Capítulo XII

260 4 0
                                    

 Seis días después de haberse internado por la ribera izquierda del Mapiri, rumbo al nordeste, el grupo que encabezaba Pedro Yasic tuvo que frenar su marcha. Salvatore Barranco se sentía mal. Al principio tuvo dolor de cabeza y se le dio aspirina, pero el dolor no tardó en reaparecer; después sintió que la temperatura le subía y que no tenía ganas de comer, y por último se le presentaron dolores intensos en el vientre y necesidad de deponer con frecuencia.
       Pedro Yasic tenía razón para sentirse preocupado. Pues de los cuatro, sólo él y Barranco conocían la verdadera causa de la marcha a través de la selva, y sólo él y Barranco llevaban el oro.
       El siciliano le había dicho a su mujer que iban hacia Iquitos, que Iquitos era una gran ciudad y que se hallaban a quince días de distancia. Según informó él mismo a Yasic, la mujer estaba convencida de que al llegar a Iquitos su marido y Yasic pondrían una tienda de objetos de plata con el fin de reunir dinero para irse el próximo año a Europa. En cuanto a Caldwell, se dirigía hacia el territorio de una tribu que hasta pocos meses antes había sido atendida por un misionero brasileño y que ahora se hallaba abandonada del auxilio de los hombres blancos.
       —Puedo acompañarlos una parte del camino —había dicho el joven Caldwell sin sospechar siquiera el plan de Yasic y Barranco.
       A Yasic le pareció de perlas esa proposición, puesto que John Caldwell podría ser útil en varias de las cosas indispensables en una marcha como la que iban a realizar, y Yasic y Barranco quedarían más libres para cargar el oro.
       John Caldwell conocía bastante de la vida en la yunga. Sabía el nombre de muchos árboles, flores y animales; podía hablar numerosas palabras de varios dialectos indígenas y tenía nociones del uso que los indios hacían de muchas raíces, hojas y frutas. Por otra parte, sabía poner una inyección, vendar una herida, diagnosticar ciertas enfermedades típicas de la selva, y era joven y fuerte.
       Pero John Caldwell no era realmente compañía. Muy de tarde en tarde hablaba para hacer alguna observación, y la mayor parte del tiempo la pasaba en silencio, sin volver el rostro, abstraído en algo que no se conocía. Estaba en el grupo y se comportaba como ausente. No reconocía unidad de destino con los demás ni tomaba a ninguno de ellos como jefe porque tenía un propósito diferente e individual: se quedaría allí donde hallara la tribu de que había hablado. En su sentir, no tenía nada de común con sus compañeros de viaje, excepto que iba por el mismo camino que ellos. Sin embargo, era afectuoso, cordial; corría a ayudar a los demás a descargar tan pronto se hacía un alto, o era el primero en cortar arbustos si ello era necesario para acampar, o en recoger chamariscos para hacer fuego o en ir a un arroyo en busca de agua a la hora de cocinar.
       Salvatore Barranco, en cambio, procedía como quien tiene un jefe que ha escogido libremente. No se daba cuenta de que cruzaba la selva con oro suyo, y por tanto podía considerar que luchaba por él mismo y nada más. En todo tenía presente a Yasic. Salvatore era el que trazaba el rumbo; él era quien disponía dónde debían detenerse a dormir o a comer, él era quien había aclarado desde el primer momento que no debían pasar cerca de plantaciones ni de lugares donde hubiera indios, él indicaba cómo desviarse para evitar una zona cenagosa o un punto por el que pudieran encontrar patrullas armadas. Pero no hacía nada de eso sin consultar antes, separado de su mujer y de Caldwell, con aquel a quien consideraba su jefe.
       Angustias iba la mayor parte del trayecto al lado del joven misionero, detrás de su marido y de Yasic. Vestía de negro, tal como la halló en su casa Pedro Yasic la noche que la conoció. Cargaba trastos de cocinar, apenas levantaba los ojos del suelo y nunca hablaba. En ciertos momentos, cuando un golpe de chillidos de monos o de aves se levantaba al paso del grupo, Angustias se tapaba los oídos con ambas manos, cerraba los ojos y producía un grito corto y agudo.
       A la media tarde del séptimo día Pedro llamó a Caldwell.
       —¿Qué cree usted que tiene Salvatore? —preguntó.
       —Me parece que es disentería bacilar.
       —¿Por qué no me lo dijo antes?
       —Porque he estado observándolo, y aun ahora no me siento seguro.
       —De todas maneras, hay que hacer algo. Yo traigo sulfaguanidina. ¿Cree usted que le serviría, aunque no fuera disentería?
       —Vamos a dársela. Si es disentería, lo curará, y si no es, no le hará mal.
       Yasic bajó la carga que llevaba al hombro y buscó en ella; a poco tenía en la mano un pequeño pomo de metal, que destapó en el acto.
       —¿Cómo hay que dársela? —preguntó.
       Caldwell tomó el pomo, vio las pastillas y le entregó una a Yasic.
       —Una cada cuatro horas —dijo.
       Salvatore Barranco estaba a unos pasos, agarrado a un pequeño tronco, y se le veía un poco doblado, el color amarillo, la frente baja y la boca abierta, desencajado por el sufrimiento. Detrás de Yasic y de Caldwell, a cierta distancia, Angustias miraba hacia el marido con ojos sombríos en cuyas negras luces había destellos duros.
       —Salvatore —dijo Yasic acercándose al enfermo—, Caldwell dice que con esta medicina va a curarse usted inmediatamente.
       Barranco respiraba con trabajo.
       —¿Cree? —preguntó sin entusiasmo.
       —Sí, señor Barranco, es un específico contra lo que usted tiene —explicó John.
       —Ahora va a tomarse una pastilla y cada cuatro horas, de día y de noche, tomará otra —dijo Yasic.
       El enfermo tomó la pastilla que le tendía Pedro y un sorbo de agua que le ofreció Caldwell, mientras la mujer seguía mirándole desde lejos; después, Salvatore levantó la cabeza y habló:
       —Puedo andar todavía. Debemos avanzar lo más de prisa que podamos. Hay un bañado ahí delante y si no nos alejamos de él no hallaremos sitio donde dormir esta noche.
       Pedro Yasic reconoció el valor de su socio, a quien evidentemente la enfermedad desmejoraba a ojos vistas. Él, Pedro Yasic, el hombre temeroso del fracaso, estaba preocupado.
       —Mire, Angustias —dijo acercándose a la mujer, de manera que Barranco no pudiera oír lo que hablaba—, Salvatore no está bien. Hay que darle esta medicina —y le entregó el pomo de metal— cada cuatro horas. Le toca otra vez a las ocho.
       La mujer le miró fijamente y no respondió palabra. Pedro vio que metía el pomo en uno je los paquetes que llevaba encima y volvió a colocarse al lado de Barranco.
       —¿Y no le parece que sería mejor acampar ahora mismo? —preguntó al enfermo.
       —Aquí no nos dejarían dormir los mosquitos. Tenemos que buscar un lugar más seco.
       Pero para encontrar ese sitio más seco debieron bordear el bañado casi una hora, y a ese tiempo caían las sombras en la selva, a pesar de la luna, que salía temprano.
       Salvatore Barranco había tomado la primera pastilla de sulfaguanidina a las cuatro de la tarde. A las siete y media, desde su hamaca, Yasic llamó a Angustias.
       —Angustias, ya son las siete y media.
       Como en esos siete días de vida común se había acostumbrado al silencio de Angustias —cuya voz sólo conocía por los cortos y agudos gritos que daba cuando oía chillidos de monos o de pájaros—, no esperaba que ella le respondiera; sólo quería ponerla en guardia a fin de que Salvatore recibiera la medicina a tiempo. Cuando volvió a llamarla a las ocho, fue Salvatore quien respondió:
       —Ya la he tomado.
       Las luciérnagas cruzaban por entre los árboles y se oía el murmullo de la yunga que se marcaba allá y más allá en algún ruido seco, en golpes de alas y en graznidos de aves nocturnas. Pedro Yasic cavilaba. Si Salvatore seguía tan enfermo, él tendría que cargar con todo el oro, lo cual no era fácil dado que además del oro que llevaba —unos quince kilos— cargaba su hamaca, su mosquitero, municiones, algunos cubiertos y cuchillos, y comida, un machete, un jarro, medicinas. Pensó que tal vez podría conseguir que el joven Caldwell llevara una parte del oro de Barranco sin que supiera de qué se trataba. Pero la idea le parecía fuera de lugar, aunque divertida. ¿Era posible decirle la verdad a Angustias y pedirle que llevara oro? No. Su propio marido no se atrevería.
       Pero era el caso que había que avanzar lo más de prisa que se pudiera. Salvatore mismo lo había dicho:
       —Todo lo que sucede en la selva se sabe fuera de ella a las veinticuatro horas. Es algo misterioso, pero es así. En poco tiempo habrá gente detrás de nosotros buscándonos vivos o muertos.
       Pedro Yasic no podía dormir y el tiempo pasaba, como siempre, con su marcha segura. Pensó en charlar de hamaca a hamaca con el enfermo o con Caldwell, pero se dijo que era mejor mantener silencio para que Salvatore durmiera. Vio su reloj, de manecillas fosforescentes: apenas eran las nueve y diez minutos. Quería preguntarle a Salvatore cómo se sentía, sin embargo optó por callarse y esperar, y cuando calculó que había pasado un largo tiempo volvió a ver el reloj: todavía no eran las diez. Temeroso de que el reloj se hubiera parado se lo llevó a la oreja y después le dio cuerda. A partir de ese momento comenzó a hundirse en la niebla del sueño.
       De pronto despertó y vio la hora; eran las doce y diez minutos.
       —Angustias, Angustias —llamó.
       Pero en vez de la voz de Angustias —que él no esperaba— le llegaron quejas del enfermo, gemidos de hombre que sufre físicamente.
       —¿Qué le pasa, Salvatore? —preguntó.
       —La cabeza; no puedo con la cabeza.
       —Va voy —dijo Yasic.
       Encendió la linterna eléctrica, con la cual dormía siempre, alumbró hacia el suelo y se tiró de la hamaca; anduvo esculcando paquetes y a poco se dirigió a la hamaca de Salvatore.
       —Tenga, tómese estas dos pastillas de aspirina. ¿Tiene agua?
       El enfermo dijo que sí con la cabeza.
       Angustias había despertado, pero seguía acostada, con los sombríos ojos abiertos.
       —¿Le dio la pastilla? —preguntó Yasic.
       —No —explicó Salvatore.
       —Pues désela; y mire, guarde también este frasco. Son aspirinas. Cuando le duela la cabeza, dele dos.
       Pedro Yasic durmió de un tirón hasta que le despertó John Caldwell. El joven estaba ante él, listo para la marcha.
       —¿Ha mejorado Salvatore? —preguntó Yasic al abrir los ojos.
       —No, pero mejorará tan pronto le suba el nivel de la sulfa en la sangre.
       —¿Cuándo será eso?
       —Seguramente hoy mismo.
       Salvatore estaba sentado en su hamaca. Se veía demacrado; había enflaquecido de manera alarmante, cosa que hasta ese momento no había notado Yasic, y en los ojos le brillaba una luz que alarmó al chileno. Angustias se hallaba preparada para la marcha y miraba a su marido con una expresión indefinible.
       «Los dos tienen miedo, él de morir y ella de perderlo», pensó Yasic.
       Pero a él le pareció absurda la idea de que Salvatore Barranco pudiera morir. Era verdad que el mal había transformado casi en horas su rostro bien hecho en una especie de máscara del sufrimiento. Pero Salvatore Barranco, su socio, su guía en la selva, no podía morir. La sulfaguanidina iba a curarlo, y para satisfacción suya, ese pomo de sulfaguanidina, el único que había en Tipuani, lo había traído él. «Hay que preverlo todo», se dijo, satisfecho de sí mismo.
       A medio día, cuando se detuvieron para comer, Salvatore era la sombra del Salvatore que había dejado su casa ocho días atrás. La necesidad de deponer era incontenible; tenía que hacerlo cada veinte minutos, cada quince minutos, y en ocasiones dos y tres veces seguidas, sin descanso. Donde lo hacía dejaba manchas de sangre que las hormigas cubrían de inmediato. Su voz era cada vez más débil y su mirada más brillante por momentos.
       —Pedro —dijo llamando a su socio aparte—, no puedo seguir con toda la carga. Tiene que ayudarme; es demasiado para mí.
       Yasic se alarmó y llamó a Caldwell, pero no le habló delante de Salvatore.
       —Me preocupa Salvatore —dijo—. No lo veo mejorar, sino al contrario.
       —Mejorará. Creo que lo que ha sucedido es que la infección se presentó en la forma aguda.
       Pero con la sulfaguanidina debe mejorar. Vamos a darle dos pastillas cada cuatro horas en vez de una.
       —La próxima le toca a las cuatro.
       —Pues vamos a empezar desde las cuatro. Dígale a Angustias que le dé dos.
       El grupo apenas había avanzado tres kilómetros, y estaba caminando desde la salida del sol. Salvatore tenía que detenerse a menudo a deponer, y cada deposición le costaba grandes esfuerzos a juzgar por los quejidos. Durante casi todo el trayecto Pedro y Caldwell tuvieron que atenderlo y ayudarlo. Angustias seguía a los hombres como si lo que sucedía no tuviera que ver con ella.
       Desde las tres comenzó Yasic a consultar su reloj. Le parecía que la hora de dar la medicina a su socio se retardaba más de la cuenta. Si seguían con él enfermo, todo su trabajo y todo su cuidado y el secreto del tío y los riesgos de la selva se perderían como humo en el viento.
       A eso de las tres y media Salvatore dijo, mientras señalaba vagamente hacia la derecha:
       —En esa dirección hay un tambo que debe hallarse a una hora de aquí. Tal vez no haya nadie. Podríamos dormir en él. ¿Por qué no va, Caldwell?
       Le costaba trabajo hablar; la voz le salía cascada, y aunque seguramente pensaba en su necesidad de dormir bajo techo para sentirse mejor, todavía tenía fuerzas para hacer su papel de guía.
       —¿Puede ir, Caldwell? —preguntó Yasic—. Nosotros le seguiremos.
       Caldwell tomó el rumbo indicado por Barranco, y probablemente no había caminado quinientos metros cuando Yasic se dirigió a Angustias.
       —Ya es la hora de la sulfaguanidina, pero dele dos pastillas.
       La mujer le miró con fijeza después le dio la espalda, se dobló sobre uno de los paquetes y sin poner los ojos ni en Yasic ni en el enfermo le tendió a éste dos pastillas. Pero sucedió que a Salvatore le temblaban las manos y una de las pastillas cayó al suelo. Yasic se inclinó para recogerla, y al recogerla la miró, y al mirarla levantó la frente y dijo:
       —Esto no es sulfaguanidina; esto es aspirina.
       —No importa; démelas, que me duele la cabeza —dijo Salvatore.
       Angustias miraba fijamente a Yasic, y éste le vio el miedo en las pupilas; el miedo y otra cosa que ni él ni nadie podía definir fácilmente. Salvatore había dicho:
       —Un momento, por favor.
       Y se había apartado a deponer de nuevo; y mientras él se quejaba a veinte metros, Yasic recordaba la voz de John Caldwell: «… tan pronto le suba el nivel de la sulfa en la sangre… hoy mismo… con la sulfaguanidina debe mejorar». ¿Por qué no mejoraba Salvatore, su socio, el hombre que debía sacarle de la selva?
       La mujer seguía mirándole fijamente; y entonces Pedro Yasic avanzó, se le acercó, la tomó por una muñeca y preguntó con voz sorda, que parecía un vaho de fiera:
       —¿Dónde está la sulfaguanidina que le di; dónde la tiene; qué hizo con ella?
       La mujer no respondía y le miraba, le miraba con odio y con miedo; eso es, con odio y con miedo.
       —¿Por qué ha estado dándole a su marido aspirina en vez de las otras pastillas? ¿Qué hizo con ellas? ¡Dígame qué hizo con ellas!
       Angustias quería zafarse de la garra que le aprisionaba; quería y no podía. Sí, sentía miedo, miedo, miedo. Y de pronto habló; ella, que no hablaba, habló.
       —¡Las tiré! ¡Las tiré anoche en la selva porque quiero que ese malvado muera! ¡Me arrancó del sitio donde está la tumba de mi hijo y sólo puede pagarlo con la vida!

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora