En su tercer día de trabajo, el baquiano del sargento Juan Arze dio con una pista en la ribera izquierda del Mapiri, a mucha distancia del Heath. John Caldwell, pues, había muerto equivocado.
La pista hallada era muy leve, de gente que se había detenido tal vez a descansar, pero no a comer; sin embargo, a pesar de su levedad el rastreador pudo seguirla hasta más allá de dos arroyos que cruzaron los prófugos sin hacer alto. Del lado allá del segundo arroyo aparecieron señales de una hoguera y de dos sitios donde habían pernoctado por lo menos tres personas, dos en un mismo lugar y una a varios metros de distancia.
—Pues entonces no son ellos, porque ellos son cuatro, no tres —aseguraba Juan Arze.
No fue posible hallar rastros de más de tres personas, a pesar de que el baquiano —un mestizo de indio amazónico y mulato brasilero— se dedicó con ahínco a buscar la cuarta huella y perdió horas valiosas en esa búsqueda. Las huellas, por otra parte, no eran lo necesariamente frescas para hallar con facilidad la que faltaba.
El sargento Arze se sentía inquieto. Quizá no estaban en la buena pista, y si estaban y faltaba una huella, era señal de que el joven John Caldwell no andaba con el grupo. Si esta suposición era correcta, entonces las tres huellas debían ser de dos hombres y una mujer.
—Busque huella de mujer —le decía al rastreador.
El rastro del lugar donde los fugitivos debieron descansar al día siguiente, seguramente para hacer la comida principal, apareció al atardecer, lo que significaba que los perseguidores ganaban tiempo sobre los que huían. Persistían huellas de tres personas, no de cuatro, y el sargento Arze se preguntó si no serían las de algún grupo de cazadores procedentes de Apolo o del Mapiri.
—Busque cartuchos vacíos —ordenaba al baquiano—. Pueden ser cazadores y en ese caso estamos perdiendo el tiempo. Si son cazadores tenemos que devolvernos a buscar otra pista.
Esa posibilidad preocupaba a Juan Arze. Pedro Yasic no podía írsele; de ninguna manera podía permitir que se le perdiera, y mucho menos cargado de oro. Pedro Yasic tenía una cuenta pendiente con él. ¡Esa cara, esa cara de Yasic cuando Sara lo humilló! «Voy a agarrarte, chileno bandido, y me pagarás con tu vida», pensaba.
Arze, el baquiano y otro policía que les acompañaba pernoctaron en el lugar donde apareció la última huella, porque la noche les caía encima. Al día siguiente, a eso de las ocho, el rastreador dijo que le parecía haber hallado una huella de mujer aunque podía ser también de niño.
Si podía ser de niño, no había seguridad de haber tomado la pista buena; y eso sumía el alma de Juan Arze en turbulencias.
¿Estaría equivocado el baquiano? Imposible. Un buen rastreador no se equivoca nunca, y eso no admite ni sombra de duda; además, él había escogido el mejor baquiano de Tipuani. ¿Pero por qué las huellas eran tres y no cuatro, y por qué podía ser la más débil de niño y no de mujer? Si el sargento admitía que John Caldwell no iba en el grupo, quedaban dos hombres y una mujer, es decir Salvatore Barranco, Pedro Yasic y Angustias.
—Esa huella no es de niño; es de mujer. Hay que seguir buscando —sentenció categóricamente Juan Arze.
Habiéndose internado en la selva con el plan de cortar el camino, de los futigivos, el grupo perseguidor había localizado las primeras huellas tal norte del lugar en que quedó sepultado Salvatore Barranco, y como los perseguidores iban sin impedimento avanzaban más de prisa y se acercaban al grupo de Pedro Yasic con bastante rapidez. Eso les permitía percibir huellas cada vez más frescas, por lo que se explica que después de haber localizado la tercera parada de los fugitivos —entre siete y ocho horas después—, el baquiano dijera:
—Pasaron por aquí hace tres días, y no es un niño; es una mujer.
—Busque a ver si hay otra huella de hombre. Deben ser tres hombres y una mujer —ordenó el sargento, que se sentía ya casi seguro de estar en la pista correcta.
Durante media hora el baquiano anduvo por las cercanías, posando la mirada en cosas que sólo para él tenían importancia: la rama de un arbusto con hojas arrancadas, briznas de yerba pegadas a la tierra, detritus vegetales removidos por un pie, los restos de una hoguera, una corteza de árbol pelada por la cuerda de una hamaca.
Un baquiano no dice jamás de dónde saca sus conclusiones, con lo cual asombra a los que sirve como asombró el del grupo a sus compañeros cuando afirmó:
—No es niño; es mujer de mi tamaño, de pelo negro y largo.
—¡Son ellos! —gritó Juan Arze— ¡Son esos bandidos!
Ya estaba seguro de que el joven misionero de que se había hablado no iba con los fugitivos, y eso resultaba conveniente porque entonces la lucha sería con dos hombres, no con tres.
La impaciencia del sargento aumentaba por horas. Se sentía sobre los talones de Pedro Yasic y mentalmente iba tomando las precauciones del caso. Él llevaba un fusil de 30 y su revólver. Si alcanzaba a ver a Yasic a distancia, con tiempo suficiente para coger bien la puntería, lo cazaría como si se tratara de un jaguar; si el chileno se le presentaba de golpe —cosa que podía suceder—, usaría el revólver.
Yasic no tenía aspecto de ser hombre de armas, pero Salvatore Barranco sí. Salvatore Barranco había vivido años en la selva con un fusil al hombro y al sargento Juan Arze le parecía que el italiano lucharía antes de entregarse. Y sucedía que al sargento Arze no le interesaba la vida del italiano; no tenía razones para matarlo porque no lo odiaba; nunca había tenido con él ni un sí ni un no. Pero le interesaba el oro que llevaba.
—Cuando los hallemos, tú atiendes al italiano —le dijo varias veces al policía que lo acompañaba—. El chileno es para mí; déjame el chileno a mí.
El chileno, sin embargo, no pensaba que él era para nadie. Tras la muerte de John Caldwell había enterrado cinco kilos de oro. A su juicio, te sería imposible cruzar la selva con una mujer loca llevando encima treinta kilos de oro y enterró cinco al pie de un árbol que podría identificar fácilmente cuando volviera por allí alguna vez. Esos cinco kilos eran, según se dijo mentalmente, de la parte que correspondía a Salvatore Barranco. Si se hacía necesario enterraría los otros cinco kilos del siciliano, pero nunca los suyos, los veinte kilos que había tomado para sí desde el primer momento. Esos veinte kilos le pertenecían a él, a él, a él y a nadie más, y estaba dispuesto a defenderlos contra toda la policía y todas las autoridades de Bolivia, del Perú, del Brasil y hasta de Chile, si venía al caso.
De buenas a primeras el baquiano de Juan Arze perdió la pista. Aunque trabajó afanosamente toda una tarde, no pudo dar con ella sino al día siguiente. Cada vez más, los fugitivos se inclinaban al norte y esa vez al rastreador no le quedó duda de que Yasic y Barranco marchaban ya paralelamente al río Mapiri. Si la desviación seguía acentuándose, el grupo iría a dar al norte de Apolo.
—Entonces van a salir por Sorata —dijo el sargento—. Están buscando la salida por Sorata.
El plan de salir al pie de la Cordillera era atrevido, pero el condenado chileno ése había demostrado que le sobraban imaginación y audacia. ¿Qué no era capaz de hacer un hombre que se había reído de todo el mundo en Tipuani?
Juan Arze se sentía perturbado. Quería mandar el policía a Mapiri para que informara que según el rumbo que llevaban, Yasic y Barranco podían ir buscando el rumbo de Sorata, aunque llegaran allá en un mes; al mismo tiempo temía quedarse nada más con el baquiano y verse en la situación de tener que luchar solo contra el chileno y el italiano. «Si se va se lleva el oro; es capaz de pasar el oro por Sorata. Y ese oro es para mí, no puede ser para él ni para nadie. Es para mí, para mí, para mí.».
El sargento Juan Arze decidió no despachar al policía, y esa noche el grupo acampó tan cerca de un río que podían oír la corriente del agua golpeando en las piedras de la orilla.
A la primera claridad el baquiano salió en busca de agua, y de pronto su voz le llegó a Juan Arze con un acento de sorpresa:
—¡Aquí hay un muerto, sargento!
Juan Arze sintió un latigazo en la entraña. Ese muerto era Pedro Yasic. Salvatore Barranco lo había liquidado para irse con el oro. ¡Ah, el italiano asesino y ladrón, que le había arrebatado la oportunidad de su vida, de toda su vida! Con la rapidez de un jaguar, corrió por entre arbustos y malezas. Pero cuando llegó y vio un despojo de hombre al que le faltaban una pierna, un brazo y gran parte del vientre y los muslos —un hombre con los huesos del rostro apenas cubiertos por pedazos de músculos—, se dijo que ésos no eran los restos de Pedro Yasic. De lo poco que quedaba se desprendía que el muerto había tenido pelo claro y abundante, y Pedro Yasic era de cabello escaso y negro.
¿Quién había sido en vida aquel cadáver y a qué podía atribuirse su muerte? Los restos de carne indicaban que la putrefacción se había iniciado el día anterior, tal vez la noche anterior; y en verdad, John Caldwell había sido asesinado sólo dos noches antes. De pie a dos metros de los restos, la nariz cubierta por la mano izquierda, el sargento Arze buscaba en su mente una figura parecida a la que debió tener esa víctima de la selva, y no la hallaba. Pero de una cosa estaba seguro: no era Yasic ni era Barranco.
Cuando pasó media hora y pudo pensar con calma, Juan Arze resolvió no despachar al policía a Mapiri a dar cuenta del hallazgo. Había llegado a la conclusión de que no podía quedarse nada más con el baquiano. A su juicio, algo había pasado; algo que él no podía determinar. Pero ese muerto, quien quiera que hubiera sido en vida, fue obra de Yasic y de Barranco, y éstos no eran ya simplemente dos hombres que huían con el oro sacado de Tipuani, sino dos asesinos a quienes había que cazar como a fieras; dos asesinos peligrosos, «peligrosos, y tengo que liquidarlos a los dos. Tal vez mataron a ese pobre hombre para robarle; tal vez el difunto iba con oro quién sabe hacia dónde. ¿Y el muerto no sería el americano ése, que huyó y se les adelantó con oro y ellos lo alcanzaron?».
No; no podía desprenderse del policía. Ahora tenía que vengar al muerto, al «pobre hombre» asesinado, y el policía le hacía falta para esa venganza. Pero también tenía que quitarles el oro a «los ladrones», y la presencia del policía le estorbaba para esa tarea de «justicia».
Y esto último era lo esencial, hacer «justicia», quedarse con el oro. Con el oro de Pedro Yasic sería inmensamente rico, «y el capitán Ramírez tendrá que decirme don Juan; pero si me quedo con el oro del italiano… bueno, nado en oro, y me caso con Sara». ¡Casarse con Sara! «Y me la llevo de Tipuani; me voy a La Paz; o no, mejor a Cochabamba, para que me vean esos…».
El baquiano gritó desde una pequeña altura que estaba a la orilla del río. Había dado con el lugar donde el desconocido había sido muerto; allí estaban las huellas de un campamento reciente, se veían manchas de sangre y los rastros del cuerpo que dejaron las fieras de la selva a medida que iban disputándose los despojos y llevándose el cuerpo de un lado a otro.
Si el baquiano hubiera tenido la idea de tirarse al fondo del río habría podido hallar en él las pertenencias del muerto y muchas de las de Angustias, que Pedro Yasic había echado a la corriente.
El baquiano aseguró que el hombre había sido muerto dos días antes y que por tanto, si era uno de los fugitivos, el grupo no iba lejos. El grupo, aclaró después, había quedado reducido a dos personas, y si el sargento quería alcanzarlo no había tiempo que perder. Dos personas, según la opinión del baquiano, podían moverse más de prisa que tres.
Pero el baquiano no tenía la menor idea de la situación en que se hallaba Pedro Yasic. Perdido en la selva, sin saber qué rumbo tomar, con la sola compañía de una mujer loca a quien había amarrado las manos a la espalda para obligarla a seguir sus órdenes —y la mujer, loca y amarrada, con una carga de diez kilos de oro en la espalda—, Yasic se veía obligado a desplazarse lentamente, al ritmo vacilante de Angustias.
Por eso los perseguidores pudieron llegar a la próxima parada en poco menos de tres horas; es decir, la distancia que Yasic y la mujer habían cubierto dos días antes en más de siete horas les tomó al sargento Arze y sus acompañantes menos de tres. A ese paso, la captura de los fugitivos era inevitable; y el baquiano, que olfateaba la presa, trabajaba con entusiasmo, casi con pasión, como el perro que va oliendo la sangre de una pieza herida.
De pronto, sin embargo, el rastreador se detuvo y llamó a Juan Arze. Había notado señales raras, que no se relacionaban con las huellas de una parada a comer o dormir. Al lado derecho se veían ramas cortadas a la altura de las rodillas de un hombre; poco más allá, cortes iguales en el lado izquierdo; por último, en dos árboles de buen tamaño, otros cortes que parecían indicar hacia un punto. El baquiano siguió la dirección marcada por los dos últimos cortes y lo único que vio fue el follaje de un corpulento quebracho. Cuidadosamente fue observando cada rama, del tronco a la última hoja y partiendo de arriba abajo. Y al llegar abajo corrió. Al pie del quebracho, tiradas aquí y allá, se veían pieles.
El sargento Juan Arze quedó sacudido como por una descarga eléctrica. Todo su ser se agitó, brotó la turbulencia que se adueñaba de él tan a menudo, y cuando vio al baquiano y al policía acercarse a las pieles, gritó hecho una furia:
—¡Dejen eso y sigan! ¡Sigan la pista sin perder tiempo!
El baquiano no tenía por qué obedecerle, pero a las voces del sargento él había vuelto la cara y había observado en los ojos de Arze un destello de salvajismo tan impresionante que prefirió no aclarar nada. Su papel de baquiano le reclamaba saber por qué estaban ahí esas pieles; sin embargo, el sargento tenía un fusil y un revólver, y estaba como loco.
El baquiano dijo que sí y el policía le acompañó. Pero se fueron hablando y volviendo el rostro a cada paso, lo cual llenó de sospechas al sargento Arze y esas sospechas le mantuvieron parado un buen rato, todo el tiempo que consideró necesario para que sus compañeros de persecución se alejaran del lugar.
El sol, casi a punto de medio día, apenas clareaba con una luz verde aquel lugar de la selva, y el silencio, enorme como la yunga, sólo se notaba cuando lo hacía destacarse el canto de un pájaro.
Juan Arze fue acercándose poco a poco al quebracho. Hasta cada piel de nutria llegaba un ejército de hormigas gigantes. El sargento sacudió las pieles con el fusil y se arrodilló. La tierra estaba removida y por entre ella circulaban hormigas que le picarían, pero él no iba a detenerse en picadas de hormigas. Con las dos manos, los dedos tensos como si fueran de hierro, comenzó a sacar tierra.
De pronto esos dedos tocaron algo frío, algo frío y suave, algo dulce al tacto; algo que tenía una temperatura única y una suavidad única y una dulzura única. Apretó las dos manos para coger la mayor cantidad posible. Cuando las sacó, ahogándose de emoción, junto con la tierra húmeda y negra vio el color amarillo rojizo del oro de Tipuani.
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El Oro y la Paz
Historical FictionLa siguiente historia NO es mía, sino del escritor dominicano Juan E. Bosch.