Capítulo III

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       María Hinojosa había tenido una vida rica en sucesos dramáticos, pero igual que les ocurre a muchas personas, no apreciaba lo que le había sucedido a ella y envidiaba en los demás —sobre todo si eran mujeres— lo que entendía que era una vida interesante. Esto le pasaba, por ejemplo, con Sara Valenzuela.
       María Hinojosa había nacido en Cochabamba y se había casado con un joven de Potosí. Tuvo de él dos hijos. El primero acababa de cumplir tres años y el último dos cuando el marido murió a causa de una tifoidea. La muerte ocurrió en Tipuani, adonde la familia había ido a dar cuando el segundo hijo tenía seis meses. Ocho meses después de haber quedado viuda, María suplantaba al muerto con un lavador de oro que había llegado de Rurenabaque. Antes de un año el hombre de Rurenabaque perdió la vida mientras dinamitaba un caño del Tipuani para matar peces. La dinamita que llevaba amarrada a la cintura le estalló y lo reventó en forma tan extraña que no se le apreciaba herida visible alguna; sólo echaba sangre por la nariz, la boca y los oídos. A la muerte de su hombre, María Hinojosa estaba encinta, y cuatro meses después tuvo un par de gemelos.
       María podía contar cosas que les habían sucedido a pocas mujeres, pero a ella le parecía que su vida no tenía interés. Para ella, una vida con interés era la de Sara Valenzuela, a quien los hombres buscaban, halagaban y cortejaban sin que ella les prestara atención.
       ¿Qué podía tener Sara para ser tan atractiva y tan desdeñosa?
       Cualquiera podía suponer que el hecho de no tener trabajo seguro ni una entrada normal de dinero debía mantener a María Hinojosa preocupada. Debía alimentar a sus cuatro hijos y de milagro conseguía trabajos ocasionales, como el de lavar y planchar ropa. Sin embargo, su preocupación mayor era meterse en la vida de Sara Valenzuela; conocer esa vida y compartirla; participar en algo de ese interés que ella le atribuía.
       Los gemelos andaban ya por los cinco años y el mayor de los cuatro hijos, por los diez. Los cuatro vagaban durante todo el día recorriendo los laberintos del cerro, haciendo un recado aquí y una travesura allá, sin que la madre se ocupara de ellos. Vivían prácticamente desnudos, sucios, y desde lejos, protuberantes bajo el sol, se les podían contar los huesos.
       María vivía a cuarenta metros de los Valenzuela, de manera que le fue fácil darse cuenta de que el sargento Juan Arze pasaba por la casa con notable frecuencia y aprovechaba toda oportunidad de dirigirse a Sara, sobre todo cuando la muchacha estaba sola. Sin darse cuenta de cómo ni cuándo comenzó a sentir ese deseo, María empezó a desvivirse por conocer a Arze y hacerse su confidente. Después, cuando notó que Pedro Yasic había ido a vivir a la casa de Sara, se dedicó a idear una lucha de los dos hombres por el amor de la joven, y estaba segura de que esa lucha terminaría en tragedia.
       María Hinojosa era flaca hasta vérsele los huesos de los hombros. Tenía pelo negro abundante, y aunque lo llevaba siempre descuidado, impresionaba por su cantidad y por los reflejos azules que producía y quizá también porque cubría una cabeza de rasgos menudos y bien perfilados. Las cejas macizas, también negras, los ojos grandes y la boca carnosa venían bien con el color oscuro de la piel. Con ese rostro y esa cabellera hubiera sido más llamativa que Sara Valenzuela si hubiera traído al mundo otra alma. Pero el alma de María Hinojosa era inerte.
       Sara se dejaba ver cuando iba de compras o cuando cocinaba frente a la casucha de su padre; el resto del tiempo lo pasaba adentro, remendando alguna camisa de Valenzuela o un vestido suyo, limpiando, barriendo. A veces iba afuera en busca de agua para lavar. Era más joven que María —debía tener de veintidós a veintitrés años—, más baja y algo más gruesa. Tenía la piel blanca, el pelo castaño oscuro que le formaba una carga maciza sobre el cuello, la cara redonda, de lineas suaves, los ojos pardos, grandes y vivaces, la nariz un poco respingada, de punta aguda, y una boca fresca y alegre que parecía a cualquier hora acabada de pintar.
       Había algo naturalmente divertido en la expresión constante de Sara, algo que a María Hinojosa le fascinaba. ¿Qué era? ¿Ese permanente asomo de sonrisa, los movimientos rápidos, o el aire de resolución que se desprendía de todos sus gestos?
       Precisamente mientras Pedro Yasic volvía de su exploración ya a media tarde, Juan Arze visitaba a Sara Valenzuela. La muchacha estaba frente a la puerta de su casa y el sargento, de pie a su lado, parecía hablarle. La tarde anunciaba lluvia inminente. María observaba a la pareja. Estaba segura de que pronto comenzaría a llover y se preguntaba qué pasaría cuando cayeran las primeras gotas. ¿Entrarían Sara y el sargento en la casa de Valenzuela? Si entraban y la lluvia arreciaba —cosa frecuente en Tipuani—, tendrían que cerrar la puerta, la única puerta de la vivienda; y si la cerraban, ¿qué podía pasar entre un hombre enamorado y una muchacha de tanta vida?
       María Hinojosa se sentía en la gloria. Estaba viviendo con toda el alma un episodio lleno de interés. Se hallaba excitada, con una especie de calor en las sienes. «Ahora va a pasar algo», se dijo.
       Y pasó. Pasó que se inició la lluvia, en forma de chaparrón, y Sara Valenzuela corrió hacia la puerta y comenzó a cerrarla mientras gritaba:
       —¡Busque dónde pasarla, porque no voy a invitarlo a entrar!
       Juan Arze se sintió humillado como si lo hubieran abofeteado y miró en redondo buscando con los ojos la presencia de testigos, pues si alguien había visto la escena y había oído a Sara, la ofensa sería diez veces mayor.
       Desde la puerta de su vivienda, simulando no estar al tanto de lo que había pasado, María Hinojosa esperaba el desenlace. Pero ya llovía; llovía por sorpresa, a la manera habitual en las regiones selváticas, en forma violenta. Juan Arze corrió hacia el lugar más cercano donde podía protegerse. Fue así como María Hinojosa halló la manera de entrar en la vida de Sara Valenzuela.
       Encerrados en poco más de seis metros cuadrados, gran parte de los cuales estaban ocupados por objetos que en algún tiempo habían sido muebles, Juan Arze y María Hinojosa se vieron en el caso de hablar de algo. Se dijeron sus nombres, el lugar de donde procedían, y como resultara que los dos eran de Cochabamba, pues sucedió que los dos conocían a Fulano y a Zutana, a la señora Tal y al señor Cual. En poco tiempo ya no había qué decirse. Entonces María comenzó su aproximación a Sara.
       —Esa muchacha Sara es muy bonita, ¿verdad? —dijo.
       El sargento Arze era de los hombres que frente a una mujer disminuyen las cualidades de otra o se niegan a reconocerlas. No era que le interesara María Hinojosa, sino que seguía su propia naturaleza masculina al decir:
       —Sí, pero muy orgullosa.
       —Yo noto que los hombres la buscan mucho. No pasa día sin que alguno le haga la visita.
       Juan Arze quedó un momento desconcertado. Ah, conque había otros que la visitaban… Preguntó:
       —¿Tiene novio? ¿Usté le conoce algún compromiso?
       —No, yo no le conozco ni siquiera preferidos.
       —Yo creía que ese chileno nuevo que vive en su casa era algo de ella —dijo Arze.
       —Ah, es chileno —comentó ella.
       El sargento movió la cara para mirar hacia afuera. El agua sucia corría por los desniveles del cerro. Seguía lloviendo. María Hinojosa no tenía la costumbre de analizar a la gente, pero se daba cuenta de que estaba al borde de oír una confesión.
       —A usté también le gusta la muchacha, ¿no? ¿Tiene esperanzas? —preguntó.
       —Sara es muy esquiva —eludió él.
       —Siempre hay maneras.
       La conversación comenzó a languidecer. Había caído en un pantano, porque el hombre no quería descubrir sus sentimientos debido a que hablaba con otra mujer y estaba en la obligación de no parecer débil, y la mujer no quería dejar el tema estancado, sino que deseaba seguir hablando de Sara y de él. Sara era lo que le interesaba y nada más.
       Pero como la lluvia no paraba, pasaron a asuntos menos atractivos: la lluvia, que pronto iba a declinar, la vida aburrida de Tipuani, sin un cine siquiera adonde ir, el trabajo que hacía el sargento. Cuando la lluvia cesó del todo, Juan Arze se despidió.
       La vida de los seres humanos tiene mucho de común con los ríos. Hay arroyos que son afluentes de riachuelos; éstos afluyen a otros ríos mayores. María Hinojosa deseaba ser afluente de Sara Valenzuela, pero el sargento Juan Arze quería que Sara Valenzuela afluyera en su vida.
       Desde luego, de esa semejanza que tenían sus vidas con los ríos no se daban cuenta ni Juan Arze ni María Hinojosa, que en los días sucesivos siguieron viéndose y ahondando en el tema de Sara hasta que llegó la hora en que el sargento confesó sin recato alguno su pasión por la hija de José Valenzuela. María se sintió deslumbrada; y como carecía de voluntad para ser ella misma y tenía una incontrolable inclinación a vivir vidas ajenas, al sargento Arze le fue fácil hacerla su confidente y su correo.
       Una tarde en que Sara se hallaba sola, sentada a la puerta de su vivienda, María Hinojosa se llenó de valor y fue a verla.
       —Buenas tarde —dijo—. Vengo a ver si me presta un poco de sal.
       —Con mucho gusto —respondió Sara, al tiempo que entraba en busca de lo pedido.
       María no había planeado nada de lo que iba a hacer o a decir, y la verdad es que ella nunca planeaba nada. De manera que cuando Sara retornó con la sal tuvo que buscar un pretexto para no irse inmediatamente, y lo halló en el comentario de que la casita se veía muy limpia.
       —Ése es el único lujo que podemos darnos los pobres —explicó Sara.
       De tonterías como ésa hablaron unos minutos. Al día siguiente María volvió en la mañana para devolver la sal; en la tarde visitó a Sara otra vez para preguntarle con qué jabón lavaba ella; a los tres días, la charla fue de veinte minutos.
       Aun la gente más fiera se acostumbra a la presencia de personas que nunca dicen cosas desagradables, que hablan sobre acontecimientos comunes, como el estado del tiempo, la salud de un familiar, el costo de la vida. Sara iba acostumbrándose a la presencia de María Hinojosa. Pero al cuarto día María dijo:
       —Lo más duro del mundo para una mujer es estar sola.
       Sara creyó que María hablaba por sí misma, y no respondió nada. La otra, sin embargo, amplió su idea:
       —En un lugar como éste una muchacha soltera como tú no tiene manera de escoger marido a gusto y tiene que casarse con el que la enamore.
       Sara se sintió intrigada. Tal vez porque había visto al sargento Arze visitando la casa de María, tal vez porque algo en ésta le hacía sospechar que no era una amiga desinteresada, no quiso dejar pasar la oportunidad sin aclarar su posición.
       —María, métete en la cabeza esto que voy a decirte: creo que vale más estar sola que mal acompañada… aunque yo no me siento ni sola ni mal acompañada.
       La última parte de la frase confundió a María.
       —¿De manera que tú y el chileno…?
       Pero ya Sara se sentía molesta y no la dejó terminar.
       —¡Yo y nadie! —cortó—. Todavía no me he enamorado. El día que me enamore no andaré escondiéndolo.
       —Pero tú tienes enamorados, Sara. El sargento Arze me ha dicho que está enamorado de ti.
       Sara se puso a barrer el polvo de la puerta a la vez que contaba:
       —Eso dice él.
       —¿Y a ti no te interesa?
       —¿No oíste lo que te dije?
       —¿Es que no lo hallas simpático?
       Sara dejó de barrer y se plantó ante María, mirándola con gravedad.
       —¿Pero es que tiene que gustarme para marido un hombre porque sea simpático? Además, no lo es.
       Un sentimiento confuso comenzó a producirse en el alma de María Hinojosa. Quizá era alegría, aunque no era eso; quizá era que esperaba algo inesperado, algo que no tenía forma pero que era algo. Tal vez se sentía aliviada, libre de un peso que ella no sabía identificar. ¿Qué era, por Dios? ¿Qué cambios estaba produciendo en ella el hecho de saber que el sargento Juan Arze no significaba nada en la vida de Sara Valenzuela?
       Cuando se halló en su casa, María Hinojosa llegó a una conclusión, y para ella era difícil llegar a conclusiones; no le diría al sargento Arze ni una palabra de lo que había hablado con Sara, y mucho menos de lo que Sara había dicho. Hasta ese día le había transmitido con la mayor fidelidad posible todas sus conversaciones con la muchacha, pero ya no lo haría más.
       María Hinojosa había ido haciéndose a la presencia de Juan Arze. Al acercarse la hora de la media tarde, ella misma se notaba inquieta. Esperaba algo y no acertaba a precisar qué. Pero poco a poco fue dándose cuenta; y especialmente ese día, después de oír a Sara Valenzuela, supo que se había acostumbrado a la compañía del sargento. Se le habían hecho familiares, primero, y necesarios después, su voz ronca, el olor a tabaco que dejaba en el cuartucho donde se sentaban, su rostro de facciones indígenas, con la nariz arqueada de bases anchas, sus dientes blancos y fuertes.
       Un pequeño arroyo que no conocía su destino empezaba a inclinarse ante un riachuelo distinto de aquel en el cual parecía que iba a afluir. Y eso sucedía sin que María Hinojosa fuera capaz de preguntarse por qué hay almas tributarias, que aunque cambien de curso afluirán siempre hacia alguna corriente, y nunca otras afluirán en ellas.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora