UN APOYO INESPERADO

344 69 30
                                    


Unos días antes que el desembarco argentino en las islas Malvinas fuese la noticia que acaparara todos los titulares de los periódicos del continente; en un barrio de clase media ubicado al norte de una ciudad, se ubicaba la casa número cincuenta y ocho del pasaje "Bolívar", esta era una edificación de dos plantas, de color amarillo y con un techo rojizo. En dicha vivienda habitaba un niño pequeño y su madre.

La mujer había enviudado hacía un par de meses, debido a que su esposo sufrió un aparatoso accidente de tránsito, que la dejó sola y sin recursos, a cargo de su hijo. Ella no tenía estudios universitarios, porque conoció al padre del chico cuando recién salía del colegio. Toda su vida estuvo rodeada de privilegios y había salido de la casa de sus padres, directo a tener la propia con su flamante marido.

Cuando se vió enfrentada a la dura realidad, lo primero que se le ocurrió fue pedir ayuda a sus padres, pero debido a que su matrimonio no fue del agrado de ellos, descartó la idea por orgullo. El único apoyo que encontró en ese momento lo obtuvo de una fuente inesperada: su suegro. El anciano también había enviudado hacía mucho tiempo, y a pesar de vivir en la misma ciudad, guardó distancia del joven matrimonio durante aquellos años.

En ese momento de desesperación, y por medio de los contactos de aquel hombre, obtuvo una oportunidad de ingresar al mundo de las ventas de productos químicos. Empezó a laborar en una empresa local, cuyos clientes estaban diseminados por todo el país. Ella estuvo a punto de renunciar debido a su timidez, pero luego descubrió que tenía facilidad para los negocios. No era la clase de persona que aturdía a los clientes con discursos vivaces y que al final ofrecía productos que no eran necesarios. Sino que desplegaba una habilidad bastante escasa en ese mundo: escuchar.

Le encantaba entablar conversaciones con sus compradores potenciales, dejaba que ellos externaran los requerimientos y necesidades que tenían, y después ofrecía soluciones a la medida. Por otro lado, el apellido de su padre era reconocido en la ciudad. El país era un pañuelo, y muchos de los gerentes con los que trataba, habían sido compañeros o conocidos suyos de la época del colegio. Su porte era aristocrático, pero sabía demostrar sencillez y apertura en aquellas ocasiones.

De sus padres había heredado una educación clásica y una red de contactos sociales que le fue de gran ayuda en su empleo. Ellos pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron que la joven estaba trabajando.

Cuando quisieron acercarse para enmendar su alejamiento durante el deceso de su yerno, fueron recibidos con indiferencia y altivez. Así que hicieron lo único que sabían para demostrarle arrepentimiento a su hija: le regalaron un automóvil nuevo para que ella descartara el cacharro que usaba para sus visitas comerciales.

La joven mujer pretendió que esto resolvía todo, pero en el fondo guardaba resentimiento hacia ellos por haberla dejado sola cuando realmente los necesitó. La naturaleza de su trabajo la obligaba a realizar giras de negocios a ciudades cercanas, ausentándose un par de días cada tanto. El cuidado de su hijo se convirtió en un problema mayúsculo, no confiaba en dejarlo en compañía de alguien extraño como una sirvienta, porque al final, el crio terminaría por encariñarse de esa desconocida que le enseñaría las costumbres ordinarias propias de gente inferior. De sus padres ni mencionarlo porque del parecido del niño con su finado esposo solo surgirían recuerdos y resquemores por el pasado, y no quería que su hijo padeciera desprecios de ningún tipo.

Su suegro, en cambio, había manifestado una afinidad por el infante casi desde el primer día. A pesar de sus esporádicas visitas, estas casi siempre terminaban con el chico a sus pies con una expresión de asombro mientras el señor contaba sus innumerables aventuras.

La idea le pareció adecuada al abuelo del infante cuando ella se lo propuso, al principio de cada viaje de negocios, conducía hasta la casa del hombre a depositar al niño, y regresaba un par de días después a recogerlo. Pero con el correr del tiempo, y por la dificultad de cruzar la ciudad de un extremo al otro, el señor se ofreció a cuidar de su nieto en la casa de la mujer. Una cosa llevó a la otra, y al final el anciano se convirtió en un habitante más de aquel lugar.

Pasado el tiempo el hombre puso en arriendo su casa, para vivir de forma permanente cerca del niño. Lo anterior le brindaba un ingreso extra con el que podía ayudar con los gastos de la casa y la manutención de su nieto.

Los años pasaron y el niño creció teniendo como su compañero de juegos a su abuelo. La complicidad, que creció entre ambos, reforzó la posición del anciano como la figura paterna del chico.

El viejo transportaba a su nieto al colegio cada mañana y lo recogía por la tarde. Le ayudaba con sus tareas, salía a pasear con él en un parque cercano, y pasaban el resto del tiempo juntos. El hombre cocinaba platos exóticos cuando la madre del chico estaba ausente.

La limpieza del hogar corría por cuenta de una empleada que llegaba al sitio tres veces por semana, porque la señora de la casa quería reducir la presencia de gente extraña lo más posible.

LOS DONES DE LA SERPIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora