Capítulo IX

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 En el momento en que Salvatore Barranco se preparaba a salir hacia Tipuani, uno de sus lecos gritó que se acercaba una balsa. En esa balsa llegaba John Caldwell, pero un John Caldwell distinto al que él había visto un año atrás. Esta vez el joven misionero se presentaba con el pelo caído sobre las cejas, los ojos mustios, los labios exangües, de color ceniciento, las orejas blancas y traslúcidas y una palidez amarillenta extendida por el rostro.
       A pesar de que había nacido en la ciudad argentina de Córdoba, y de que por esa razón hablaba el español con acento argentino, John Caldwell era un norteamericano de New England. Y no sólo por su contextura —rubio, alto, atlético—, sino sobre todo por su manera de ser. Era ingenuo, creía en los hechos, hablaba poco. Para él, lo que se sentía debía expresarse en actos, no en palabras. A los veintidós años era tan maduro como un hombre de treinticinco, pero también era inocente como un niño de siete.
       A los siete años fue enviado a Sharon, en Connecticut, a la casa de sus abuelos paternos, y retornó a Córdoba cuando tenía catorce. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su padre era algo excepcional en la ciudad. Los muchachos argentinos de su edad comenzaron haciéndole preguntas sobre el padre y acabaron burlándose de él.
       El pastor Caldwell, con su traje negro y su cuello blanco, era una figura que resaltaba en medio de la muy católica ciudad de Córdoba. En gran número de hogares se le veía como un agente del demonio; numerosos niños recibieron de sus madres órdenes de no jugar ni hablar siquiera con «el hijo del protestante».
       Sin acertar a comprender la razón en que se originaban —pues el matrimonio Caldwell jamás trataba esos problemas en presencia de John—, al pequeño hijo del pastor llegaban ráfagas sueltas, y por lo mismo muy imprecisas y muy desconcertantes, de cierta atmósfera confusa y agobiante que le rodeaba. Poco a poco fue formándose en él la idea de que no sería pastor. Aunque no acertaba a saber debido a qué, no le gustaba para él la profesión de su padre.
       John Caldwell estudió normalmente, como la mayoría de los niños. Era un poco reconcentrado, pero no tímido. Tenía amiguitos —un hijo de ingleses y uno de suecos—, pero al crecer los abandonó y mientras estudiaba bachillerato tuvo trato con casi todos sus compañeros y amistad con ninguno. Sus verdaderos amigos fueron William y Elisabeth Caldwell, que disimulaban mucho su amor, pero adoraban a su único hijo.
       A los diecinueve años el joven Caldwell se enamoró. Había una sola manera en que él podía enamorarse: era sentirse bien cuando veía a la muchacha, pensar en ella si no estaba a su lado, desear servirla, atenderla, protegerla. A su edad, un joven argentino corriente habría deseado a la muchacha como mujer. John Caldwell no conocía ese tipo de deseo.
       Su enamoramiento terminó en fracaso, y no debido a él ni a su elegida, sino debido al medio. Pues viendo que con frecuencia John y su hija hablaban en la puerta de la casa, cuando llegaban de la escuela —eran vecinos; vivían a sólo dos casas de distancia—, la madre preguntó a la joven qué clase de relaciones eran las suyas con el hijo del pastor. La hija le contestó que hasta ese momento, de pura amistad, pero que ella temía que él estuviera enamorado.
       —¿Y tú? ¿Le corresponderías tú en caso de hacerte una proposición de matrimonio? —preguntó la madre.
       —Creo que sí, mamá —confesó la hija.
       A la tarde siguiente la madre se asomó a la puerta y se dirigió a John para decirle que deseaba hablar con él. John subió los contados escalones que separaban el piso de la acera, siguió a la señora por un corto pasillo y después a un recibidor.
       —Deseo saber de usted mismo qué clase de sentimientos le inspira mi hija —dijo la señora con extremada finura.
       Con una naturalidad encantadora, él explicó:
       —Pienso proponerle matrimonio cuando esté en condiciones de hacerlo.
       —Contando con sus padres desde luego.
       —Sí señora, contando con mis padres.
       La señora se esforzó un poco en hablar con cuidado a fin de no herir a John.
       —Usted es un modelo de hijos y lo será sin duda de esposos. Pero hay algo en que tal vez no ha reparado. Mi hija es católica y no se casará sino con un católico. En Córdoba no está bien vista una mujer protestante, si es argentina, se entiende, y por otra parte, dada nuestra religión, un matrimonio que no esté consagrado por nuestra Iglesia es un concubinato.
       John pidió una semana para estudiar el problema y dar una respuesta, y al día siguiente, mientras desayunaba con sus padres, les dijo que quería hablar con ellos en la tarde, a la salida de sus clases.
       —¿Conmigo solo o con nosotros dos? —preguntó míster Caldwell.
       —Con los dos —explicó John.
       —Espera entonces un poco; déjame consultar mis notas —dijo el pastor, que anotaba cuidadosamente el uso de su tiempo con anticipación.
       La madre sospechó que John quería hablar algo que tenía que ver con su porvenir, si bien no imaginó qué tema iba a tratar, y miró a su hijo con verdadera ternura porque le parecía que acababa de descubrir que su hijo era ya un hombre, no un niño. Pero no hizo la menor pregunta. Cuando míster Caldwell terminó de ver su libreta de notas, dijo:
       —A las seis tengo una hora libre. ¿Es bastante?
       —Bastante, papá.
       —¿Tienes compromiso para esa hora? —preguntó el pastor dirigiéndose a su mujer.
       —No —respondió ella.
       En la tarde, en la pequeña sala donde se reunía de noche la familia, el pastor y su mujer, ambos dignos, inmóviles pero naturales —si bien la madre se hallaba un poco inquieta—, oyeron con admirable paciencia el relato de la conversación que el hijo había tenido la tarde anterior con la señora a la que él quería hacer su suegra.
       Cuando el joven terminó de hablar, padre y madre se miraron como estudiándose mutuamente. Se produjo una pausa cargada de gravedad, durante la cual John Caldwell clavaba los ojos tanto en el padre como en la madre. Al fin el pastor tomó la palabra.
       —John, si te haces católico no serás feliz. Has nacido y has sido educado en nuestras creencias, y eso siempre estará en el fondo de tu corazón. Si te sintieras inclinado al catolicismo por ti mismo, no tendría nada que decir, pero la religión es algo mucho más importante de lo que parece a tu edad y no puede uno cambiarla por razones de cierto tipo. Por otra parte, ¿qué fe podrán tener en mis prédicas los que vean que mi propio hijo ha abandonado mi rebaño?
       John miró atentamente al padre, con sus ojos nobles y su rostro de niño grande.
       —Papá —dijo poniéndose de pie—, no tienes que argumentar más. No había visto ese ángulo del problema. Yo no te pondría en ridículo nunca.
       Había enrojecido y el padre creyó que se hallaba avergonzado por no haber estudiado previamente ese aspecto de su situación. No era tan simple, sin embargo, la causa de la reacción, y el mismo joven no podía darse cuenta de que lo que le salía al rostro en oleadas de sangre era el recuerdo de las burlas que había sufrido en su niñez debido a la religión de sus padres. Algo dentro de sí le acusaba de haber querido pasarse al bando de los que hacían aquellas burlas, pero era una situación tan confusa y a la vez tan hiriente que él mismo no llegaba a distinguir por qué se sentía así. Aunque tampoco comprendía la razón del embarazo de su hijo, la madre se conmovió; se levantó, tomó la cabeza de John entre las manos, y como él era más alto tuvo que doblarse para que le alcanzara la boca de su mamá, que le besó en la mejilla con un beso tan tierno que era casi más el de una mujer enamorada que el de una madre.
       John salió, dejando solos a los padres. Éstos se miraron entre sí, la mujer con los ojos brillantes de lágrimas que no llegaban a cuajar. Al cabo de rato ella dijo:
       —Dios bendiga a nuestro hijo, William.
       —Sí, Betsy, Dios ha de bendecirlo —respondió él en voz baja.
       Al día siguiente, a mediodía, John acompañó a su elegida hasta la puerta de su casa y le pidió que transmitiera a su mamá el recado de que él quería hablarle esa tarde. En la tarde, la señora salió a la puerta tan pronto sintió a los jóvenes acercarse.
       —Buenas tardes, John. Estoy esperándole —dijo amablemente.
       Por segunda y última vez el joven Caldwell volvió a recorrer el corto pasillo y a sentarse en el recibidor. Lo mismo que en la ocasión anterior, él se sentó de espaldas a la puerta y la señora frente a él. Sonreída, ella le invitó diciendo:
       —Usted dirá.
       —He hablado con mis padres. Quiero mucho a Mercedes, pero no puedo abandonar mi religión.
       La señora no respondió inmediatamente. No era esa la respuesta que ella esperaba. Estaba segura de que John iba a renunciar a su culto por amor a su hija; estaba convencida de que a través de su hija ella iba a hacer una buena obra conduciendo a la Santa Iglesia una oveja descarriada. Además John era un muchacho fino, distinguido, correcto, y su hija hubiera estado protegida siendo su esposa. Le sorprendió desagradablemente la respuesta. Pero no podía dejar ver su disgusto.
       —En ese caso —dijo— es mejor que no la vea más. Se lo digo por el bien de usted y de mi hija. Corte usted mismo esas relaciones antes de que los sentimientos de los dos lleguen a hacerse fuertes, porque ni mi marido ni yo consentiremos que Mercedes se case con usted si usted no se hace católico.
       John Caldwell no consideró prudente discutir. Sabía que la hija no se opondría a la voluntad de los padres. Saludó con toda corrección y salió. No vio más a Mercedes. Tres meses después recibió una tarjeta de Buenos Aires; era de ella y le enviaba afectuosos saludos.
       John estuvo algún tiempo afectado pero sólo sus padres lo advirtieron. Siguió siendo bien educado, medido, parco en hablar; sólo que se aisló más de sus condiscípulos y hasta de los padres con el pretexto de que tenía que estudiar. Pero es el caso que una semana después de haber recibido la tarjeta de Mercedes tocó a la puerta del despacho de su padre y le dijo que quería hablar con él. Míster Caldwell puso a un lado su biblia, que leía minuciosamente todas las mañanas para preparar las prédicas de la noche, y ordenó a su hijo que hablara.
       —He resuelto irme a la selva a cristianizar indios y a curarlos de sus enfermedades —dijo el joven.
       El pastor no se sorprendió o no dejó ver que se había sorprendido. Respondió en la forma más natural:
       —Bien; si lo has decidido tendrás mi bendición. Sólo quiero pedirte una cosa.
       —Dila.
       —Espera seis meses, hasta que tengas veintiún años. Durante ese tiempo estudia todo lo relativo al territorio adonde quieres ir, sus pobladores, sus creencias, su grado de civilización, sus necesidades y sus enfermedades. Si al cabo de esos seis meses sigues pensando igual que hoy, yo te ayudaré a irte.
       John asintió. Era hijo único y adoraba a sus padres, pero sabía que debía hacerse su vida aunque le causara dolor. Un día, mientras leía acerca de enfermedades tropicales, oyó que el padre le decía a la madre:
       —No estará solo, Betsy; Dios estará con él.
       «Dios estará conmigo», pensó John. «Dios estará también aquí, con mamá; la acompañará, la dará fuerzas». Y ese pensamiento le causó un bien indescriptible; le dio ánimos, se los renovaba cada día, sobre todo a medida que se acercaba el término que míster Caldwell le había fijado.
       Se cumplieron al fin los seis meses; quedó organizada en regla la partida de John sin que se olvidara un detalle, ni aun el de los numerosos cuadernos en que iría anotando sus nuevos conocimientos y sus experiencias. John se fue a La Paz, de ahí a Apolo, y por último se internó en el enorme territorio bañado por los ríos Mapiri, Madidi y Beni.
       Cada vez que John Caldwell veía disminuir su depósito de medicinas escribía a su padre pidiéndole que le enviara más, y hacía llegar la carta al Beni, a Apolo, a Guanay, a Tipuani, al lugar hacia donde se dirigiera el cazador, el estanciero o el explorador que pasaba por donde él se hallaba. El padre recogía donativos de los norteamericanos que vivían en Córdoba o en sus cercanías y a menudo tocaba a las puertas de ingleses, canadienses, holandeses o alemanes amigos solicitando ayuda para la labor de su hijo; en ocasiones escribía a Buenos Aires a pastores de su culto. Pedía las ayudas en suero butantán, quinina, atebrina, sulfas, aspirina, penicilina, en cuantas medicinas podían serle útiles a John, y las despachaba al hijo a través de la Embajada norteamericana en La Paz. La Embajada aprovechaba toda ocasión para hacer llegar a manos de John los paquetes, y a veces llegaron a su destino en formas inesperadas y tras haber hecho los caminos más inverosímiles.
       Durante más de un año el joven hijo del pastor convivió con indios de la selva amazónica; mujeres, niños, ancianos, hombres de los bosques en estado rudimentario de civilización. La gran mayoría estaba permanentemente enferma de tiña, de paludismo, de disentería, y en general la totalidad sufría enfermedades debidas a carencias vitamínicas y a desnutrición. Muchos morían atacados por el jaguar y las culebras, otros devorados por las pirañas o ahogados en los ríos.
       A pesar de que jamás pretendieron hacerle daño, los indígenas no eran consecuentes con John. A menudo una tribu a la que estaba curando abandonaba su paraje en medio de la noche y le dejaba como único recuerdo a una vieja enferma o a un anciano ciego que ya no podía caminar. Muchas veces John Caldwell tuvo que vagar por la selva días y días en pos de lugares donde vivieran indios. Nunca llegaba a aprender del todo una lengua, porque se quedaba sin tener con quien hablarla. Hubo meses en que comenzó el aprendizaje de dos lenguas indígenas. Jamás dejaba de anotar escrupulosamente todo lo que le sucedía, todo lo que observaba y todo lo que aprendía.
       John Caldwell había cumplido ya los veintidós años y no sabía lo que era desear como hombre a una mujer. Podía contar episodios que millones y millones de hombres debían hallar interesantes. Había despertado una vez a media noche con el rugido de un jaguar dentro de su choza, impresión verdaderamente escalofriante, y al abrir los ojos vio a la fiera junto a su hamaca; yendo por una senda abandonada pisó una anaconda gigantesca, que se escurrió por entre los árboles sin volver siquiera la repugnante cabeza; había salvado la vida, cierta vez, subiéndose a un árbol a tiempo para evitar ser destrozado por una manada de tapires que huían enloquecidos. Pero no había bailado con una joven, no había besado a una muchacha, no había sentido el deseo de una mujer.
       John Caldwell, que durante un año se había cuidado de las enfermedades corrientes en la selva tomando medicinas preventivas, sintió una tarde el inconfundible frío del ataque palúdico; y sucedía que desde hacía más de un mes se le habían agotado la quinina y la atebrina y no tenía la menor noción de cuándo le llegarían repuestos.
       El frío llegó a ser tan intenso que el joven misionero no podía sufrirlo. Lo sentía en las entrañas, como si tuviera hielo en los huesos y en los intestinos; todo el cuerpo se le estremecía en temblores que le hacían saltar en la hamaca sin que él pudiera contener los saltos; los dientes de abajo chocaban con los de arriba, y el choque despedía sonidos metálicos sordos, y él no tenía dominio sobre su quijada. John se daba cuenta de lo que le pasaba y sabía que el terrible escalofrío le duraría por lo menos una hora y que tras él llegaría la fiebre y después de la fiebre el sudor a chorros, el sudor debilitador, agobiante; sabía también que el paludismo puede matar, y que si a él le había tocado la forma grave, podía morir antes de que le fuera posible salir de la selva. Sin embargo, él sólo pensaba una cosa, una que repetía sin cesar: «Los indios no van a creer en mí; van a decir que si me he enfermado, no tengo autoridad para curarlos».
       Al cabo de más de una hora —aunque para John ya no existía el tiempo; ya el tiempo había dejado de ser un valor en su vida— el joven Caldwell comenzó a sentir que la cabeza le dolía y que ese dolor aumentaba a saltos, aumentaba, aumentaba hasta que creyó tener dentro del cráneo una horma que alguien abría poco a poco, una horma similar a las que se usan para darles anchura a los zapatos; y la horma se abría allá adentro de su cabeza, y se abría y se abría, hasta que ya no pudo más y oyó su propia voz y comenzó a ver figuras extrañas, repugnantes, que se movían ante él, y todo desapareció, todo, todo, y volvió a aparecer algo, —¿qué?—. De pronto despertó bañado en sudor, chorreando sudor por la cabeza, por el cuello, por la cara, por la espalda. Tenía la extraña sensación de que acababa de nacer, pero con noción de que era adulto y con una sensación de felicidad profunda, algo así como una alegría que no podía externarse.
       Al día siguiente John se sentía bien, excepto por la debilidad, mal gusto en el paladar y la convicción que tenía de que al tercer día, a más tardar al cuarto día, el ataque volvería a producirse. Y podía suceder que fuera una forma maligna de paludismo, y en ese caso una perniciosa podía matarlo en pocas horas. Él no había visto perniciosas en la selva, pero ocurría que los indios se hallaban más o menos inmunizados contra ella por su larga exposición a las picadas de los mosquitos y tal vez por eso la enfermedad no evolucionaba en ellos en la forma mortal; y ése no era su caso; él era terreno virgen en el que el mal podía avanzar como un incendio en el bosque.
       «Debo irme cuanto antes a buscar quinina», pensó.
       En ése momento estaba en territorio bañado por el Mapiri. Si tomaba afluentes podía llegar a la casa de Salvatore Barranco antes del tercer ataque, en caso de que la fiebre fuera terciana. Salvatore Barranco era el hombre blanco más cercano, y además, él lo conocía.
       John Caldwell pidió a los ancianos de la tribu en que se hallaba que le prepararan una pequeña balsa y que escogieran dos hombres para que le acompañaran. La reunión de los ancianos con el brujo fue larga; fumaron, tomaron alcohol de raíces y discutieron durante horas. Al fin fueron a decirle que se haría lo que él pedía y que esa misma tarde la balsa estaría lista y él podría salir al día siguiente, al nacimiento del sol.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora