Aliento

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Me sorprendí mirando al infinito. Sucedía con no demasiada frecuencia. Sin embargo, en ese momento, me abstraje tanto de la realidad que creí sufrir un breve estado de amnesia. Cuando recuperé la consciencia, proseguí reuniendo toda la ropa servible para Chris. Dicho quehacer me recordó la escasez de mis prendas, nada útiles para el venidero frío. Me urgía comprar ropa, igual que averiguar dónde y con qué dinero. Aquel no era el mejor momento para pensar en ese tema; la situación del hotel, por no decir del pueblo, era bastante más delicada.

— Aquí tienes, camisetas, pantalones, sudaderas, calcetines y ropa interior. ¿Olvido algo?

— Sí.

— ¿El qué?

— Mi visera de los Pats —dijo, como si fuera obvio.

— Tu visera. Para usar dentro del motel. Donde no va a dar el sol, ni va a llover, ni vas a tener que ir de incógnito contra deslocadas fans. Por supuesto, necesitas ocultar el brillo que hace tu inteligencia, por su ausencia —me mofé.

— Pensaba usarla contra tu sarcasmo, petarda —replicó sonriéndome.

— Piérdete —balbuceé—. Mejor aún, vístete antes de que se te caiga la toalla y tengamos un disgusto.

Tal y como era de esperar, se carcajeó a causa de mis palabras. Sin embargo, mantuve la misma seriedad con la que las pronuncié.

— Meconsidero generoso, así que te voy a dar el regalo de vestirme —comunicó.

— Por favor, no me hagas reír.

— Antes tuve que quitarme el pantalón yo solo.

— ¡Cielos, qué mala pata...! —exageré para que pillara mi sublime indirecta.

— Ja. Fue una situación muy peligrosa y todo por irte —argumentó molesto—. Tuve suerte, podría haberme matado...

— Eres peor que un bebé llorón.... —suspiré rendida.

Me llevé las manos a la cabeza, no podía creer que fuera a aceptar. Estiré el brazo izquierdo a modo de indicación, para darle a entender que se posicionase mejor. Se valió de sus brazos para cargar el peso de su cuerpo y colocar su retaguardia más alejada del borde, dejando sus pies colgando. Así podría subirle las prendas correspondientes hasta poco más arriba de la rodilla, desde donde alcanzaría dichas piezas de ropa y sería capaz terminar de ponerselas por su cuenta. Seguí los pasos trazados en mi mente, pero tan apartada de él como me lo admitió la longitud de mi torpe extremidad superior izquierda. También ladeé la cabeza y cerré los ojos una vez hube superado sus tobillos.

Claro que no vaticiné que, otra vez, el desdichado me cubriera con la toalla y, por consiguiente, la necesidad de haberme apartado velozmente de él para evitarlo. Rogué internamente una muerte súbita al percatarme de la situación. Pero no grité. Tomé la toalla y la puse en el suelo. Me levanté y fui directa a reventar su entrepierna de un puñetazo. Sin embargo, mi cuerpo se había estancado, incapacitándome a cumplir ese deseo. Lo mucho que me hubiera complacido haberle dado una paliza, no se igualaba al miedo que reflejaba su cara. Tan petrificado se veía que por un instante me arrepentí.
Le arrojé una camiseta morada, de tela suave y mangas largas.

— Póntela —dicté, señalándole fírmemente con el índice siniestro—. Y deja de provocarme.

Obedeció mudo. Las ganas de matarle desaparecieron para dar paso a la culpabilidad.

 Las ganas de matarle desaparecieron para dar paso a la culpabilidad

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