Final narrado/Carta 20.

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Deborah se quedó muda ante el sonido repentino de alguien diciendo su nombre.

Volvió a ver por si era alguien llamándola desde la puerta, pero no.

Helen salió de su escondite con una expresión de asombro.

Tanto tiempo... tantas cartas... tantos líos... ¿y había sido su mejor amiga?

—¡H-Helen! –exclamó– Dios mío, me asustaste. ¿Qué haces ahí metida?

—Fuiste tú... –masculló Helen.

—¿D-de qué estás hablando? –Deborah tartamudeó.

—Todo este tiempo... Fuiste tú. Tú eras "Ella"

Helen se fue acercando lentamente a su pupitre, donde Deborah se encontraba.

—H-Helen, puedo explicarlo...

—¿Ah, si? ¿Qué llevas en la mano, eh? –señaló acusadora, Helen.

Deborah sostenía en su mano derecha un papel blanco doblado, tal y como las anteriores cartas que Helen había recibido.

Se la arrebató y la leyó en voz alta:

"Amada mía:

Estuve pensando mucho, me costó incluso dormir. Pensaba y pensaba en tu propuesta de vernos, pero siempre llegaba a la misma respuesta: no.

No puedo dejar que sepas quien soy, aún.
No quiero arruinar lo que hay entre nosotras, no quiero que me odies y que me evites.

Por lo que, tras pensar y pensar, he llegado a una desición, ésta será mi última carta. No puedo seguir más con esto, ya no.

Todo se me fue de las manos al mandarte la segunda carta, me carcomieron las dudas y me obligaron a enviártela.
Todo esto no debió pasar, yo solo debía expresarte mi amor de manera anónima para sentirme mejor. Nada más.

Pero luego vinieron las dudas, los celos, el rollo con la directora y tu supuesto amigo "Fer". Se me salió todo de control.

Perdóname.

Tan solo quiero que sepas cuanto te amo, Helen. Y que lo único que quería era que me dejaras amarte.

Tan solo... déjame amarte.

Atte: Ella."

Cuando Helen alzó nuevamente la vista, se halló con una Deborah totalmente destrozada. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y apretaba con fuerza sus puños sujetando el uniforme de educación física.

Helen jamás había visto a su mejor amiga de tal manera, jamás. Y eso que llevaban ya varios años de serlo.

—D-Deborah... yo...

—¡Ya! ¡Adelante! –la mencionada gritó– ¡Ódiame! ¡Despréciame por todo lo que hice! ¡Por acosarte! ¡Por celarte! ¡Por pedir que me dejaras amarte! ¡Ódiame, Helen, hazlo!

Deborah cayó de rodillas al piso cubriendo su cara, sollozando sin consuelo. Un nudo grueso se formó en la garganta de Helen y se arrodilló al lado de su mejor amiga.

—Deborah... ¿realmente sientes todo eso? –preguntó con calma para que el nudo en su garganta no se soltara.

—¿De qué hablas? –preguntó la que lloraba desconsoladamente de las dos, entre hipidos y sin levantar su irritada mirada.

—¿Realmente me amas?

Deborah asintió —S-si... pero no necesito, no quiero que me ames de vuelta. Tan solo déjame amarte, y todo estará bien para mí. Solo eso quiero.

—Oh, Deborah, qué ingenua eres –habló Helen arremedando la manera en la que ella la había llamado alguna vez en una carta anterior–. Yo siempre te he dejado amarme, de hecho, es lo que más he querido desde el momento en que me enamoré de ti.

Deborah no creía lo que acababa de escuchar.

—¿Q-qué? –finalmente alzó su vista.

Helen asintió. —Te he amado desde que tenía 16 años, Deb. Desde que me consolaste luego de que me dejasen plantada en mi primera cita con un patán desgraciado del que luego me enteré tenía otras 3 novias más.

Helén rió al recordar lo último. "A veces los hombres se pasan" pensó.

—E-entonces... –tartamudeó Deborah incorporándose nuevamente– ¿Serías mi novia?

—Con gusto "Ella" –aceptó levantándose también.

—Oh, amada mía –Deborah suspiró.

Y ambas se fundieron en un dulce beso, lleno del más puro y desenfrenado amor que podrían imaginar.

Y desde la puerta del salón un chico, al que le decían Fer, y una chica, llamada Perla; espiaban a la feliz pareja. Perla con una sonrisa en la cara y Fer con una mueca.

—Te lo dije, te dije que era Deb. Quiero mis veinte dólares.

—¡Veinte! –se quejó Fer– ¡Habíamos dicho diez!

—Si, dijimos diez si no era Deborah y aumentamos la apuesta cuando tú intentaste hacer que todo eso de la supuesta acosadora parase. Ahora, mis veinte.

El chico, a regañadientes, sacó su billetera y de ésta un billete de veinte dólares que se lo dió a la chica.

—Te salió cara la felicidad de tus mejores amigas, ¿no? –preguntó Fer con ironía.

—Cállate, niño. Yo de todos modos sabía desde hacía tiempo que esas dos se amaban con locura.

—¿Y por qué no dijiste nada?

—No me correspondía –se encogió de hombros–, bueno. Me tengo que ir, le diré a la profesora que Helen se sintió mal y que Deborah la acompañó a la enfermería. Chao.

Y mientras los espías se retiraban del lugar, las dos tortolitas se abrazaban sonrientes, olvidando completamente el mundo exterior.

Déjame amarte.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora