Capítulo XIII

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       Sentados en el salón recibidor de la casa de míster Forbes, éste, el capitán Ramírez y el señor Céspedes, nuevo subgerente del Banco Minero de Tipuani, se preparaban a charlar. El señor Céspedes iba a la casa de míster Forbes por vez primera. Quería conocer la región adonde había sido destinado, y el capitán Ramírez le servía de introductor. Céspedes era un hombre grueso y bajito, más grueso y más bajo que el viejo Forbes; tenía brazos y manos cortos y ojos bondadosos. Parecía un fraile de otra época vestido de seglar.
       Míster Forbes no quiso esperar que sus visitantes plantearan el tema de la fuga. Servía su celebrada mezcla cuando dijo:
       —Bueno, se les fueron Yasic y Barranco. ¿Cómo fue eso, capitán Ramírez?
       Delgado, también de poca estatura, pero muy erguido, de piel cetrina y pelo muy negro, el capitán Ramírez, que usaba lentes montados al aire y tenía un pequeño bigote que acentuaba su distinción natural, hablaba con notable seguridad para sus años.
       —Fácil, míster Forbes. Pudieron irse porque nadie dudaba del italiano. Al cabo de años de estar yendo cada dos o tres semanas a Tipuani sin dar señales de que le interesaba el oro, su balsa podía ir y venir sin despertar sospechas. En realidad, yo creo que Yasic le indujo a hacer lo que hizo.
       —Es probable —admitió el viejo botánico—. Salvatore estaba desesperado y el chileno halló terreno abanado. Se conocieron en este mismo salón.
       —¿Sí? —preguntó con interés el capitán.
       —Hace más o menos un mes, tal vez cinco semanas.
       —He oído en el Banco opiniones de que no podrán cruzar la selva —comentó el señor Céspedes.
       En ese punto el viejo Forbes no se atrevía a ser tan categórico.
       —No puedo decir que conozca a Yasic. Estuvo aquí sólo de un día para otro, pero no es difícil darse cuenta de que es un hombre decidido y muy astuto. Me parece que Yasic es más capaz y tiene más carácter de lo que aparenta.
       —¿Y Barranco? —preguntó Ramírez.
       —Conocí mucho a Barranco. Es un hombre apasionado y voluble en sus juicios y creo que se ha ido con Yasic por dos razones: le falta un plan, un propósito que guíe su vida, y estaba viviendo muy a disgusto en la selva.
       —Oí decir que su mujer estaba afectada por la muerte de un hijo. ¿Sabe usted algo de eso, míster Forbes? —preguntó el capitán.
       —Muy poco; sólo lo que el propio Barranco me contó.
       A seguidas, en forma demasiado suscinta porque tenía la tendencia a no dar detalles cuando contaba una historia de ésas, el viejo Forbes relató la tragedia del «Quanza». Al terminar sirvió otro trago al señor Céspedes, y al agarrar el vaso, Céspedes preguntó:
       —¿Pero cree usted que podrán cruzar la selva?
       —Ya dije que Yasic me parece decidido y astuto; en cuanto a Barranco, conoce la yunga y tiene gran fortaleza física. Es posible que salgan adelante con su plan.
       El capitán Ramírez sabía distinguir su función de policía de su conducta de caballero. A Forbes le gustaba ese joven tan correcto, siempre dueño de sí, que hablaba como si estuviera leyendo un libro y no decía una palabra de más ni interrumpía a su interlocutor. No había el menor asomo de interrogatorio policial en las preguntas de Ramírez, sino interés de saber la verdad.
       —¿Conoció usted a alguna otra persona blanca conectada con el italiano, míster Forbes? Los indios que andaban con Yasic aseguran que había otro hombre en la casa de Salvatore Barranco y que se fue con ellos.
       —Oí esa historia en Tipuani y oí decir que los lecos de Barranco hablaban de un joven caraiba que estaba en la selva, por el Mapiri, creo.
       —Sí, ellos dicen que es John Caldwell. ¿Conoció usted a John Caldwell, míster Forbes?
       —Personalmente no, pero tuve noticias suyas. Por lo que me contaron, debe ser un joven misionero.
       —Así es, y precisamente debido a su condición de misionero pongo en duda que sea cómplice de Yasic y de Barranco en esa aventura.
       —Tal vez tenga usted razón y tal vez no la tenga. El oro es un mal consejero, capitán Ramírez. Yo les digo a todos: «Busquen la paz del alma y no el oro, busquen la belleza y no el poder». A Yasic y a Salvatore les hablé en esos términos cuando estuvieron aquí. Pero las palabras sirven de poco cuando el corazón está envenenado. No entiendo ese afán de oro que tiene todo el mundo aquí.
       —Yo sí lo entiendo; es que la gente necesita seguridad para el porvenir, y el oro les ofrece esa seguridad —dijo el señor Céspedes.
       —¿Y qué es el porvenir? ¿Quién sabe lo que ha de ocurrir mañana? ¿No es actuar bien la mejor fórmula para tener la vida asegurada?
       El capitán Ramírez quiso explicar por qué el viejo Forbes hablaba en esa forma.
       —Míster Forbes cree que el hombre lleva su destino consigo, y que por tanto hay que educar a cada hombre para que proceda correctamente. Para él, la sociedad debe despojar al ser humano de la ambición de poder y de oro, pero debe hacerlo mediante la educación. Conozco sus ideas porque las hemos discutido otras veces.
       El viejo Forbes se excitaba cuando se trataba de ese punto. Dijo:
       —Sí, así es. El destino de cada uno está en la educación que se le haya dado. Para que su conducta sea buena, el hombre tiene que ser mejor educado.
       El señor Céspedes sonrió. Él no tenía interés en terciar en esa discusión porque para él había sólo una causa de males sociales; la influencia de la Iglesia en el Estado. El que habló fue Ramírez.
       —Es curioso que míster Forbes, siendo inglés, sea individualista, y que yo, siendo latinoamericano, no lo sea. Se supone que nosotros, por nuestra cultura de origen español, seamos más individualistas que los sajones de Inglaterra.
       Míster Forbes llenaba su pipa mientras Ramírez hablaba, y ya iba a llevársela a la boca cuando dijo:
       —¡Un momento! Yo soy escocés, no inglés. Por favor, no quiero confusiones con esos demonios de ingleses.
       Otra vez sonrió el señor Céspedes. Era cómica la protesta del viejo Forbes.
       —Yo tampoco quiero confusiones con eso de la cultura española —dijo. Nosotros somos más indios que españoles.
       Si había algo de indio en el señor Céspedes, era muy poco. El capitán Ramírez debía tener más, a juzgar por el tipo de cabello, la forma de los ojos y el color de la piel. Sin embargo, fue Ramírez quien aclaro.
       —Racialmente sí, pero culturalmente somos españoles.
       —No lo creo —negó Céspedes—, hay una alta proporción de la cultura indígena en nuestro acervo. Pero admito que seamos mestizos.
       —Usted está pensando como boliviano, señor Céspedes, y yo hablo como latinoamericano. Como latinoamericanos, nosotros deberíamos ser más individualistas, y como inglés —o como escocés—, míster Forbes debería serlo menos. Ése es mi punto de vista.
       —No me hable de eso, capitán. Yo soy conservador de toda la vida. Los laboristas dicen que son socialistas y por poco acaban con la Gran Bretaña. Me hubiera gustado ver cómo hubiéramos quedado nosotros si Attlee hubiera dirigido la guerra. Y en cuanto a eso de sajones y españoles, permítame decirle que nosotros, los pueblos sajones, somos más individualistas que ustedes, pero ustedes juzgan ideas y no hechos. Lo que sucede es que para disfrutar mejor el individualismo nosotros cedemos a la sociedad una porción mayor de nuestros derechos y ustedes se niegan a ceder unos pocos. Ustedes tienen en la realidad menos derechos individuales que nosotros, y sin embargo, se llaman individualistas.
       —Así es, míster Forbes —aceptó Ramírez—, pero yo no hablo de hechos, sino de teorías, de los conceptos básicos. Aquí en Bolivia hay quienes quieren acabar con el individualismo antisocial de los privilegiados. Yo estoy entre los que creen que toda persona debe abdicar una parte de sus derechos, como acaba de decir usted, para beneficio de los demás.
       —Capitán, eso no es una teoría sino un principio de todas las sociedades originado en la necesidad de vivir juntos.
       —¡Bravo! Me admira el español de míster Forbes —dijo Céspedes.
       El capitán Ramírez sonrió con benevolencia, lo cual, dada su juventud, le comunicaba encanto a su rostro.
       —Por favor —reclamó Forbes—, no desviemos el tema. No es fácil hablar en la selva de estas cosas. ¿Qué piensa usted de lo que hablamos, señor Céspedes? ¿Le interesa a usted?
       —Más de lo que usted puede imaginarse, míster Forbes.
       —Dígame cuáles son sus ideas. Ya sabemos lo que piensa Ramírez; yo soy conservador, ¿y usted, qué es usted?
       —Liberal, míster Forbes, liberal y librepensador. ¿Es usted religioso?
       —Sí, claro, a mi modo. La biblia es mi libro de cabecera, aunque confieso que no la leo a menudo como quisiera y debiera. Pero creo en Dios según los preceptos de la Iglesia Anglicana, que es la mía.
       El viejo Forbes volvió a servirse de su mezcla, sobre la cual no había hablado todavía a pesar de que se sentía tan orgulloso de ella como de sus orquídeas. Y por cierto, tampoco había hablado de las orquídeas; pero ya habría tiempo para ello.
       Alexander Forbes se sentía a gusto con esos visitantes. El capitán Ramírez tenía inteligencia, reposo mental y una manera muy cortés de exponer sus ideas; el señor Céspedes también era agradable; un librepensador, claro, pero seguramente, funcionario de Banco como era, debía tener ideas claras sobre materia económica. «Ideas claras» quería decir ideas sensatas, de liberal manchesteriano.
       Pero resultaba que no era así, porque tan pronto comenzó a hablarse de la nacionalización de las minas de estaño y de otras medidas que estaba tomando el gobierno boliviano, Céspedes saltó en su defensa.
       —¿Pero no dijo usted que es liberal? —preguntó, asombrado, el viejo Forbes—. ¿Cómo defiende ahora medidas socialistas?
       —Por la misma razón que usted, conservador, debe ser liberal en economía. ¿O no es usted partidario de que cada uno maneje sus negocios según su conveniencia? —dijo el capitán Ramírez.
       Demonios… Eso parecía ser así. Alexander Forbes no había pensado nunca en ello, pero bien podía suceder que los hombres —la mayoría de los hombres— tuvieran conceptos diferentes, al mismo tiempo, sobre las materias más diversas, y que no se dieran cuenta de ello.
       —Es muy interesante su observación, capitán —dijo—. Pero volviendo al tema, creo que hay que educar al hombre para que respete las leyes. Sin leyes no hay sociedad humana, y las leyes sólo tienen valor si cada persona las acepta y las respeta y las hace respetar.
       —¿Está usted pensando en Yasic y en Barranco al decir eso, míster Forbes? —preguntó Ramírez.
       —En Yasic y en todo el mundo. Pero me gustaría que respondieran a esta pregunta: ¿Van a quedarse a comer conmigo? No creo que estén pensando regresar a Tipuani sin hacerme el honor de aceptar mi mesa.
       El señor Céspedes se puso de pie y se estiró un poco apoyando su mano izquierda en los riñones.
       —Claro que la aceptamos —aseguró—, y por mi parte desde ahora lo comprometo a aceptar la mía cuando vaya a Tipuani.
       —¡Ja ja! El señor Céspedes cree que estamos viviendo en una ciudad y que aquí hay obligaciones sociales —comentó el viejo Forbes sonriendo.
       —No, obligaciones no; placer en recibirlo, sí.
       —Bueno, señor Céspedes, bueno; le acepto la invitación desde ahora.
       El capitán Ramírez seguía sentado, correctamente sentado, discreto como siempre.
       —Perdone un momento —dijo Forbes encaminándose al balcón que daba al patio.
       El capitán Ramírez y Céspedes le oyeron dando voces, llamando a sus lecos; a poco, el ruido de sus pasos indicaba que bajaba las escaleras. Ellos dos se asomaron al balcón que daba al río. Por entre el follaje se veía a trechos el agua que se deslizaba allá abajo.
       —Tenemos una hermosa naturaleza —dijo Céspedes—, que va de las cumbres nevadas de los Andes a las llanuras selváticas de la Amazonia.
       —Sí —aceptó Ramírez—, y además de hermosa, es rica; por lo menos, fue rica. Con la plata que se sacó en Potosí pudo hacerse un puente de América a España; con el estaño y otros metales que sacaron Patiño y Aramayo, seríamos un país de millonarios. Ya ve, aquí en la selva dos hombres se van con cuarenta o cincuenta kilos de oro recogidos en un momento, como quien dice.
       —Es simbólico —dijo Céspedes—. Igual que los conquistadores, Patiño y Aramayo, esos hombres se llevaron el oro y los indios que trabajaron se quedaron con hambre.
       —Sí, efectivamente; no había advertido la semejanza. Ha sido el mismo caso en pequeño, lo cual demuestra que los hombres han cambiado muy poco en cuatrocientos cincuenta años.
       —Los hombres no; yo diría que las instituciones, porque nosotros no éramos así antes de la Conquista.
       Eso tocó a Ramírez en su parte sensible de soñador, pues en su alma había una fuerte tintura de romanticismo tal como lo había expresado, por ejemplo, Chateaubriand. Tenía nostalgia de una vida que sólo conocía a través de libros: el imperio de los Incas, el vasto Tahuantisuyu, con su organización social establecida sobre la justicia y la bondad; un imperio enorme en que «no había un ladrón ni hombre vicioso, ni holgazán, ni mujer adúltera ni mala, ni se permitía entre ellos, ni gente mala vivía en lo moral, y… los hombres tenían ocupaciones honestas y provechosas», según había asegurado en su testamento un soldado conquistador que había muerto en el Cuzco en 1589.
       La brisa rizaba el agua del río, mecía los árboles, refrescaba el aire.
       —Este señor Forbes tiene mucho tiempo viviendo aquí, ¿no? —preguntó Céspedes.
       —Varios años.
       —Supongo que no volverá a Inglaterra.
       —¿A qué? Se siente en la selva como pez en el agua. Es un hombre feliz porque tiene lo que desea: la paz, la belleza, el afecto de todos los que le tratan. Además, trabaja en lo que le gusta.
       Volvió el silencio a imponer sus fueros; o mejor que el silencio, la voz de la selva, tan múltiple, tan llena de matices, susurrante, expresiva, rica. Céspedes y Ramírez la oían sin darse cuenta; la percibían en el murmullo del río que golpeaba con sus dedos de agua las piedras de la orilla, en el canto de algún pajarillo y en el tremolar de las hojas al paso de la brisa.
       De la tranquilidad en que se hallaba les sacó la voz del viejo Forbes:
       —Ya he dado las órdenes del caso y en una hora y media más estaremos comiendo como reyes.
       Los visitantes se encaminaron al salón y volvieron a usar los asientos que habían ocupado antes. El dueño de la casa llenaba los vasos con su bebida favorita. Cuando vio sentarse a sus huéspedes dijo:
       —Es curioso que en esos mismos sillones se hallaban hace unas cinco semanas Pedro Yasic y Salvatore Barranco. Ahora están cruzando la selva cargados de oro. ¿Se sabe cuánto se llevaron?
       —En dólares, al cambio libre de La Paz, quizá más de cincuenta mil —dijo el capitán Ramírez.
       —Que en bolivianos, al mismo cambio libre, son más de sesenta millones —aclaró el señor Céspedes.
       —Demasiado dinero —fue el comentario del viejo Forbes.
       —Pero no lo disfrutarán —explicó el capitán—. Todos los puestos de la selva y los fronterizos están avisados.
       —La frontera es una idea, no un hecho —observó Forbes.
       —En cierto sentido sí, pero no olvide que a pesar de sus enormes proporciones la selva es muy pequeña para el hombre blanco. Necesariamente tiene que acudir a los contados puntos donde puede curarse si enferma o donde puede hallar gente si requiere alguna ayuda.
       Forbes repitió:
       —Demasiado dinero.
       Céspedes preguntó:
       —¿Y qué pasa si se pierden en la selva?
       —Si se pierden —explicó Ramírez— caerán en nuestras manos, porque el que pierde el rumbo en la selva se dirige inconscientemente hacia el lado del corazón y acaba trazando un círculo que al final lo conduce al punto de donde salió.
       Céspedes abrió los ojos de asombro.
       —¿Cómo, un círculo? ¡Qué curioso!
       —En la selva suceden cosas muy curiosas, amigo —dijo Forbes mirándole con seriedad—. Tal como ha dicho el capitán Ramírez, si Yasic y Barranco se pierden volverán al punto de partida. Pero no creo que se pierdan. Barranco conoce la selva.
       —Y si no se pierden, y salen al Brasil o a Iquitos, serán ricos. Con tanto oro podrán vivir en paz.
       Alexander Forbes se quedó mirando a Céspedes como si le hubiera oído una blasfemia.
       —¿Paz ha dicho usted? No, amigo, con tanto oro no podrá haber paz entre Barranco y Yasic. Donde hay oro no hay paz.
       El capitán Ramírez tomó su vaso y bebió un sorbo.
       —Así es, míster Forbes. Donde hay tanto oro no puede haber paz.

El Oro y la PazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora