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El tirano muere y su reino termina.

El mártir muere y su reino comienza.

Sören Aabye Kierkegaard

Kostaj sabía que iba a morir pronto.

No era un pensamiento que lo carcomiera o una trágica inevitabilidad. Era más bien una sentencia de nacimiento. Aunque todos compartían la misma suerte, algunos nacían con el reloj ya avanzado. Y todos no hacían más que esperar a que cometieran un error para arrancarlos definitivamente de esa tierra.

Las calles estaban vacías, pese a ser mediodía. Caminaba con su polerón encapuchado, con las manos en los bolsillos y los ojos marrones atentos a todos los detalles. Tenía que tener cuidado. Un paso en falso literalmente podía acabar con él. Y no podía darse el lujo de morir antes de salvar a su hermano menor. El tatuaje de Ter con la forma de una espada en su muñeca izquierda le escocía más con cada hora que pasaba, pero trataba de ignorarlo. Si no llamaba la atención, podría llegar a tiempo.

«Orden 54-Sentencia enviada» —dijo la voz de la Central en medio de la calle—. «Se recuerda a los habitantes la vigencia de la Ley de Tar para los inadaptados. Tengan un buen día con el favor del Supremo».

Allí iba otro. Esa orden no era la suya, pero no podía sino imaginar quién estaría tomándose la muñeca con lágrimas en los ojos. Y los hijos, padres, hermanos, hijos, novias, novios, esposas y esposos que tendrían que tomar una decisión. Kostaj negó con la cabeza y sonrió sardónicamente para sí. Hubiera rezado al Supremo por aquel infeliz de la Orden-54, pero sabía que no lo escucharía. Lo que no existe no se puede apiadar de los mortales.

Cruzó la calle cuando los primeros trabajadores empezaron a salir. Nadie lo miraría ni le hablaría, claro, pero prefería que tampoco lo reconocieran. Ya la gran mayoría de las personas le apartaban la cara, era evidente que no lo ayudarían. Ser normal, en definitiva, era una mierda.

Recordaba vagamente la única vez en que había intentado cambiar la «infame» calificación de graduación —«Corriente, clase uno»— a algo un poco más decente, como «Cambio, clase cinco», la más baja de todo el rango de cambios. Sin embargo, su visión apenas mejor que la media y su asombrosa agilidad no eran consideradas verdaderos cambios. A lo más una patética adaptación a la zona. A lo más una característica “interesante”, como podría serlo el coleccionar piedras o tocar la flauta.

—Lo siento, chico, pero no eres como nosotros. —Sí, esas habían sido las trilladas palabras del oficial del Registro. Había sido amable y le había dedicado una mirada de conmiseración, pero no mucho más. Los discapacitados merecían compasión, pero no privilegios. Desde los once años supo que su mejor estrategia para llevar una vida tranquila era pasar desapercibido.

Y lo había conseguido hasta ahora.

Kostaj se detuvo cuando un par de vehículos hicieron lo propio a su lado de la calzada. Todo su cuerpo se tensó, pero sabía que no era así como funcionaban las cosas. No tenía caso acecharlo cuando El Sistema haría su trabajo en un par de días. El hombre tragó saliva y revisó el cronómetro en sus ojos. Un fuerte dolor de cabeza lo golpeó cuando accedió a la plataforma pública y no pudo evitar parpadear un par de veces.

«Cuatro días, dieciocho horas y cuarenta y tres minutos hasta la ejecución».

Todavía tenía tiempo. Echó un vistazo a su alrededor. Los edificios se erguían con indiferencia en medio de las antenas de teletransmisión. Las calles estaban impecables y apenas si había transportes. Era evidente que tener a unos cuantos “inadaptados” sueltos no le hacía gracia a nadie. Y la mayoría prefería mantenerse en casa hasta que la voz indicara que el peligro había pasado. Después de todo, nadie quería ser acusado de socorro. Ya bastante tenían que preocuparse con que ninguno de sus familiares incumpliera la Ley.

El viento lo estremeció. El sol, esta vez con tintes azules gracias a la Votación del Elicio, le molestaba en los ojos y se cubrió un poco más con la capucha. Se echó a andar de nuevo y se preguntó si lograría llegar a tiempo. Pero preguntárselo no lo ayudaría a avanzar más rápido, por lo que apretó un poco el paso. Invariablemente, su instinto le impidió correr. «No llames la atención», le recordaba una voz en su cabeza, muy similar a la de su padre. «No lo ayudarás si te capturan».

Dio un último vistazo al sol azul y continuó caminando. El tatuaje volvía a escocerle.

Kostaj sabía que iba a morir pronto.

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora