Capítulo XI

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La noticia corrió por todo el cerro como fuego en pólvora y tardó pocos minutos en llegar a los oídos del sargento Juan Arze: tres indios del Altiplano —los mismos que se habían visto de vez en cuando desde hacía más o menos un mes caminando siempre juntos sin fin aparente— habían llegado remontando el Tipuani en la balsa de Salvatore Barranco y contaban que habían estado varios días trabajando con Yasic y con Barranco sacando oro de la orilla del río; luego habían llegado a la casa de Barranco al día siguiente, y Yasic, el dueño de la balsa, otro hombre joven y una mujer vestida de negro se habían internado en la selva llevándose todo el oro que los indios habían sacado. Contaban que los lecos de Salvatore les habían devuelto a Tipuani, pero sólo tres días después que los blancos se habían ido; de manera que a la llegada de los indios al cerro, los blancos debían tener por lo menos cinco días metidos en la selva.
       Inmediatamente comenzaron a manifestarse los que, según ellos, habían tenido sospechas de Yasic y de los indios. Uno dijo que había visto a Pedro Yasic hablando con esos indios en secreto; otro aseguró que en el momento en que él pasaba frente a Yasic, cierta tarde, había visto que el chileno les entregaba un bulto.
       Por lo visto abundaba la gente que había pensado que Yasic había llegado a Tipuani con el propósito de sacar oro —lo cual no era nada raro, porque casi todo el que iba a Tipuani llevaba ese propósito—, pero nadie pudo sospechar que lo haría en tan corto tiempo y que podría lograr cantidades serias.
       Los comentarios crecían con inusitada rapidez. Se formaban grupos aquí y allá, y a poco dos de los grupos se unían en uno, y ese crecía por minutos con los hombres, las mujeres y los niños que se iban agregando. La noticia había conmovido al poblado.
       En poco tiempo se conocían todos los detalles de la fuga, se sabía qué dirección habían tomado Yasic y sus acompañantes al internarse en la selva, se aseguraba que se llevaban más de cincuenta kilos de oro, y sobre todo, se decía que el placer en que habían hallado ese oro era riquísimo y que los fugitivos habían sacado sólo una pequeña parte del metal que había en él.
       El sargento Juan Arze tomó los hechos como para sí solo. Tan pronto se enteró de la fuga se lanzó por los vericuetos del cerro, seguido por algunos curiosos, en busca de los tres indios. Por donde pasaba el sargento, lo detenían, le hacían preguntas, le ofrecían datos nuevos.
       Juan Arze se hallaba excitado. Ahora se le presentaba la coyuntura de apresar a un verdadero ladrón de oro, a un hombre que no había huido con algunos kilos de oro sino con cincuenta, tal vez con cien o con mucho más; un hombre que había estado presente cuando Sara le humilló. ¡Qué odio iba sintiendo crecer Juan Arze contra ese chileno bandido!
       Fue a la cantina a preguntar por los indios, pero nadie los había visto por allí; bajó a la orilla del río y detuvo a los lecos de Salvatore Barranco que se hallaban en la balsa sin saber por qué estaban en ella y no en la casa del patrón. El sargento Arze interrogó a los lecos, pero ellos no sabían sino lo que los indios aimarás les habían dicho, y aun de eso que les dijeron entendieron bien poco y sólo podían hablar de su patrón, del viaje que habían hecho con él Tipuani arriba quince días antes, de los días que estuvieron con la balsa en un recodo esperando que su patrón ordenara el viaje de retorno a la casa, del otro patrón blanco que fue con ellos y de esos tres indios que también fueron, y por último del viaje de vuelta al cerro remontando el Tipuani para llevar esos tres indios a los que el sargento buscaba con tanto afán.
       —¡Lleven a estos lecos donde el capitán Ramírez y le dicen que yo estoy detrás de los indios y que tan pronto los alcance voy para allá! —ordenó el sargento a unos amigos; y aunque esos amigos estaban ahí mismo, pegados a él, habló a gritos para que todo el mundo se enterara de que él estaba dando órdenes.
       El hambre de ejercer autoridad que sentía el sargento Juan Arze hallaba como satisfacerse en oportunidades como ésa, y él no podía dejar pasar por alto una coyuntura tan brillante. Se movía como un desesperado, la mirada dura, la voz tonante, activo; como si se hallara comandando un ataque en una guerra, no como quien anda por un lugar pequeño en busca de tres indios mansos.
       —¡El que sepa dónde están esos condenados que me lo comunique inmediatamente!, gritaba.
       Los indios se hallaban tranquilamente sentados en la choza del viejo amigo aimará adonde habían ido a parar cuando llegaron a Tipuani. Ellos habían causado un revuelo infernal en el poblado sin darse cuenta del efecto de sus palabras; habían hablado la verdad a los que les hicieron preguntas, y la habían hablado con el candor natural de su raza.
       En la choza donde se alojaban los halló un policía enviado en su búsqueda por el capitán Ramírez. Con callada eficiencia, el capitán Ramírez se había adelantado al sargento Arze.
       —Busque a esos indios donde haya otros aimarás —había dicho—, y condúzcalos a mi presencia sin asustarlos y sin alharacas.
       Seguido por docenas de curiosos, el sargento Arze recorría el cerro en pos de los indios cuando de pronto vio al policía Azcárate que iba con ellos en dirección al cuartel. Juan Arze se sintió defraudado y a la vez ofendido. A gritos ordenó a Azcárate que se detuviera y que le entregara a esos hombres.
       —No puedo —dijo el policía—. El capitán me mandó que los condujera a su presencia sin escándalo y sin maltratos.
       —¡Le ordeno que me los entregue! —gritó Arze.
       —No puede ser, sargento —mantuvo el otro con mucho reposo.
       Juan Arze estaba haciendo el ridículo delante de la gente. Eso también tenía que ser cargado a la cuenta de Pedro Yasic. «¡Ah chileno bandido, si te cojo!».
       —Bueno —dijo—, venga conmigo.
       Era la única salida a la situación: designarse él mismo jefe de Azcárate en la misión que éste cumplía. Azcárate le dejó hacer. Juan Arze era el sargento, y cuando el capitán no estaba y el teniente se hallaba fuera de Tipuani, se convertía de hecho en su único superior.
       La gente se apiñaba junto a Arze, Azcárate y los indios. Metro a metro se unían hombres, niños y mujeres. El run run de los comentarios, los gritos de los muchachos, las preguntas en alta voz de los que se asomaban a las puertas de sus casas ignorantes de lo que sucedía, daban a todo aquello un aire extraordinario, en ocasiones divertido y siempre asombroso. Sin duda estaba formándose un ambiente de tensión. No en balde se hablaba de que había aparecido un placer rico en oro, y aquel sitio estaba en Tipuani y en Tipuani todo el mundo vivía soñando con oro.
       Al fin los indios y la multitud llegaron a las puertas del cuartel. El capitán Ramírez dio orden de que pasaran sólo los indios y los dos agentes policiales. Con toda calma, como quien da una clase a un grupo de niños de escasos conocimientos, el capitán comenzó a hablar con los indios.
       —No tienen nada que temer. Ustedes dicen sólo lo que saben y nada más. No les va a suceder nada. Están en libertad. Ustedes son libres y el gobierno no permite que nadie les haga daño.
       —Sí capitán, no daño.
       —Bueno, pues tengan confianza en mí y díganme lo que sepan de esos señores que sacaron oro.
       El indio de más edad comenzó a hablar. En un español rudimentario fue haciendo una historia simple y cierta de cuanto había sucedido. Cuando iba diciendo que el oro sacado era mucho, Juan Arze interrumpió para dirigirse al capitán.
       —¡Son unos bandidos! ¡Ese chileno es un bandido, capitán! ¡Déme orden de buscarlo y usted verá que se lo saco de la selva y se lo traigo con todo el oro!
       Su mirada era brillante, siniestra. El capitán Ramírez clavó en él sus ojos serenos, como si estuviera estudiándole. Al capitán le molestaba que el sargento interrumpiera cuando él hablaba o cuando oía; le molestaba el acento de pasión personal que había en las palabras del sargento. El capitán estaba preguntándose qué agravios de Pedro Yasic tenía Juan Arze.
       —¿Me hace el favor de esperar que termine este interrogatorio, sargento? —preguntó con mucha finura, pero con mucha autoridad.
       Juan Arze tembló de cólera. También esto iba a la cuenta de Pedro Yasic. ¡Ay de Yasic si a él le daban la orden de perseguirlo! Los policías que presenciaban el interrogatorio de los indios no se atrevieron a mirar al sargento; sabían que se sentía fuera de sí, que las palabras del capitán le habían herido, y no querían darle pretextos para que descargara en ellos su resentimiento.
       Mientras tanto, la multitud engrosaba frente al cuartelillo. Todo el poblado sabía ya que los tres indios estaban siendo interrogados por el capitán Ramírez y cada quien quería conocer los resultados de la investigación. La gente presumía que los indios iban a decir dónde estaba el placer del que Yasic y Barranco había sacado tanto oro, y todos pensaban que donde estuvo ése debía haber más. Se rumoreaba que los indios habían dicho que el placer tenía mucho más oro del que ellos habían sacado.
       La ambición del poblado estaba en marcha. Hombres y mujeres hacían preguntas a gritos a los policías que se asomaban a la puerta del cuartel; docenas de niños corrían de un lado a otro dando saltos y creando mayor confusión y enredo del que ya había. Se veían hombres y mujeres, algunos de bastante edad, y jóvenes y niños de ambos sexos, que llevaban bateas de lavar oro.
       —¡Que digan de dónde sacaron el oro; que lo digan! —gritaban cien bocas.
       El capitán Ramírez levantó la cabeza y pensó durante unos segundos en lo que sucedía afuera. Aquello amenazaba degenerar en un motín, y si sucedía así, iba a necesitar a todos sus hombres, y de ellos el que más miedo inspiraba era el sargento Arze; por tanto, le convenía restaurar la posición del sargento ante sus subalternos.
       —Sargento, haga que esa gente se calle —ordenó.
       Juan Arze estaba de pie a su lado, silencioso y sombrío, todavía colérico, pero no contra el capitán sino contra Pedro Yasic. Ese condenado era el culpable de su situación. Al oír al capitán reaccionó como un autómata y salió a la puerta.
       —¡Cállense ya! —grito estentóreamente.
       Debió haber entrado de nuevo, pero Juan Arze no sabía ponerse límites nunca y cada vez que le tocaba hacer algo se dejaba arrebatar por un impulso incontenible que lo llevaba a ir más allá de lo que le había sido ordenado. Así, en ese momento se metió en la multitud y comenzó a avanzar separando a la gente con manos y codos. Cuando cruzó por entre todos esos hombres y mujeres que gesticulaban, reían y hablaban sin cesar, echó a andar sin que él mismo supiera qué lo dirigía. A medida que avanzaba veía más grupos yendo hacia el cuartel y notaba que las viviendas estaban vacías o sólo había en ellas niños de muy pocos años.
       Sara Valenzuela estaba parada junto a la puerta de su casucha. Ya debía saber la verdad, pues tenía una expresión concentrada y seria. «Ésta debe ser su cómplice y ahora tiene miedo», pensó el sargento. Por nada del mundo hubiera cambiado la diabólica alegría que sintió en ese momento.
       Juan Arze creía que al verle allí Sara Valenzuela iba a perder su aplomo y trataría de ser zalamera con él. «Y cuando se me sonría voy a tratarla como se merece esa desvergonzada», pensó. Pero Sara Valenzuela le miró a los ojos y Juan Arze quedó desconcertado. La mirada de la muchacha era recta, limpia y sin miedo.
       —Viene a darme la noticia ¿no? —preguntó con acento de desprecio—. Pues llega tarde, sargento Arze.
       —Pues entérate entonces de que voy a buscar a tu amigo chileno a la yunga y lo traeré vivo o muerto, respondió él mordiendo las palabras.
       Sara Valenzuela soltó una carcajada muy femenina y muy hiriente.
       —Vaya, está ofendido el sargento porque el chileno resultó más inteligente que él. Le ha dolido el engaño, ¿no?
       También a ella le dolía. Yasic la había engañado y había engañado a su padre. Ninguno de los dos sospechó nunca que Yasic estaba en Tipuani buscando oro. Pero había cierta compensación en saber que el sargento Arze había sido más engañado aun que ellos; y además, entre el sargento y Yasic ella no podía escoger: estaba y estaría siempre de parte de Yasic, hiciera lo que hiciera.
       Juan Arze comentó, con una voz raspante de cólera:
       —Ah, con que tú estabas de acuerdo con él, ¿no?
       Sara levantó la cara, miró a Juan Arze con frío desdén y dijo en forma lenta:
       —Sargento, yo no lo he autorizado a tratarme de tú. Haga el favor de retirarse ahora mismo.
       En el acto entró y cerró la puerta tras sí. Arze no tuvo tiempo de reaccionar. Sintió casi la necesidad de desenfundar el revólver y comenzar a disparar sobre la puerta, pero la imagen del capitán Ramírez despojándole de su arma y de su uniforme apareció ante él como a través de una bruma. El temor al ridículo le llevó a mirar hacia la casucha de María Hinojosa; por suerte no estaba abierta. Maquinalmente dio la vuelta y se alejó.
       Todo ese diálogo había ocurrido en minutos, y en ese tiempo el interrogatorio de los indios había terminado. Cuando Juan Arze se acercaba al cuartelillo vio que la multitud se movía y que al frente iban el capitán Ramírez, algunos policías y los tres indios. Éstos hablaban entre sí y uno de ellos sonreía, tal vez porque hallaba divertida la conmoción que habían producido él y sus compañeros. De entre el gentío, algunos gritaban a otros que contemplaban la escena:
       —¡Vengan, que vamos al río, al sitio donde el chileno sacó oro!
       Muchos agitaban bateas sobre sus cabezas y los niños correteaban y se adelantaban a los demás.
       También Juan Arze corría para adelantarse. El sargento quería estar junto al capitán Ramírez cuando éste decidiera iniciar la persecución de Pedro Yasic. No importaba lo que había sucedido poco antes —la reprimenda que le dio el capitán—; él, Juan Arze, estaba seguro de que si se hallaba presente en el momento de la decisión, el capitán le daría a él la misión de perseguir al chileno. Impulsado por esa convicción, atravesó por entre la multitud y llegó junto al capitán.
       —¿Dónde estaba usted? —le preguntó el capitán sin acortar la marcha.
       —Fui donde los Valenzuela a ver si sabían algo.
       Y para sí: «Me estaba echando de menos. Tengo que estar aquí al lado de él. ¡Ay si yo encuentro a ese chileno! Si lo encuentro, Sara me las va a pagar todas juntas».
       La multitud iba detrás de ellos como de fiesta, y todos hablaban y reían a gritos. Al llegar al placer se lanzarían sobre la tierra picada por los indios, llenarían las bateas y correrían hacia el río, cada uno empeñado en llegar antes que los demás, tropezándose, cayéndose e insultándose. El sargento Arze había visto ese espectáculo otras veces y sabía que se repetiría sin grandes variantes. Si en el lugar había oro, por poco que fuera, antes de tres día habría allí un campamento de chozas hechas con ramas, y tal vez hasta le pondrían un nombre, el nombre de un número como indicaba la tradición, y seis meses después que se hubiera sacado del sitio el último celemín de oro, quedaría en él algún que otro lavador aferrado a la esperanza de dar con un bolsón rico.
       Pero nada de eso inquietaba al sargento. Él iba al lado del capitán Ramírez con su idea fija: que se le diera a él la misión de buscar a Pedro Yasic. Y como para que se ordenara la persecución era indispensable que existiera el placer hoyado a fin de que el capitán Ramírez quedara convencido de que los indios no mentían, Juan Arze iba deseando que el placer apareciera cuanto antes, y que fuera grande, lo más grande posible.
       Así, cuando llegaron y los indios señalaron el terreno picado, él sintió una alegría instantánea y quemante; y en el acto gritó:
       —Capitán, ¡de aquí se han llevado como cien kilos de oro!
       La gente no esperó ni un segundo: comenzó a desparramarse, atropellándose como reses en una estampida. Los que habían tenido la precaución de llevar bateas se tiraban al lugar donde la tierra había sido picada, las llenaban de prisa, a manotadas, y corrían hacia el Tipuani; los que no habían llevado bateas volvían de carrera hacia el poblado para buscarlas.
       —¿Dicen ustedes que había oro aquí? —preguntó el capitán a los indios.
       —Sí, capitán, mucho oro —dijeron dos de ellos.
       —¿Había? —preguntó Ramírez dirigiéndose al que no había hablado.
       —Sí, capitán, mucho oro —confirmó el indio con gesto serio.
       Juan Arze asistía a la escena y sentía todo su ser en ebullición. Vio que el capitán bajó la cabeza durante un momento, como si pensara. Estaba pendiente de lo que él pudiera decir. Cuando el capitán alzó los ojos y los fijó en los suyos, Juan Arze tuvo miedo de que no se decidiera.
       —Sargento —le oyó decir al fin—, vuelva al cuartel, escoja un hombre y busque el mejor baquiano que haya por aquí. Tiene que salir hoy mismo. No lleve a Azcárate, que me hace falta. Esté listo en el cuartel para cuando yo vuelva.
       Juan Arze se cuadró, saludó y dio la espalda. Aunque en los primeros pasos marchaba en forma casi natural, su prisa era tal que a partir de los diez metros comenzó a correr.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora