Capítulo VIII

421 10 0
                                    

       Hasta el río llegaban los rumores del cerro, que se agregaban a los sonidos suaves de la selva y del agua. El Tipuani tenía un murmullo metálico al chocar, haciendo rizos leves, con los maderos de la balsa. Alguna que otra luz perdida se reflejaba en el río, pero la noche era espesa de tan negra. No parecía la noche apropiada para anteceder a un día tan importante en la vida de Salvatore. Bocarriba, los ojos abiertos, la cabeza llena de imágenes sonrientes, Salvatore se agitaba en cambios súbitos, que iban de una alegría amarga de tan profunda a un escepticismo dulce de tan destructor.
       Como no había llegado a las dos de la tarde sino a las cuatro, Yasic no estaba esperándole, y como no había tenido la precaución de preguntarle al chileno su dirección ni Yasic había mencionado a nadie que pudiera decirle donde vivía, Salvatore Barranco había pasado unas horas de verdadera desilusión, hasta que a eso de las seis, cuando retornaba desalentado a la balsa, se encontró con Yasic que volvía hacia el cerro tras buscarle en la orilla del río.
       Salvatore no podía dormir. ¿Sería verdad lo que le había dicho Pedro Yasic? ¿Hablaba verdad ese chileno que parecía tan dueño de sí? Y si no era verdad, ¿por qué le decía esas cosas a él, Salvatore Barranco, que tenía tan poco que perder? Si todo era cierto, pronto tendría oro, oro para dejar atrás la selva, para vivir en uñó ciudad donde hubiera gente como él, hombrea con quienes hablar de negocios, de política, periódicos que leer, automóviles para moverse, y no balsas, no más balsas, nunca más balsas.
       Su balsa tenía olor de pieles podridas. Siempre olía a podrido y a cocodrilos. Ya él tenía metido en lo_ huesos ese olor indescriptible de las piales que empiezan a secarse, mezcla de carne en descomposición, de grasa rancia y de sal, y sobre todo tenía en el alma el olor de los cocodrilos, animales inmundos y feos. «Y bueno», pensó de pronto, dejando a un lado los saurios muertos, «¿por qué iba a mentirme Pedro Yasic si mañana sabré la verdad?».
       Salvatore Barranco despertó esa noche cuatro veces, agitado por la sensación de que ya amanecía y de que iba a llegar tarde a la cita. Yasic, en cambio, despertó sólo una vez, y fue cuando llegó la hora de levantarse para irse.
       El sol del invierno no había salido todavía y de seguro muy poca gente estaba de pie en el cerro. Se oyó el canto lejano de un gallo y a poco el chillido de un papagallo. Un perro ladró cerca. Muy baja, Pedro percibió la voz de Sara que hablaba con el padre.
       —Parece que Pedro sale hoy temprano —dijo.
       Al bajar del cerro, de pie en el camino, le esperaba Salvatore Barranco, con la barba un tanto crecida y los ojos brillantes. Yasic no se detuvo y cambiaron los buenos días andando.
       —¿No hay temor de que encontremos gente por aquí? —preguntó Barranco, a quien le bullía ya el miedo de fracasar que se le había contagiado de Pedro Yasic en una sola charla.
       —No. Parece que este camino se usó hace algunos años para ir a un campamento de lavadores que fue abandonado hace tiempo.
       Al cabo de unos pocos pasos más, volvió a hablar Barranco.
       —Usted me dijo que podríamos sacar veinte kilos.
       —Y veinticinco también, lavando dos hombres nada más. El problema no está en la cantidad de oro sino en sacarlo sin que nadie se dé cuenta.
       —¿Pero usted ha comprobado que hay esa cantidad?
       —Confíe en mí, Salvatore. Hay oro, esa cantidad y toda la que se quiera. El problema no está en el oro sino en sacarlo de esta región. Si no podemos salir de la selva no vale la pena comenzar el trabajo.
       —Bueno, yo le aseguro que saldremos de la selva.
       —Siendo así, lo demás corre de mí cuenta.
       —Si hay que hoyar, mis lecos pueden hacerlo —apuntó Barranco.
       —¿Sus lecos? ¿Cree que voy a confiarme en esos pobres indios que no saben lo que hacen? Para ese trabajo traje tres indios del Altiplano, tres indios serios y acostumbrados a labores rudas.
       —¿Pero usted vino de La Paz con la idea de sacar el oro?
       —Claro. De otra manera no hubiera venido a Tipuani. Yo sabía donde estaba el oro.
       —Ah, el secreto de que me habló en casa de míster Forbes.
       —Sí, el secreto de que usted se rio. Me lo dio mi tío, un hermano de mamá; un tío a quien no veía hacía treinta años, desde que yo tenía seis. Murió en La Paz, hace pocos días.
       —Buena herencia. Hay gente afortunada.
       Pedro dejó la alusión sin repuesta. Ya iba saliendo el sol.
       Al rato, Salvatore, que sentía necesidad de hablar, dijo:
       —Desde luego, los indios ésos que usted trajo serán los lavadores.
       —No; picarán tierra y palearán nada más. Sólo usted y yo lavaremos.
       «Demonios», pensó Barranco, «este hombre lo tiene todo pensado».
       El sol ascendía lentamente sobre sus espaldas y se veían bandadas de pájaros cruzando en todas direcciones. Aunque sólo las pisadas de los dos hombres producían ruidos en aquella soledad, había, sin embargo, una sensación de sonoridad en el aire, algo que llegaba de todo el paisaje a través del oído como un mensaje de movimiento naciente. De pronto Yasic señaló con su brazo izquierdo y dijo:
       —Aquella piedra gris es la primera señal. ¿Cree usted que podrá verla desde el río?
       Barranco se detuvo y observó.
       —Va a ser difícil porque veo una arboleda en la orilla del río. Pero más o menos puedo situar el sitio por la distancia.
       —Por la distancia no va a ser fácil. Fíjese que nosotros hemos caminado casi en línea recta y el río, en cambio, da varias vueltas antes de llegar frente a la piedra. A partir de este lugar donde estamos el río tiende a ir hacia allá —y Yasic señaló con la mano al este— y nosotros hacia acá —y señaló al sudeste—, y esto es muy importante porque el cerro de que le hablé está quizá a dos kilómetros de la orilla del río.
       —Pero si el cerro es el punto de referencia, lo veré desde el río de todas maneras si tiene más de cien metros, como me dijo usted. Aunque no vea la piedra, veré el cerro.
       —Sin embargo, es importante tomar la piedra como primer punto. Puede ser que cuando usted llegue esté nublado o lloviendo.
       «Este demonio de hombre piensa en todo».
       —Despreocúpese, Yasic. Yo sé ya donde está la piedra aunque no la vea desde la balsa. Navegando por estos ríos uno se acostumbra a la idea de las distancias.
       De pronto Yasic dijo:
       —¡Mire el cerro, mírelo allá!
       Sí, allá estaba. Era un ribazo, y aunque entre él y el río se veían manchas de árboles, Barranco estaba seguro de que situaría su posición correctamente.
       —Desde aquí le vemos el lado que da al este, pero desde el río se ve amarillo rojizo, porque en alguna época el río pasó por allí y lo cortó en dos. Si recuerda bien ese detalle, lo localizará con seguridad.
       —Confíe en que lo localizaré, Yasic.
       —Tiene que estar seguro de que su balsa llegará frente al cerro. La balsa tiene que estar amarrada a nuestra vista. Si no es así no habrá oro. Yo no voy a correr el riesgo de llevar ese oro al cerro.
       —Pero si hay necesidad, puede hacerse. Nadie registra mi balsa. Yo tengo años en esta región y todo el mundo sabe que no negocio con oro.
       —A usted lo conocen, pero a mí no.
       —Mire, Yasic, yo no estoy muy al tanto en esas cosas, pero tengo entendido que en esta región no registran a nadie. Los registros se hacen en Sorata, en Guanay, en las salidas hacia el Altiplano y hacia la selva.
       Pero Yasic no quiso contestarle. A él no le gustaba tentar al destino. El oro del Tipuani tenía un precio —a razón de sesenta bolivianos por dólar— y había que venderlo al Banco Minero; al que le cogían oro encima, se lo quitaban. En La Paz, el dólar se vendía a mil doscientos bolivianos —veinte veces más—, y él sacaría el oro del Tipuani aunque tuviera que arriesgar la vida. Ahora tenía casi en la mano la oportunidad de probarle a su mamá que era él, y no Federico, el hijo que iba a sacarla de Puerto Montt, el que iba a comprarle una casa en el Barrio Alto de Santiago. «No le he escrito a mamá diciéndole que tío murió», pensó.
       —En los años que tengo aquí, nunca me han registrado la balsa.
       Pedro oía a Salvatore, pero Salvatore no sabía que él tenía un hermano menor llamado Federico, y que su mamá había querido siempre a Federico más que a él, y no sabía que había un hombre llamado Juan Arze, el sargento Arze, a quien le relampagueaban los ojos cuando lo veía, y que Juan Arze le vigilaba. Su mamá ayudaba a Federico para que éste aprendiera más de prisa; Pedro lo sabía, lo había sabido siempre, y Federico llegó a ser abogado y trabajaba en Santiago. Pero era él, Pedro, no Federico, el que iba a comprarle una casa en el Barrio Alto a su mamá.
       —Créame, Yasic, yo no tengo miedo de que me registren.
       —Usted no lo tendrá, pero yo sí, Salvatore, y no voy a apartarme de mi plan ni una pulgada. Lo he pensado mucho y vamos a hacerlo como lo he pensado. Usted trae su balsa aquí, lavamos juntos todo el tiempo que haga falta, tomamos la balsa de noche frente al cerro ¿Y quién va a figurarse que en esa balsa vamos usted y yo cargados de oro?
       —El plan es bueno —admitió Barranco.
       —Tiene que traer una piocha y dos palas; no olvide eso. Tiene que traer también una batea. Debe comprar esas herramientas hoy, cuando vuelva al cerro, y debe dejar bien clara la idea de que las quiere para venderlas por allá, por donde usted vive. Nadie deberá pensar ni que son para mí ni que usted va a lavar oro. Si las compro yo van a sospechar de mí.
       Eso podía ser verdad o no ser verdad, pero lo que sí era cierto era que ya Pedro Yasic andaba escaso de dinero y no quería gastar en equipo. Lo que le quedaba lo tenía destinado a comprar comida para los indios y para él mismo, y sobre todo a comprar las medicinas sin las cuales no se internaría en la selva; aspirinas, sulfas, penicilina, suero antiofídico, jeringuilla, agujas, alcohol, vendas; y además, fósforos, aceite, sal. Había resuelto que si se le prolongaba la estadía en Tipuani más de un mes, no le adelantaría el otro mes a Valenzuela. «Se lo pagaré en Chile si nos vemos allá algún día. O quizá en el infierno. No, si hay infierno el pobre Valenzuela no irá a él. Es un santo».
       —Ahora ya no se ve el cerro —dijo Barranco.
       —Esos árboles lo tapan —explicó Yasic—, pero cuando lleguemos al pedregal, esas líneas grises que brillan allá, ¿las ve? , entonces no habrá obstáculos porque ahí no hay árboles.
       Salvatore se volvió un momento para mirar a Yasic de perfil. Le molestaba que Yasic tuviera los detalles estudiados, que no dejara nada al azar. Él no podría vivir mucho tiempo con un hombre así. Harían juntos el cruce de la selva, porque un negocio es un negocio y se debe ser leal hasta el último momento, pero tan pronto salieran de la selva se separaría de él.
       Durante un buen rato caminaron en silencio. El sol era fuerte y reverberaba en las piedras. Cruzaban por un lugar que estaba al nivel del río y se veían aquí y allí pequeños pantanos, manchas de piedras, de arenas, de yerba y de matojos. A la derecha, una cinta de árboles a veces interrumpida marcaba el curso del Tipuani; al fondo, tan lejos que parecía más una ilusión óptica que una realidad, estaba la Cordillera, cuyos blancos picos se perdían en las nubes.
       —Ya estamos llegando —dijo Yasic.
       Efectivamente, desembocaron de pronto en un claro desde el cual se veía el río a un lado y el cerro al otro.
       —Ahí tiene usted el lado pelado del cerro —explicó Yasic.
       Salvatore Barranco observó en silencio el lugar; miró hacia el cerro y hacia el río. Ahí estaba la mancha amarilla, casi roja, del lado del ribazo desmontado por las aguas.
       —Está bien —dijo—. Amarraré la balsa —y señaló hacia el río.
       —Escondida —explicó Yasic—, bien escondida para que no vaya a verla alguno que pase.
       —Sí, comprendo.
       Barranco seguía mirando circularmente todo lo que le rodeaba. Quería estar bien seguro de no equivocarse, sobre todo porque debía viajar de noche, y de noche se pierden los puntos de referencia.
       —Venga —dijo Yasic.
       Caminando en dirección al río, seguido a dos pasos por Salvatore, el chileno se dirigió al hoyo que habían hecho sus indios el jueves anterior. Allí estaban las ramas, tal como Yasic las había dejado, y aunque las hojas se habían secado, las ramas disimulaban el agujero. Pedro Yasic se inclinó para levantar las ramas y de pronto Salvatore saltó sobre él, le sujetó un hombro y lo empujó hacia atrás con violencia al tiempo que gritaba:
       —¡Cuidado, es una talla!
       Yasic alcanzó apenas a ver un cuerpo fino, reptante, de color entre gris y café claro, que ondulaba y se escondía en la maleza vecina.
       —¿Qué es? —preguntó sin que se le notara la menor sorpresa.
       —Una talla. Es una de las culebras más peligrosas de toda la selva. No sabía que las había aquí, pero en el Beni las hay a millares ^explicó Barranco.
       Yasic no se impresionó ni con las palabras ni con la expresión de asombro que tenía el italiano. Al fin y al cabo él era de Chile, donde no se conocen las culebras venenosas; y además, Pedro Yasic no temía a nada que pudiera causarle daño físico, ni aun la muerte.
       En cambio Salvatore estaba desconcertado. No comprendía la impasibilidad de Yasic, su frialdad ante el peligro que había corrido. Ellos no llevaban suero antiofídico y si la talla hubiera mordido a Yasic no habría habido tiempo de ir a Tipuani y volver con el suero. Justamente cuando pensaba eso vio a Yasic avanzar de nuevo hacia el hoyo y coger otra rama.
       —¡Espere, que el macho puede estar ahí! —gritó abalanzándose sobre Pedro.
       Éste se volvió con escalofriante tranquilidad.
       —¿Y cómo sabe usted que la que salió era la hembra? —preguntó con el acento más natural del mundo.
       Salvatore quedó confundido. Su confusión duró tal vez un segundo, pero era profunda. Se sentía a la vez avergonzado de haberse dejado dominar por sus nervios y asombrado por la actitud de Yasic. En un instante pasó de la vergüenza y la confusión a algo que no podía definir, pero que podía ser un principio de admiración hacia Yasic y al mismo tiempo podía ser sensación de seguridad. Pues sin duda el hombre que tenía esa impasibilidad ante el peligro era de fiar cuando hablaba de sacar oro abundante, y el oro representaba para Salvatore Barranco un porvenir tranquilo.
       —Yo no sé de culebras —explicó, tal vez con el deseo de que Yasic no se burlara de él en el fondo de su alma—, pero los indios dicen que cuando están juntos hembra y macho, la que huye primero es la hembra.
       Pedro Yasic no hizo comentario. Quitó las ramas y miró. En el hoyo no había culebra ni hembra ni macho; lo que se veía allí era las dos piochas, la pala, el machete, la batea. Las herramientas tenían encima un moho claro, de color vivo. Yasic se tiró al hoyo, sacó los hierros, después extrajo alguna tierra y dijo:
       —Vaya llenando la batea con esta tierra, Salvatore.
       Una vez terminado este trabajo los dos se fueron al río. Pedro Yasic iba delante, en dirección al mismo lugar donde había lavado oro el jueves anterior. Al llegar se puso en cuclillas al borde del agua y comenzó a mover la batea. Lo hacía con seguridad, como si hubiera sido un experto. Barranco, mientras tanto, lo observaba de pie a su lado.
       En diez minutos no quedaba ni tierra ni piedrecillas ni arena en la batea, y en el centro apareció oro, polvo fino brillante y una pepita poco mayor que un grano de arroz. Yasic cogió esa pepita y se la pasó a Salvatore. Éste se la puso en la palma de la mano y la observó cuidadosamente. Se le salían los ojos mirándola. Sin duda eso era oro o se le parecía mucho.
       Pero el alma de Salvatore Barranco era pendular; oscilaba siempre de un extremo a otro. Le era imposible dominar la tendencia de ver instantánea y dramáticamente el lado negativo de todas las cosas.
       —¿Y cómo cree usted que sacando esta pequeña cantidad en cada lavada vamos a reunir veinticinco kilos en pocos días? —preguntó.
       Al hablar, su tendencia hacia lo negativo se hacía más fuerte; parecía empujarla con sus propias palabras, y cuando terminó se sentía ya presa de un escepticismo sombrío. Yasic notó que los ojos le brillaban con un resplandor entre sarcástico y colérico.
       —No —le respondió Yasic como sin dar importancia a lo que había oído—. Lavando esta cantidad no sacaremos veinticinco kilos ni en seis meses.
       A Salvatore le pareció increíble lo que oía. De manera que el chileno estaba burlándose de él; que todo lo que había dicho hasta ese momento había sido una burla gigantesca. No era posible que él tolerara esa burla tan grosera y tan inmerecida. Pero estaba paralizado por la sorpresa y antes de tomar una determinación, mientras ganaba tiempo, preguntó:
       —¿Entonces?
       —Esto es sólo una prueba —explicó Yasic mirándole a los ojos—. El oro no está en ese hoyo; el oro está cerca de aquí, pero no en este lugar.
       Salvatore Barranco quedó desconcertado.
       —Pero usted me había dicho… Creía que era… No sabía…
       —Claro que no sabía —le atajó Yasic—. No lo sabe nadie más que yo, ni aun los indios que traje de La Paz. Pero ahora usted sabe más que ellos, puesto que acabo de decirle por lo menos que el oro está en otro lugar. Y no es oro en polvo y pajas, como éste, sino en granos, y de veintidós kilates, para que lo sepa.
       A seguidas Pedro metió la batea en el agua, la sacudió, se puso de pie y echó a andar.
       —Usted encárguese de comprar hoy mismo las herramientas, como le dije, y al llegar a su casa póngase a coger nutrias inmediatamente, y prepare las pieles para hacer fundas con ellas.
       Vamos a llevarnos el oro en fundas de nutrias. ¿Qué le parece?
       «Piensa en todo este hombre. Lo tiene todo estudiado».
       —¿Cuántas fundas de nutrias cree usted que vamos a necesitar?
       —Hágase sesenta, por si acaso.
       —¿Sesenta? Eso significa por lo menos sesenta pieles de nutria. Eso vale un capital, Yasic.
       Pedro Yasic volvió la cara hacia su compañero y aclaró:
       —¿Capital? ¿Se le ocurre comparar su valor con ocho kilos de oro, que es lo menos que le tocará a usted?
       —¿Ocho kilos? —preguntó Salvatore casi a gritos.
       —Ocho kilos, sí, y diez si sacamos treinta kilos.
       —Ocho kilos, diez si sacamos treinta —repitió Salvatore como para sí solo.
       Siguieron caminando. Sus pisadas levantaban en las piedrecillas sonidos raspantes, y fuera de esos sonidos sólo se oía el de la brisa en los árboles lejanos. Atrás corría el Tipuani, y a lo lejos, hacia el lado derecho, la gigantesca mole de la Cordillera parecía desvanecerse en el aire.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora