Epílogo.

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Deborah estaba aburrida, muy aburrida, no había nadie con quien hablar.

Perla no tenía celular, se le había arruinado.

Y Helen estaba en una cita con un nuevo novio el cual no le caía para nada bien, pero no podía hacer nada si a su mejor amiga la hacía feliz.

Ella escuchaba música mientras dejaba su cabeza caer del borde de la cama y miraba a la nada, cuando repentinamente la música se detuvo siendo reemplazada por el tono de llamada especial, que había puesto para una persona especial.

—¿Helen? –preguntó– ¿Qué pasa?

—T-tengo frío –murmuró.

—¡Helen!

—V-ven a buscarme, p-por favor.

—¡Dónde estás! –preguntó Deborah, alarmada. Por el tartamudeo inusual en su voz era obvio que estaba en la calle, en el frío de la noche.

—P-por favor.

Y la llamada se cortó.

Preocupada, Deborah saltó de la cama, se puso zapatos, una chaqueta y tomando las llaves del auto de su madre corrió fuera de casa para ir por Helen.

Deborah había conseguido su licencia de conducir hacía tan solo unos meses atrás luego de cumplir los dieciséis, gracias a un permiso que le hicieron sus padres.

Condujo en dirección al restaurante donde se encontrarían Helen y su novio –que ella, ese mismo día en la mañana le había dicho cual era– y unas cuadras antes de llegar, reconoció un rostro familiar.

Aparcó a un lado de la acera y bajándose velozmente del auto corrió hacia la chica.
La sostuvo entre sus brazos y la metió en el auto.

Había empezado a nevar antes que Deborah saliese de su casa, lo que decía que Helen había pasado a merced del frío unos 15 minutos más o menos.

Cerró todas las ventanas y puso la calefacción.

No hablaron hasta llegar a la casa de Deborah.

Una vez adentro, Deborah corrió tomándola de la mano hasta su cuarto, la envolvió en un montón de mantas, le puso un montón de suéteres y la abrazó.

Ya en tan acojedora posición, le preguntó:

—Helen... ¿qué pasó?

—¡No llegó! –sollozó– ¡No llegó!

Helen escondió su rostro como pudo mientras lloraba, y entre sollozos comenzaba a cantar: —Pero no vino nunca, no llegó. Y mi vestido azul se me arrugó. Y esta esquina no es mi esquina, y este amor ya no es mi amor.

Deborah reconoció la canción al instante, Mi vestido azul de Floricienta. Apoyando su cabeza en la de Helen le siguió el canto: —Pero no vino nunca, no llegó. Y yo jamás sabré lo que pasó. Me fui llorando despacio, me fuir dejando el co~razón.

Mientras que en esa habitación un supuesto amor moría, otro nacía. Un amor que sería más fuerte, tanto, que le aseguraba a Deborah que sería capaz de hacer todo lo imposible posible con tal de no ver a su Helen llorar por amor otra vez.
Un amor que le decía a Helen que a la verdadera persona que necesitaba a su lado, ya estaba allí, acunándola en sus brazos y siguiéndole la letra de una canción sobre un corazón roto.

Y ambas en esa nevada y fría noche, se pidieron mutuamente en silencio: Déjame amarte.

Déjame amarte.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora