Capítulo XVI

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 Cuando Pedro Yasic tenía catorce años su padre le había llevado a Aysén, y él conservaba la memoria de los grandes bosques de alerces que crecían en aquella apartada región de Chile.
       Como mucha gente, Yasic había pensado siempre que la selva tropical era un amasijo cerrado de árboles y lianas, a través del cual había que abrirse paso a golpes de hacha o machete y defendiéndose sin cesar de los ofidios y las fieras. Pero la selva amazónica no era como había creído, y según recordaba, parecían más tupidos y difíciles de cruzar los bosques de alerces y más densa la vegetación rastrera que crecía en ellos.
       En algunas zonas la yunga se veía esquelética; en otras era sólo sabana cubierta por gramíneas, o bien un extenso bañado o un amplio calvero pedregoso. En las regiones húmedas la vegetación se hacía copiosa, frenética de sí misma, un mundo de verdor que se alimentaba de su propia entraña y crecía y moría sin cesar desde hacía miles de años sin que nada interrumpiera ese proceso.
       El número de ríos es enorme y su red forma el único sistema de comunicaciones seguro que hay en la selva. Indios y blancos viajan por los ríos en balsas, hacen en balsas sus negocios, transportan en balsas lo que la yunga produce y lo que consumen sus pobladores, y es en las orillas de los ríos donde están las plantaciones, los hatos de ganado, los contados comercios y las rústicas poblaciones donde se concentran los habitantes de ese mundo vegetal.
       Habiendo desechado desde el primer momento las vecindades de los ríos y los lugares donde podían hallarse tribus indígenas, según aconsejaba Salvatore Barranco, Pedro Yasic estaba seguro de que nadie podía seguir sus huellas. Pedro Yasic ignoraba que el baquiano tiene el ojo del cóndor y el olfato y el oído de las fieras, y que un buen rastreador sigue una pista con tanta facilidad como el chofer de taxi sigue una vía pavimentada en una ciudad.
       Cualquier hombre de alma menos dura que Pedro Yasic habría pensado, al ver a John Caldwell asesinado, que era inútil seguir con sus planes. Pero Pedro Yasic era de acero. Su reacción inmediata, mientras todavía se movía el cuerpo del misionero, fue decir con voz sorda:
       —Debería matar a esta loca; debería matarla ahora mismo.
       Pero mientras decía eso pensaba que treinta kilos de oro era demasiado peso para él solo, y resolvió entonces amarrar a Angustias y esperar la salida del sol para proseguir marcha; después se sentó con el fusil entre las piernas a vigilar a la mujer, que no apartaba los ojos del cadáver de su victima. Todavía era de noche cuando la luna se perdió en el oeste, y Pedro Yasic se mantuvo despierto, viendo a la mujer a la luz de las estrellas, sin decir una palabra. Con los primeros resplandores del amanecer registró los bultos de John Caldwell, apartó lo que le pareció necesario para el camino y lanzó todo lo demás al río; y la biblia y las libretas de notas y la ropa del joven misionero fueron arrastradas por las aguas.
       Ya se veía el resplandor solar, como un incendio, por encima de los árboles, cuando Pedro Yasic le ordenó a Angustias que se pusiera de pie, le soltó las manos y volvió a amarrárselas a la espalda, y después le colgó de los hombros un bulto con diez kilos de oro, trastos de cocina, una hamaca, un mosquitero; a seguidas se le plantó delante y le habló así:
       —Usted es una asesina monstruosa, pero a mí no va a matarme como mató a su marido y a ese pobre muchacho. Yo no voy a perderla de vista un minuto, ni de día ni de noche; ¿me oye? Una bala de este fusil es para usted, y se la voy a plantar en la nuca tan pronto le vea en los ojos la intención de no obedecerme. Ya lo sabe: para salvar la vida tiene que obedecerme ciegamente, ¿me entiende?
       Con sus ojos de loca, Angustias le miraba y no le miraba. Pero comenzaron a correr lágrimas por las mejillas. «Los locos no lloran», pensó Yasic. Su autoridad había impresionado a la mujer y algo dentro de ella respondía al nuevo tratamiento que estaba recibiendo.
       Pedro Yasic fue implacable. Durante días enteros sólo habló para dar órdenes: «Deténgase.» «Busque donde dormir». «Apure el paso».
       Ése, por otra parte, era el auténtico Pedro Yasic. Se sentía lleno de cólera, una cólera sostenida, que no decaía; pero no se desbordaba en palabras ni en actos innecesarios. No tuvo siquiera la debilidad de pensar en algún momento que Angustias era una pobre mujer y debía estar sufriendo. En realidad, Angustias se había convertido en su bestia de carga, una bestia peligrosa a quien tenía que vigilar; y nada más.
       Cuando llegó la hora de enterrar algún oro, porque la carga que llevaban era excesiva, no lo tomó del que iba en las espaldas de la mujer, sino del que iba en las suyas. «Éstos son cinco kilos de los diez de Salvatore, no de los míos» pensó, y agregó: «De los diez que lleva Angustias, cinco son ahora míos».
       A medida que pasaban los días, Yasic notaba que perdía fuerzas, pero no pensaba que la mujer también las perdía. Ambos comían mal. Pedro mataba algún animal y la carne no podía durar más de un día. De vez en cuando cogía frutas semejantes a otras que Salvatore y John le habían señalado como buenas para comer.
       Una noche Angustias le despertó con un grito estridente, y como había luna y vio por entre la claridad que dejaban pasar los árboles que ella estaba sentada y con las manos a la espalda —es decir, incapacitada para atacarle—, fue a ver qué le pasaba. La mujer, que nunca hablaba, habló entonces para decir que un jaguar había estado a tres pasos de su hamaca.
       —Tiene entraña para matar a dos hombres y grita ante un gato grande, ¿eh? —le dijo Yasic.
       En momentos como ése Angustias sentía un informe, pero profundo terror. No podía juzgar, no alcanzaba a enjuiciar sus propios actos; sin embargo, desde que se hallaba sola con Yasic tenía una confusa sensación de que ese hombre la protegía contra muchas cosas. Pero cuando él la abandonaba de noche para irse a dormir a cierta distancia, o cuando le hablaba con ese tono amenazante y despreciativo, ella sentía que su ánimo se sobrecogía y que un terror sin forma pesaba sobre su cuerpo.
       Una tarde Angustias habló más y con coherencia. Yasic estaba tratando de cruzar un pantano y salió del cieno un animal que a él le pareció un pécari gigante. Pensando que se le presentaba la oportunidad de tener carne abundante, apuntó e iba a disparar cuando Angustias gritó:
       —¡No, por Dios; no!
       El animal miró a Pedro con ojillos malignos y pequeños, ojos de cerdo inteligente; alargó la trompa como si hubiera sido elástica, y trotó por la orilla de la ciénaga hasta perderse en el boscaje.
       —¡Era un tapir! —dijo Angustias a voces.
       —¿Qué me importa que sea un tapir? —preguntó Yasic disgustado.
       —Tiene la piel dura y si no lo mata del primer tiro, ataca —explicó la mujer.
       Yasic pensó: «¿Habráse visto, una asesina cuidándome? Debe ser por miedo de quedarse sola».
       A raíz de ese incidente Yasic estuvo largo rato, mientras caminaba detrás de Angustias, pensando que algo raro le estaba sucediendo a la mujer. ‘‘Los locos no razonan y ella razonó; luego, no es loca. Pero si no es loca, ¿porqué mató a Salvatore y al joven ése?”.
       Siete días hacía que él y Angustias estaban cruzando la selva. La mujer se había sometido completamente a la voluntad de Yasic. Ella no tenía ninguna; no era capaz de desear nada, de pensar en nada, de sentir nada. Caminaba sin darse cuenta siquiera del peso que cargaba.
       Cuando debía llenar alguna necesidad ineludible, Yasic le soltaba las manos y se sentaba cerca a vigilarla. A los cinco días, ella misma colocaba sus manos juntas sobre la espalda para que él se las amarrara. Estaba demacrada, con el negro y largo pelo caído sobre el rostro, la boca desmadejada, la ropa sucia y llena de desgarrones, las medias caídas y destrozadas, los zapatos deshechos por la marcha y la humedad.
       Mediando ese séptimo día Pedro la había desatado y le había ordenado que buscara chamariscos para hacer fuego. La mujer se movía a veinte pasos mientras él la vigilaba con el rifle en la mano izquierda. De pronto Angustias cayó al suelo y gritó. Yasic pensó que se trataba de un ataque de histeria, pero la mujer señalaba con un brazo hacia los yerbajos y gritaba:
       —¡Me picó, me picó!
       Pedro corrió.
       —¿Qué pasa? —preguntó fríamente, mirándola en los ojos.
       —¡Una culebra, una culebra! —dijo ella, con la voz desfigurada por el miedo.
       Entonces Yasic sujetó el rifle con todo su vigor para evitar una sorpresa, se agachó y observó la pierna derecha de Angustias. Sí, ahí estaban las huellas de los colmillos. Rápidamente corrió hacia el bulto en que llevaba las medicinas y prepare una inyección de suero antiofídico. Todo estaba esterilizado. En la selva no hay tiempo para hervir jeringuillas.
       Durante dos días Angustias estuvo entre la vida y la muerte. El suero butantán comenzó a hacer sus efectos visibles al día siguiente, pero fue sólo al segundo cuando Yasic se dijo que la mujer estaba ya fuera de peligro. Durante treintiseis horas, pues, durmiendo sólo a ratos, él estuvo atendiéndola, inyectándole suero cada cinco o seis horas y dándole agua todo el tiempo.
       Angustias quedó demasiado débil para reemprender la marcha antes de un descanso de por lo menos tres días. Los vómitos y el sudor incontrolables consumieron todas sus reservas de energía. Y aún después de esos tres días era difícil que pudiera caminar con los diez kilos de oro encima.
       Pero Yasic no se condolió de su debilidad y no le quitó una onza de peso a la carga que le había puesto en las espaldas.
       La mujer había cambiado de faz. El color se le había vuelto cadavérico; al secársele las carnes del rostro los huesos surgían como piedras, se le agrandaron los ojos y la boca, le brotaron los dientes. Miraba como una ausente. Enmarcada en un pelo sucio y caído, su cara era un anticipo de la muerte. A la hora de iniciar la marcha tambaleó y se cayó, y se quedó un rato largo con una mano apoyada en la tierra, porque no tenía fuerzas para levantarse de nuevo. Pedro Yasic la agarró por otro brazo —piel y huesos nada más— y le dijo sordamente:
       —¡Párese! No voy a amarrarle las manos; ésa es la única concesión que estoy dispuesto a hacerle. Pero camine; camine o la dejo aquí.
       La mujer levantó los ojos y en ellos se reflejaba el miedo de un perro que ha sido apaleado sin piedad. Sin decir palabra se puso de pie y echó a andar.
       A Yasic se le habían destrozado los zapatos y los pantalones; el resto de la ropa estaba mugrienta y en tiras. Sus ojos habían sido siempre hundidos y pequeños, pero en la selva, donde no tenía que disimular, despedían reflejos duros y parecían más hondos y brillantes. En su perfil de nariz larga y un tanto caída, la barba, que crecía y le formaba un manchón negro, iba componiendo el aspecto de una máscara maligna. Había enflaquecido notablemente, y él lo notaba en el cinturón, que necesitaba apretar a menudo, y en el peso de la carga, que se acentuaba en forma creciente.
       Dos días después de haber reemprendido la marcha, Pedro Yasic decidió esconder más oro. «Serán los otros cinco kilos de Salvatore», se dijo. Era una contabilidad macabra la que le llevaba al amigo muerto, pero él no lo advertía. Pensaba de manera natural que Angustias no tenía derecho al dinero del marido, puesto que lo había asesinado; y visto que él tenía que aliviarse de carga, podía ir dejando atrás la parte que correspondía a Salvatore. Eso sí, marcaba los sitios y los mantenía vivos en la mente, porque estaba seguro de que alguna vez volvería a recoger ese oro, y no se le ocurría pensar que lo recogería para Angustias, sino para él, para él solo, para él nada más. Los últimos cinco kilos los enterró al pie de un árbol de tronco gris que marcaba la frontera entre la selva y una sabana amplia.
       La sabana era un terreno bajo en que crecía alguna yerba, lleno aquí y allá de charcas de agua podrida en la cual se criaban sanguijuelas y otros animalejos. Abundaban las ranas y los enjambres de mosquitos parecían suspendidos en el aire. Caminar entre el agua y la yerba corta y dura era un martirio, pero había que cruzar esa tierra inhóspita para buscar un lugar apropiado donde dormir. La marcha fue haciéndose cada vez más lenta; los zapatos de Yasic eran ya sólo restos y el calor se hacía infernal.
       Fue imposible alcanzar la otra orilla de la llanura esa tarde y hubo que dormir en un pedazo seco, pero las nubes de insectos no les dejaron pegar los ojos.
       El rigor de la marcha había excitado a Pedro Yasic. Pensaba incesantemente en el oro, en los diez kilos que él llevaba y en los diez que llevaba Angustias. «Todo es mío, los veinte kilos son míos; los diez de Salvatore están enterrados. Los diez kilos que ella lleva y los diez kilos que llevo yo son míos, son míos, son míos».
       Desde que alumbró el sol se puso de pie y llamó a Angustias. Los árboles de la floresta se veían a la distancia, pero siempre estaban allá, lejos; siempre estaban lejos por mucho que ellos avanzaran.
       Yasic sentía hambre, pero su voluntad se imponía al hambre. Tenía que moverse, caminar, ganar camino. El y Angustias bebieron varias veces el agua de algunos huecos, un agua llena de gusarapos y renacuajos. Pero no pudieron comer, pues las aves que alcanzaban a ver levantaban el vuelo antes de que estuvieran a tiro. Llegaron a la zona de árboles demasiado tarde, cuando ya los pájaros estaban en sus nidos y cuando las fieras empezaban a dejar sus guaridas diurnas para salir de caza.
       Cuando Pedro Yasic abrió los ojos tras haber dormido de un tirón casi diez horas, su primer pensamiento fue buscar carne. Estaba hambriento y no podía esperar. Eso explica que disparara sobre una marimona.
       La mona era parte de una tribu que pasaba de rama en rama en una de las interminables marchas por las copas de los árboles que lleva a esas tribus a distancias enormes. Ella se había colgado con una mano de una rama y con la otra sujetaba a una criatura.
       Angustias estaba sentada con su carga a la espalda, tal vez a diez pasos de Yasic; le vio apuntar y levantó la cabeza en el momento en que él disparaba. Así, ella vio el monito atravesado por el tiro; vio la mona sujetar a su cría durante unos minutos y mirar a Yasic con los ojos más inocentes y más llenos de asombro que podían contemplarse en la tierra. Ella misma estaba atravesada por el vientre, pero por lo visto su asombro era tan grande que no sentía la herida. De pronto alargó el brazo con que sujetaba al desgraciado marimonito, y éste cayó como una piedra.
       Angustias levantó los brazos, se cubrió con ellos la cara y gritó. Fue un grito espantoso, que repercutió entre los árboles y provocó una cadena de gritos entre los monos. La marimona cayó también, pesadamente. Angustias se volvió, clavó en Pedro Yasic una mirada que él no olvidaría en mucho tiempo, y emprendió una carrera loca.
       —¡Mi hijo! ¡Han asesinado a mi hijo! —iba gritando.
       Yasic reaccionó de prisa. No conocía la historia del Quanza, pero sabía que Angustias era una loca, y esa loca huía por entre la selva llevándose la mitad de su oro. Sin detenerse a pensarlo corrió tras ella.
       —¡Angustias, vuelva o disparo; vuelva o disparo!
       Disparó procurando no acertar, con ánimo de asustarla y obligarla a detenerse. Pero la mujer no se detuvo. Se perdió en la floresta, y aunque dedicó el resto del día a tratar de dar con ella, Pedro Yasic tuvo que convencerse de que se había quedado solo en medio de la selva.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora