Capítulo IV

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     Era domingo, y hasta en la selva se notaba. Había esa luz y esa paz que sólo se halla en los domingos. Navegando por el Mariapo, sobre todo, la paz se respiraba en el aire húmedo, a veces bien oliente, que mecía la enorme masa de árboles; en el vuelo silencioso de los pájaros que pasaban en bandadas o solitarios, y hasta en la lentitud con que iba desenvolviéndose la corriente de agua, en cuya superficie se reflejaba, temblando, el intrincado y verde follaje que cubría las orillas.
       La vivienda del viejo Forbes estaba levantada en un ribazo, a poca distancia del río. Había sido construida sobre troncos sin descortezar y la rodeaba un cerco de maderos clavados a postes puntiagudos. El cerco debía cubrir unos cinco mil metros cuadrados. Por la parte de afuera, a todo alrededor de la propiedad, la selva había sido desmontada en un ancho apreciable, de manera que ningún árbol metía sus ramas en el terreno de Alexander Forbes. El trecho desmontado estaba libre hasta de arbustos y Pedro Yasic pensó que el objeto de esa limpieza era aislar la casa de las alimañas de la selva. Más tarde, en medio de la conversación, el viejo Forbes le explicó:
       —Oh, no; es necesario limpiarlo siempre porque si usted descuida ese detalle la selva se traga la casa en poco tiempo. Usted no puede imaginarse cómo avanza ella sobre todo lo que no es natural. En cuanto a los animales, no es posible evitar que arañas, culebras y hasta monos se metan en la casa.
       El viejo escocés vivía tal como era. Para él nada debía tener complicaciones y por lo mismo su manera de vivir debía ser sencilla. Aunque había mandado recado a Pedro Yasic para que aprovechara el viaje de su balsa, que había ido a Tipuani en busca de provisiones, no había preparado nada especial para recibirle. Yasic le halló en camisa, de pantuflas, sin afeitarse, esperándole al pie de la escalera que conducía a la vivienda.
       La conversación comenzó sin interés particular. Pedro Yasic no quería demostrar que deseaba aproximarse al alma de su nuevo amigo. Esperaba que hablando descubriría sin esfuerzo la intimidad del viejo botánico. Alexander Forbes parecía cándido, y así se lo había recomendado el cónsul chileno en La Paz; por otra parte, Yasic sabía que en el mundo había alguna gente ingenua, pero nadie lo convencería de que ese tipo de personas se encontraba en la selva. A la selva, según su criterio, se iba o huyendo de algo o a buscar riquezas. Por eso, cuando tuvo la primera oportunidad de tratar el tema, dijo como al descuido:
       —Parece que muchos extranjeros, sobre todo europeos como usted, han venido a la selva atraídos por leyendas de minas de oro.
       Míster Forbes no le concedió importancia a esas palabras. Las contestó con la misma naturalidad con que hubiera respondido a una pregunta sobre el tiempo.
       —Algunos sí, y a menudo vienen a molestar con el tema de las minas. Pero también hay otros que llegaron en la época del caucho, que era una especie de oro vegetal, y se han quedado a pesar de que el caucho dejó de tener valor. ¿No ha oído hablar de los hermanos Petit?
       —No —respondió Yasic de la manera más honrada, porque en verdad no tenía la menor idea de que hubiera unos hermanos Petit.
       —Pues son dos hermanos con una historia muy interesante. Al principio eran tres, y de ellos, los dos mayores eran gemelos. Vinieron aquí siendo jóvenes. Los dos que quedan viven ahora al norte de Rurenabaque, hacia el río Madidi. Su historia es verdaderamente poco común.
       Pedro Yasic no sintió marcados deseos de conocer esa historia, pues tratándose de gente de edad y con muchos años en la región, debían contar ya con medios de vida estable y poco interés podían tener en asociarse a él en una aventura peligrosa, por mucho provecho que pudiera sacarse de ella. Sin embargo, como necesitaba conocer a fondo el alma del viejo Forbes —porque tal vez ese viejo escocés podría ser su cómplice—, lo animó a hablar.
       —Cuente esa historia, míster Forbes.
       Míster Forbes respondió que de todas maneras iba a contarla, puesto que a él le parecía excepcional, y como era del conocimiento de todo el mundo en aquella región, no cometería indiscreción al relatársela a Yasic. Por lo demás, según explicó, él no tenía el menor propósito de penetrar en vidas ajenas ni eso le importaba. El asunto era para él interesante, pero absolutamente impersonal.
       —¿Entiende, señor Yasic?
       —Sí entiendo, míster Forbes.
       Aclarado ese punto, Forbes explicó que los hermanos Petit eran franceses. Primero llegó a la selva uno de los gemelos: a los tres años mandó buscar al gemelo y al hermano menor. Los gemelos eran extraordinariamente parecidos. No había detalle que permitiera identificarlos a primera vista. La madre los conocía, según contaban ellos mismos, pero ni aun la propia madre sabía decir cómo los distinguía. El padre no podía hacerlo y se equivocaba cinco veces de cada diez. Al hermano menor le sucedía otro tanto.
       Los gemelos eran altos, delgados, de frente huesuda y curva, ojos azules y nariz aguileña. Ambos eran fieros, duros y sin escrúpulos. No se sabe a cuántos infelices indios mataron en la selva. El tercero no se les parecía ni en la figura ni en el carácter: era bajo, mantecoso y tranquilo.
       El segundo de los gemelos llegó a la selva casado con una austríaca, mujer menuda, rubia, de ojos verdes, dulce y coqueta. Los tres hermanos vivían juntos.
       —En una casa como ésta —explicó el viejo Forbes señalando con un movimiento circular de su brazo derecho toda la vivienda—, aunque más grande y menos fuerte.
       Un día hubo necesidad de atender dos negocios diferentes en dos puntos distantes. El hermano menor salió a ver una hacienda de reses en la ribera derecha del río Beni y el gemelo casado fue a San Carlos, en dirección oeste. La austríaca no sabía a qué distancia estaba San Carlos, de manera que no le sorprendió la llegada de su marido a media noche. A esa hora su marido estaba a medio camino; todavía necesitaba un día para llegar a San Carlos y dos para volver.
       El gemelo mayor, pues, llegó a media noche y se metió en la cama de la mujer sin que ella notara que estaba sustituyendo al marido.
       —Y cuando el marido retornó de San Carlos, ¿qué hizo? —preguntó Yasic, intrigado por la situación.
       —Llegó de sorpresa, bajo una lluvia, y halló a su hermano metido en la cama con su mujer. Quedó tan anonadado que no pudo decir una palabra; salió de la casa y se pegó un tiro.
       —¿Y el menor?
       —No se hizo cargo del cambio sino al cabo de algún tiempo, cuando el propio hermano se lo dijo. Ya para entonces la austríaca sabía la verdad, que fue descubriendo por sí misma porque había detalles íntimos que le llamaron la atención. ¿Pero qué podía hacer ella? Ahí están los tres, viejos y olvidados del mundo.
       Pedro Yasic convino en que a veces se producen hechos raros. Lo que no podía explicarse era que se debieran al deseo de conquistar una mujer.
       —Admito otras razones; por ejemplo, la lucha por la riqueza. Aquí está usted, viviendo en este lugar apartado. Pues bien, yo no puedo comprender que usted haya venido a la selva por gusto, porque nadie escoge un sitio como éste por puro placer. Me han hablado de algunos que han llegado en busca de oro, y eso sí lo entiendo. ¿Qué le trajo a usted a la selva, míster Forbes?
       Nadie hubiera podido notar la intención oculta en la pregunta, y mucho menos Alexander Forbes, pues el viejo Forbes no hallaba intención oculta en lo que dijeran otros hombres debido a que él hablaba siempre sin tapujos.
       —No, amigo —dijo—; yo vine a la selva por una razón sentimental.
       «Ah, demonios. Estoy perdiendo mi tiempo. Éste vino huyendo de un fracaso de amor. ¡Qué ridículo!».
       Yasic pensaba así mientras Forbes se encaminaba hacia una mesa que se hallaba en un rincón de la espaciosa habitación en que se encontraban él y su huésped. Antes de que pasara a contar la historia de los hermanos Petit, Forbes había estado hablando de cierta mezcla de cerveza y pisco que nadie en el mundo —habían sido sus propias, candorosas palabras— hacía como él. Dijo que quería que su visitante probase esa mezcla, y cuando respondió a la última pregunta de Yasic lo hizo ya de pie, mientras se dirigía a la mesa.
       La habitación ocupaba todo el lado izquierdo de la casa; allí estaban los contados muebles que el propio dueño había hecho; en un rincón, un estante con unos cuantos libros; en el centro, una mesa baja con revistas inglesas y norteamericanas, periódicos ingleses, pipas y tabaco en lata; en otro rincón, la mesa donde guardaba los licores y algunos platos, vasos y trastos de comer. A esta última se encaminó, cogió una botella de pisco y entonces recordó que todavía no habían subido la cerveza que había llegado esa mañana de Tipuani. «Estos lecos se olvidan de todo» pensó.
       El viejo Forbes se dirigió al balcón que daba al río —pues la casa tenía otro en la parte de atrás—, y allí gritó:
       —¡Chuami, trae cerveza de la balsa!
       Mientras el leco subía la cerveza, Alexander Forbes retornó al centro de la habitación, tomó asiento, una pipa, metió la mano en la lata de tabaco y comenzó a llenar la pipa. Aún así, sentado, sus movimientos eran graciosos, como de osezno. Pues eso parecía Forbes, a pesar de su edad: un oso de pocos meses. Esa gracia estaba no sólo en la forma cómo movía los cortos brazos y las piernas, sino también en el rostro, de corte redondo, y en los ojos de color claro, que tenían una expresión constante de inocente picardía.
       Pedro Yasic sabía que el viejo Forbes iba a comenzar su historia. En ese momento llegó el leco con algunas botellas de cerveza; las puso en la mesa, y míster Forbes siguió con la vista sus movimientos. De manera muy leve, que hubiera sido imperceptible para un observador menos atento que Pedro Yasic, los ojos del viejo Forbes cambiaron de expresión bajo los cristales de los lentes.
       —Vine a la selva en busca de mi hijo —oyó decir Yasic.
       Era muy difícil que Pedro Yasic se sorprendiera. Lo esperaba todo a un mismo tiempo y en cada momento de su vida; esperaba siempre alguna cosa^ y su contraria. Pero no esperaba una respuesta así. Se explica, pues, que se sintiera sinceramente asombrado, y hasta deslumbrado por todas las posibilidades que entrevió. «Ése es el hombre que yo necesito, el hijo de este viejo, que debe ser joven y atrevido», pensó a toda prisa, mientras preguntaba con ansiedad:
       —¿Pero vive aquí su hijo?
       —No vive: desgraciadamente no vive aquí ni en ninguna parte —oyó decir.
       —¿Murió?
       —Desapareció en la selva.
       —¡Qué desgracia!
       Pero no lo decía por Forbes ni por el hijo, sino por él, que con esa mala noticia perdía un posible cómplice, un hombre joven y conocedor de la selva, seguramente ambicioso, con quien hubiera podido entenderse en quince minutos.
       —¿Se perdió en busca de alguna mina? —preguntó.
       El viejo Forbes se levantó de nuevo para ir a preparar la mezcla de cerveza y pisco. Algo tenía que nacer para sacudir aquellos recuerdos que le asediaban, aunque sólo fuera moverse por la espaciosa habitación. A medida que iba caminando iba hablando.
       —No. Es otra historia, amigo Yasic. Mi hijo no buscaba oro. Yo enseñé a mi hijo a buscar lo bueno, lo bello, no el oro. El oro mancha el corazón de la gente; la belleza lo hermosea, ¿comprende?
       Yasic oía, pero no comprendía. ¿Cómo puede adquirirse lo bello si no es con riqueza? ¿Qué cosa bella no tiene un precio en oro?
       —Mi mujer —explicó Forbes mientras vaciaba pisco de la botella en una vasija de barro— pensaba como yo e influyó mucho en la educación de Alexander. Oh, era un muchacho inteligente, bondadoso y fuerte. Tenía veintiséis años cuando dejó Inglaterra para venir. Nunca volvió. Su madre murió con el dolor de no verle más.
       —Lo siento, míster Forbes. Consuélese pensando que también hubiera podido morir en la guerra.
       —Yo estoy consolado. Él murió buscando algo hermoso y útil. Murió por la ciencia. La muerte es inevitable, Yasic. Sólo siento que su madre sufrió mucho.
       Durante un momento Pedro Yasic prefirió no hablar y el viejo Forbes calló. Atendía a la mezcla, que estaba haciendo ya. Removió la cerveza y el pisco con una cuchara de madera; después tomó la vasija de barro y la llevó a la pequeña mesa del centro, dejó allí la mezcla y tornó a la mesa grande para coger dos vasos. Cuando estuvo sentado de nuevo, dijo:
       —Alexander vino a la selva en busca de una ciudad perdida.
       —¿Una ciudad perdida? —preguntó Yasic con curiosidad.
       —Sí, una ciudad que está en algún lugar de la selva, nadie sabe donde. Puede ser una leyenda, pero Machupichu era desconocida hasta hace relativamente pocos años; nadie conocía su existencia y ahí está ahora. Mi hijo hubiera rendido un gran servicio a la ciencia si hubiera descubierto el emplazamiento de esa ciudad, puesto que se supone que corresponde a una etapa intermedia entre la civilización amazónica y la andina. Hay quien crea que la cultura andina llegó desde la selva. Y usted, ¿qué piensa de ello?
       Yasic no pensaba nada acerca de civilizaciones. No le interesaba ninguna ciudad perdida, a menos que en ella hubiera oro. Le interesaba su plan, lo que él había ido a hacer a Tipuani, y visto que el hijo de míster Forbes ya no vivía, le daba lo mismo que hubiera muerto buscando la dichosa ciudad o cazando jaguares. Sin embargo, para no despertar sospechas en el viejo Forbes —«ya no voy a sacar nada de él, y es mejor que no sospeche de mí»—, preguntó, refiriéndose al hijo perdido.
       —¿Andaba solo?
       —No; con él desapareció también otro joven, un alemán amigo suyo, y probablemente todos los indígenas que les acompañaban.
       Mientras bebían la mezcla de pisco y cerveza el viejo Forbes contó a Yasic su odisea en la selva tras las huellas del hijo, años después de haberse éste perdido. Había pasado bastante tiempo, porque en el intermedio estalló la guerra, se perdieron los contactos con un hermano del joven alemán, que pensaba viajar con Forbes en busca del hermano, murió la señora de Forbes, en una noche en que Londres estaba siendo bombardeada en forma implacable. Una vez terminada la guerra, el viejo escocés lo vendió todo, abandonó Inglaterra y se internó en la selva. Al cabo de larga búsqueda se quedó en el Mariapo. Llegó a convencerse de que su hijo no aparecería jamás.
       Ahora bien, Alexander Forbes no era hombre de mirar hacia atrás. Su temperamento y su educación se habían combinado para producir en él al escocés que sabe poner cara sonriente al infortunio. Él se la puso, y en un minuto, sacudiendo sus recuerdos, volvió a la realidad.
       —Quiero enseñarle algo interesante —dijo a Yasic.
       Además de la habitación en que se hallaba, especie de salón rústico, la casa tenía tres más: una era el dormitorio del dueño, otra el dormitorio de los huéspedes; en la otra estaba lo que Forbes llamaba «el laboratorio». En esta última la luz era escasa; sobre las telas metálicas de las ventanas el viejo botánico había colocado telas ligeras de color verde. Ahí, en largos tableros, había numerosas redomas de cristal, cada una con una tarjeta amarrada al cuello, y en las tarjetas, escrito a tinta, el nombre de la orquídea cuya semilla se había puesto en la gelatina que había en el fondo de la redoma, y además, un número y una fecha.
       —Esa fecha es para saber cuánto tiempo tardará en germinar cada tipo, y tengo algunos muy raros. Hago cruzamientos con especies nuevas que he conseguido en la selva. He logrado dos tipos nuevos; uno lleva el nombre de mi mujer, otro el de mi hijo. Pero todavía tardarán bastantes años en hacerse populares. ¿Ve esa redoma? Estoy tratando de conseguir ahí una flor única en el mundo, una orquídea de color oro con puntas blancas. Ahora no se ve nada en el fondo de la redoma, pero dentro de siete años será una planta. Trabajo también en conseguir una especie que pueda vivir al aire libre en climas no tropicales. Es muy difícil, pero si lo consigo dejaré mi nombre en la historia.
       Pedro Yasic le oía y pensaba: «Siete años. Dentro de siete años será una planta. Eso se llama idiotez». En alta voz preguntó:
       —¿Y qué hace luego con esas flores?
       —¿Qué hago? Pues las vendo, se venden muy bien vendidas, amigo Yasic. Las mando a La Paz en avión; de ahí a Londres, a Amsterdam. ¿De qué cree que vivo, pues?
       «Ah, vive de flores el pobre diablo. He hecho un viaje inútil. Pude haber aprovechado el día en algo mejor».
       —Esto es belleza, amigo —exclamó Forbes en un rapto de entusiasmo—, belleza y paz, las dos cosas que el hombre debe buscar en este mundo. Todo eso del oro y del poder son complicaciones que nos hemos creado. No necesitamos ni oro ni poder; nos basta con la belleza y la paz del alma. Aquí, buscando a mi hijo, yo hallé la paz y me dedico a crear belleza.
       Y era cierto que Alexander Forbes había hallado la paz. Pero la paz en medio de la vida, porque la selva está llena de una vida intensa, que va produciéndose según su propio ritmo, en silencio, con violencias que están reguladas por la ley natural y por tanto no sorprenden. La culebra muerde y envenena, y no puede esperarse de ella otra cosa; el jaguar y el puma matan para comer, y todos lo saben, al extremo de que los animales que son sus víctimas habituales adquieren desde pequeños la noción de que deben huir del jaguar y del puma. Ésa es la ley, que se acata siempre. En cambio no es ley que el hombre mate para despojar a otros hombres o cause sufrimientos, y mata y hace sufrir. En la selva se puede confiar, porque se sabe que el árbol crece, que la piraña devora cuando ve sangre, que la anaconda asfixia al pécari, y que ni el árbol ni la piraña ni la anaconda actuarán en forma diferente.
       Alexander Forbes se había acostumbrado a la selva. Podía distinguir desde su casa cada uno de los ruidos que se producían en la jungla; sabía cuándo la brisa movía las hojas de los árboles y cuándo los castigaba; cuándo se derrumbaba un tronco podrido y a qué distancia; cuándo comenzaban los ríos a crecer y qué cantidad de agua llevaban cuando habían crecido; en qué noches iba a presentarse el surusu, el viento helado del sur que hace gritar de frío a las criaturas del bosque; qué clase de animales huían de una fiera o asustados por el estruendo de un árbol que caía herido por el rayo; distinguía a las aves por el canto o por el golpe de las alas cuando pasaban volando en grupo. La vida rodeaba al viejo Forbes, una vida intensa y a la vez plácida, una vida que él conocía y amaba; una vida al mismo tiempo a media luz y continua, que se mantenía en constante pero callada agitación.
       Su paz, pues, no era la de la soledad agobiadora que hubiese vuelto loco a Pedro Yasic. Al contrario, era la perpetua compañía, la renovada y siempre presente compañía de todas las criaturas selváticas. Era la paz sin ser la muerte, la vida sin ser la prisa, la plenitud de la naturaleza mostrándose en su asombrosa actividad creadora, lo cual tenía importancia excepcional para el viejo botánico. Pues él, hombre de ciencia, enamorado de su profesión, sabía ver ese lento moverse de la vida en las formas vegetales, y lo apreciaba y lo disfrutaba como un regalo de los dioses. En su perpetua alegría de niño tenía finura suficiente para sentir gratitud por la fuerza desconocida que daba la vida. Asomado a las redomas donde germinaban las diminutas semillas de orquídeas, comprendía mejor el valor del tiempo, ese don mágico y eterno que en nueve meses producía un ser humano y necesitaba de largos años para producir una planta de orquídeas.
       El viejo Forbes iba a hablar cuando se oyeron voces. Alguien gritaba en un idioma que Pedro Yasic desconocía.
       —¡Taliano, taliano! —decía la voz.
       —Venga —le pidió Forbes a Yasic—. Eso quiere decir que el amigo Salvatore Barranco está llegando y debemos bajar a recibirle.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora