Y entonces, sus palabras se volvieron fuego.
Cada una de ellas quemaba más que la anterior.
Ardor incesante.
No lograba articular palabra alguna, el dolor me oprimía el pecho, el alma.
Mi ser agonizaba.
Con sus manos me imploraba perdón, arrepentido.
No podía, esto me superaba.
Y, ¿sabes lo peor?
A pesar de todo, yo era la que temía perderle.
No.
Mi orgullo me decía: No debes perdonarle.
Pero...
Estúpida inocencia, que me jugó una mala pasada.
Dicen que las personas merecen una segunda oportunidad.
Ja, seguro...
Y ahí me encontraba yo, sin saber qué hacer.
El puñal estaba clavado en mi pecho, brillante.
Fluía por él ese hermoso líquido carmesí.
Tan cálido.
Las lágrimas llevaban a cabo una lucha enfurecida por salir.
Con cada una de ellas, mi alma se iba apagando.
Lenta tortura.
Y entonces comprendí mi estúpidez, mi debilidad.
Y aún así, lo hice.
Me traicioné a mí misma.
Pobre e idiota corazón, y pobre e idiota yo.
Pero era él.
Y así, sin más, volví a abrirle las puertas, enseñando los escombros que quedaban de mi ser.
Porque prefiero mi sufrimiento y la felicidad de él.
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Palabras Calladas ©
Poesia-Aquí, en este diario, escribiré todo lo que tanto yo como miles de personas mueren por gritar a los cuatro vientos.