Capítulo 7 - Señora Tilman

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Sus pasos, guiados por la mano de Tilman, iban siempre por delante de sus pensamientos. Habían llegado al Hall de la casa en escasos minutos, encontrándose allí con Petrovsky. El anciano lucía más menudo aún ante la prodigiosa estampa de Edgar Tilman, ahora henchido de orgullo y rencor, alzándose como un animal herido que pretende ser más peligroso de lo que realmente es.

-La fiesta ha terminado – repitió, rugiendo a su ayuda de cámara. Inspiró profundamente – Hazlo saber a todos y que se marchen de mi casa. ¡Ahora!

 Aunque el grito no iba dirigido a ella fue como si una gélida mano serpentease sobre su piel. Se obligaba a respirar tenuemente, pretendiendo ocultar su existencia a los muros de piedra que lloraban la luz anaranjada del fuego. Se resbalaba, como si aquella casa no estuviese hecha para otra cosa que las tinieblas.

Petrovsky asintió y sin decir media palabra ni pretender ninguna explicación, caminó con paso indeciso e irregular. Si Tilman no era más que un animal herido disimulaba muy bien su debilidad.

Tras sus rudimentarias palabras se dirigió a las escaleras. No eran tan aterradoras ahora que otra presencia mayor se erguía imponente sobre ellas. Engulleron los peldaños como si de nada se tratasen y al llegar al largo pasillo, Charlotte sintió que los ojos de las doncellas de aquellos cuadros se clavaban en ella con rencor y recriminación; parecían culparla por lo que había hecho, como si ellas, en su perfección de no existir, no hubiesen cometido jamás un acto de deshonra tan deliberado.

 “Bailar con un lacayo el día de mi boda… Nadie es tan estúpida”

Se sorprendió al hallar retazos del tono frío de William en su cabeza, como si él estuviese haciéndole ver lo inútil que era estuviese donde estuviese. Tragó saliva con toda la delicadeza que pudo e hizo acopio de fuerzas para controlar su agitada respiración y sosegar el arrítmico latir de su corazón que, desbocado, le decía que se alejase de Tilman todo lo que sus piernas le permitiesen. Desgraciadamente el conde la tenía aún asida por el brazo, auque de no haber sido así Charlotte no habría sido lo suficientemente valiente como para intentar tal cosa. Ella lo sabía.

 Charlotte pudo comprobar que habían pasado de largo su habitación y aquello no le gustó lo más mínimo, fue como si Tilman la estuviese agarrando con más fuerza aún… Aunque sabía que era cosa de su imaginación. Ahora recorría por fin aquél largo pasillo en compañía de alguien, y ahora deseaba por encima de todo hacerlo en soledad.

Tilman se detuvo en seco sin previo aviso y metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqué. Sacó una pequeña llave de cobre y la introdujo en una cerradura igual de pequeña. Un “clic” teñido de óxido dio paso a una habitación de la que nada podía ver Charlotte situada tras su marido. Éste se giró, y Charlotte prefirió mirar su boca en lugar de sus ojos.

-Entra – sus labios se curvaron en un gesto de disgusto.

Y tuvo que obedecer.

Ante sus ojos aparecieron cuadros, muebles, flores y un gran camastro, iluminado todo por una tenue luz de velas que parecían repartidas por el habitáculo a conciencia. Sobre la cómoda un par de copas de plata flanqueaban una botella de buen vino. Un puñado de pétalos de rosa reposaba sobre la colcha rosácea y de aspecto suave de la cama, y diversos tipos de flores bebían agua en sus jarrones, repartidos de forma equitativa por la habitación. El portazo con el que Tilman cerró tras su paso le devolvió bruscamente al momento.

 Su marido pasó como un huracán junto a ella y paseó durante unos tres minutos por toda la habitación como si de un perro encerrado se tratase. Charlotte sintió la necesidad de decir algo, pero no había palabras para sosegar y amedrentar el temperamento de Tilman. Por toda acción Charlotte cogió aire y abrió la boca dispuesta a decir algo, pero como si lo hubiese intuido Edgar la miró con desaprobación.

Los caminos de CharlotteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora