El gusto por el juego, el alcohol y las mujeres estaba bien anclado en el pirata. Emma se dio cuenta de que ella no podía cambiarlo, y que necesitaba más que nada seguridad y alguien con quien contar. Killian había mostrado sus límites en la materia a pesar de la ayuda propicia en ciertos momentos. Él había acabado por marcharse a la costa oeste para vivir como detective privado. Se llevaba a Emily todos los veranos, uno o dos meses según las posibilidades; a pesar de todo, habían quedado en buenos términos.

Emma había pensado varias veces regresar a Storybrooke, el aire marino de Maine, incluso los terribles inviernos le hacían falta, y una persona le faltaba en particular. Regina Mills nunca había abandonado su mente; Emma se había culpado tanto por haber destrozado las esperanzas de amor verdadero de esa mujer herida, que casi tuvo una depresión. Había consultado un tiempo a Archie que le había aconsejado vivir su vida y dejar que Regina resolviera sus problemas, lo que había hecho al final, porque era lo que había que hacer y lo que debía hacer para estar paz con todo.

Entonces, Emma se había marchado, porque ver a la Reina luchar por mantener a Robin en su vida le parecía un espectáculo desgarrador y la enfermaba. A eso había que añadir que Hook tenía la impresión de que ella nunca lograría centrarse en su relación si se pasaba el tiempo corriendo detrás de Regina por la loca idea de que ella podría perdonarla.

Entonces él le propuso marchar a Nueva York. La rubia, dividida entre el deseo de quedarse con sus padres y alejarse del drama de Regina, acabó por ceder para desgracia y tristeza de Snow que siempre culpó a Killian de ello.

Emma se levantó como cada mañana desde su divorcio y se puso rápidamente su pantalón de pijama de franela, que continuaba haciendo rabiar a su hijo que decía que su madre se vestía aún como una adolescente cuando ya pasaba de la treintena. Emily tocó a la puerta de su madre y esbozó una hermosa sonrisa.

Lo que aún sorprendía a Emma es que su hija tenía la facultad de iluminar una estancia con su sonrisa; Emily, al parecer, tenía de Killian esos cabellos negros y había heredado unos hermosos ojos verdes, algo más oscuros que los de su madre. Emma realmente no pensaba en su padre cuando la veía así, tan graciosa, sino más bien en Regina. Los aires principescos naturales que emanaban de Emily y al mismo tiempo ese gusto por una continua rebelión hacían sonreír a su madre.

«¿Vienes mamá?» dijo la pequeña bostezando

«¡Sí, mi ángel, voy! ¡Pero solo si mi pequeña reina de da un beso!» respondió Emma riendo.

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