Capítulo XIX

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       José Valenzuela, que había salido muy temprano de su casa, volvió casi inmediatamente. La hija pensó que había olvidado algo, pero no era así; había retornado para darle una noticia.
       —Sara, trasladan al sargento Arze para La Paz.
       —¿Ah sí? ¿Y cuándo?
       —Hoy mismo. A mediodía sale hacia Mapiri.
       —Ahora me explico —comentó Sara con aire dubitativo.
       —¿Qué cosa?
       —Los preparativos de viaje de María Hinojosa.
       —¿Y qué tiene que ver María Hinojosa con el traslado del sargento Arze?
       —Pues que es su mujer.
       José Valenzuela se caía del nido.
       —No tenía la menor idea —comentó.
       La hija se quedó un momento concentrada en algún pensamiento que el padre desconocía. En los últimos tiempos le ocurría a menudo que la mirada se le fijaba en un punto inexistente, y todo el rostro se le transformaba como si de golpe le faltaran el aire y la luz. De súbito volvió a ser la de siempre.
       —Papá —dijo—, ese traslado de Arze me parece muy raro.
       —¿Por qué?
       —¿Has oído algo sobre Pedro? ¿No crees que el traslado tenga que ver con Pedro?
       —¿Y por qué ha de tener relación con él?
       —Tú sabes que sí, y por eso has venido a darme la noticia. Di la verdad, papá.
       —Sí, vine a darte la noticia porque pienso lo mismo que tú, pero no sé nada, no tango la menor idea de lo que le haya pasado a Pedro.
       —Papá, el día que ese cholo vino de perseguir a Pedro se me presentó aquí. ¿Sabes a qué venía? A proponerme matrimonio. Me dijo que iba a dejar de ser policía del Banco y que si me casaba con él pondría un comercio en La Paz. Se me hizo sospechoso, papá, y le pregunté por sorpresa dónde había conseguido dinero. ¿Cómo crees tú que podía haberlo conseguido? Sólo matando a Pedro y quitándole el oro.
       José Valenzuela se sentía confundido. Preguntó:
       —¿Te dio a entender que tenía mucho?
       —Sí, porque si no, ¿cómo iba a poner un negocio en La Paz?
       Valenzuela era propenso a dejarse llevar por la última impresión.
       —Puede ser como tú dices —dijo, el rostro pesado y la mirada en el suelo.
       Pero Sara tenía el hábito de ver los problemas desde varios puntos de vista.
       —Lo único que me da alguna esperanza es que si ese cholo hubiera matado a Pedro no se lo callaría. Es demasiado vanidoso para quedarse callado —dijo.
       —Puede ser. Tal vez tengas razón. De todas maneras, es raro que el baquiano y el policía que iban con Arze no hayan dicho nada. Si él hubiera matado a Pedro, uno de los dos lo sabría.
       —Sí, pero se ha hablado de un cadáver con un tiro en la cabeza. ¿Quién era ese muerto? ¿Tú qué crees, papá?
       —Hija, tú me has puesto a dudar. Ahora estoy en la duda.
       —Pero papá, no se puede vivir así; yo no puedo vivir sin saber a qué atenerme. Hay que hacer algo.
       Valenzuela miró a su hija. Le sorprendía el brillo de pasión y de amargura que advertía en sus ojos. Yasic era su amigo, el amigo suyo y de ella, y su paisano, y había vivido ahí, con ellos; pero eso no justificaba la pasión de Sara. De todas maneras, debía calmarla.
       —Bueno, mi hija, tranquilízate —dijo—. Voy a averiguar, pero tranquilízate. Me parece difícil que un hombre como el sargento Arze haya matado a Pedro y se lo calle. No olvides que además de matar a Pedro tenía que matar al italiano.
       Sí, papá; pero a mí no me importa el italiano. Muévete, averigua, haz algo.
       Valenzuela salió y Sara, asomada a la puerta, le siguió con los ojos. Creía que se ahogaba. Durante días, desde que oyó a Juan Arze decirle que tenía dinero para poner un negocio en La Paz, había vivido agobiada y sin atreverse a hablar de su preocupación; pero tan pronto habló de ello a su padre comenzó a sentirse en defecto porque no actuaba. Hablar no la había liberado, sino que la había lanzado a la necesidad de hacer algo que pudiera favorecer a Pedro.
       Instintivamente, sin ningún propósito, miró hacia la casucha de María Hinojosa, acaso con la esperanza de que Juan Arze estuviera por allí. A quien vio fue a María, con un traje nuevo y rodeada por los niños, que también tenían ropa nueva. Sin duda la familia Hinojosa estaba lista para irse a La Paz. De súbito Sara Valenzuela decidió hablar con María y se dirigió a ella. María la vio acercarse con cierto asombro, porque nunca había ido Sara a visitarla. María le veía el aire de persona que va a tratar algo serio, y dejó de hablar con los niños. En un minuto más, Sara Valenzuela estaba frente a ella y la miraba con ojos profundos y resueltos.
       —Quiero hablar contigo, María —dijo.
       —Cómo no. Es un gusto verte en esta casa, Sara. Muchachos, hagan el favor de dejarnos solas.
       Sara tomó asiento sin dejar de ver a María Hinojosa, fijamente. A María le parecía que la muchacha había perdido de golpe su natural encanto femenino.
       —Oye —dijo Sara—, quiero que me digas la verdad. Si me la dices te guardaré el secreto, por duro que sea. ¿Mató Arze a Pedro?
       María Hinojosa sintió que terminaba una tarea larga y fatigosa y que podía descansar. Había pensado que se trataba de otra cosa; había temido que Sara iba a hablarle de Juan Arze, a decirle algo que iba a destruir sus ilusiones, el viaje a La Paz, los sueños de vida nueva que tenía por delante. Suspiró como quien llega al final de una jornada terrible.
       —¡Ay, hija, qué susto me has dado! —exclamó— Creí que era otra cosa.
       —¿No lo mató? ¿Te ha contado Arze lo que pasó entre él y Pedro?
       María Hinojosa se sentía de súbito maternal. Ahí, frente a ella, con la expresión de la angustia en la faz, estaba esa joven cuya vida quiso ella vivir. Le daba pena verla sufrir, y sin duda que sufría.
       —Pero muchacha —dijo—, ¿por qué te preocupas así? Sí, me lo contó. El no vio a Pedro. No pasó lo que tú supones, gracias a Dios.
       —¿Me lo juras? ¿No te habrá mentido Arze?
       —Sé que no me ha mentido y te lo juro por la vida de mis hijos.
       Sara seguía mirándola de frente, pero María advirtió un cambio en la luz de sus ojos, y le pareció también que en los labios de Sara se esbozaba una sonrisa que no llegaba a cuajar.
       —Te vas a La Paz, ¿no? —la oyó preguntar.
       —Sí, me voy con los muchachos. ¿Cómo lo sabes?
       —Me lo dijeron.
       —Arze va con la idea de dejar el empleo y poner un negocio.
       —Sí, eso oí decir.
       Sara se puso de pie. María se levantó también; cogió a la muchacha por los codos y se inclinó sobre ella, como si fuera a besarla. No sabía qué le pasaba a Sara. Conocía la inclinación de Juan Arze hacia ella y estaba enterada de que le había propuesto matrimonio, pero no podía sentirse celosa. La hallaba bonita, atractiva, simpática. Hubiera dado la mitad de su vida por haber sido Sara Valenzuela en vez de María Hinojosa. Sara esquivó el beso y se alejó sin volver la cara. Despreciaba todo lo que tuviera relación con Juan Arze y las cosas no habían cambiado porque supiera que Arze no había dado muerte a Pedro Yasic.
       Al llegar a su casa vio las habitaciones, pequeñas y pobres, arregladas y limpias, y pensó que allí no tenía nada que hacer y que ella necesitaba hacer algo, algo que la distrajera. Aunque Juan Arce no hubiera asesinado a Pedro, ella estaba segura de que a Pedro le sucedía algo.
       —Ay Virgen del Carmen, ayúdalo; no dejes que le pase nada malo —dijo en alta voz, con los ojos puestos en alto.
       Se sentía agobiada, casi exhausta, como persona que durante largo tiempo ha llevado una carga por dentro, y no podía sentarse a descansar, echarse a dormir. «Déjame ver si el vestido azul tiene todos sus botones. Me parece que se le estaba cayendo uno», pensó. Y ya iba a buscarlo cuando oyó la voz de su padre.
       —¡Sara, Sara!
       Sonaba emocionada, lo cual quería decir que llevaba una noticia importante. Sara se asustó y corrió a la puerta. Pero mientras corría gritaba:
       —¡Estoy aquí, papá; aquí estoy!
       Efectivamente, José Valenzuela llegaba con novedades.
       —Mira esto. Míster Forbes me ha mandado este papel.
       Ella tomó la esquela y la leyó de prisa, buscando el final, buscando un dato que le diera luz. Pero no había explicación ni dato. Simplemente, el viejo Forbes le pedía a Valenzuela que fuera a su casa, que usara la balsa en que le había enviado el recado y que si podía, llevara con él a su hija.
       —¿Qué te parece, hija? ¿Qué crees tú que sea?
       —¿Pero qué va a ser, papá? Eso es Pedro, algo relacionado con Pedro.
       Valenzuela miró a su hija con aire inocente.
       —¿Y qué hacemos?
       Sara tenía ganas de agarrarlo, apretarlo, pellizcarlo.
       —Papá, ¿pero eres tonto? ¿Qué crees que debemos hacer? ¡Ir, irnos inmediatamente!

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora