TRISTEZA

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A partir de entonces, la vida cambió para Salvador. Un pesado manto de culpa lo cubrió de pies a cabeza. No bastaba con que una voz interior lo aguijoneara a diario, sino que también su madre se encargaba de hacerlo con la misma frecuencia.

Las exequias de su abuelo y los días posteriores se convirtieron en un recuerdo nebuloso, porque la imagen del anciano moribundo invadía su mente al menor descuido. Si cerraba los ojos al momento de dormir, solo veía manchas rojas sobre un fondo blanco. 

Dejó de comer y dormía de forma esporádica, estuvo una semana entera sin ir al colegio. Su nivel académico no bajó mucho, pero si su interés por la vida. Se encerraba en un mutismo determinado, y era difícil sacarle alguna palabra, más que para contestar las preguntas básicas del colegio. Si antes les parecía raro a sus compañeros, ahora los calificativos de "distante y triste" eran añadidos al referirse a él.

Su madre tuvo que renunciar a algunas actividades de la iglesia para poder dedicarle tiempo al chico, lo incitaba a confesarse cada domingo para que Dios lo perdonara por haberla desobedecido y usar aquel "artefacto demoníaco" cuya consecuencia inmediata había sido la ausencia de su querido abuelo.

Los sábados por la mañana eran de lo más detestables para el muchacho ya que la culpabilidad lo acosaba más que cualquier otro día de la semana, y el colgadero donde había estado la Dyno en el garaje, lo acusaba cuando él solía pasar por ahí.

La progenitora al final optó por contratar a tiempo completo a la señora que hacía el aseo, para que hiciera el resto de los oficios como cocinar y planchar. La mujer era una presencia anodina que no incidía ni afectaba el ambiente de aquella casa.

Luego de un par de meses, la señora, poco a poco, fue retomando sus actividades eclesiales mientras Salvador trataba de superar su depresión de distintas formas: escribía un diario con sus pensamientos y vivencias como el finado le había recomendado hacía algún tiempo; empezó a leer libros de historia referidos a la Segunda Guerra Mundial, con énfasis en la batalla de El Alamein, porque su abuelo había participado en ella. Además leía libros esotéricos relacionados al tema de la vida después de la muerte con la esperanza de entender cómo la vida había cambiado de forma tan rotunda.

Se empeñaba en recordar las largas conversaciones que solía entablar con el viejo, de cuando leyeron juntos "El arte de la guerra" de Sun Tzu, y las varias recomendaciones que le dijo para que las aplicara en la vida diaria.

Todos estos paliativos no hacían sino ahondar en su estado de ánimo una sensación de desamparo y soledad. No tenía amigos de ningún tipo con quien pudiera desahogarse. Un día fue citado por el psicólogo escolar que no pudo sacarlo de su mutismo durante la hora de sesión en la que estuvieron juntos.

Su introspección durante el recreo atrajo una atención innecesaria que lo obligaría a enfrentarse a algo para lo cual no estaba preparado.


LOS DONES DE LA SERPIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora