VI

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No se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado. No lo sabía, pero tampoco le importaba. Su cuerpo se sentía pesado y adolorido y le costó abrir los ojos en un comienzo. El rostro herido de su hermano le devolvió la mirada y unas náuseas dolorosas —como punzadas que avanzaban lenta y agónicamente a través de su carne— le devolvieron la lucidez. Cerró los ojos un momento y decidió que era tiempo de levantarse.

Ya no quedaba nada de la casa de Uhr, por lo que no tenía sentido permanecer allí más tiempo. Las sepulturas no estaban permitidas para los criminales y, de todas formas, a Kostaj no le hacía ningún sentido. Su hermanito ya se había ido. Su cuerpo solo era una cáscara inútil. Daba igual qué ocurriera con él. Su verdadero legado estaba ahora en las manos de Kostaj. Cada hombre, mujer, niño o anciano con un cambio eran ahora sus enemigos. Y homenajearía la memoria de ese chico triste y resignado haciendo lo que ninguno de los dos se atrevió a hacer, pero que ambos soñaron en secreto: vengarse de aquellos que los habían oprimido.

Eran pensamientos peligrosos, sí. Kostaj lo sabía. Sabía que iba a morir pronto. Pero eran los únicos que ahora podía soportar. La garra de abismo que le apretaba las costillas solo se aliviaría si luchaba. Si castigaba. Entender la injusticia solo lo llevaría a la locura. Necesitaba equilibrio.

—No lo conseguirás así.

Dos segundos. Usó el primero de ellos para abalanzarse contra esa figura intrusa, golpeándola fuertemente contra la pared y odiando cada una de las hermosas plumas negras —cambio— que salían de su espalda. Y solo se dio cuenta después de que ese enemigo infame, que intentaba asesinar con sus manos desnudas, le devolvía la mirada con el recuerdo de una caricia de otoño.

—Milakai —susurró y fue casi un jadeo doloroso. Ella sonrió con tristeza y bajó la mirada. Los mechones negros de su pelo cubrieron por un segundo el dolor de sus ojos.

—Lo siento mucho —dijo ella y él supo que decía la verdad.

Siempre decía la verdad. La soltó al instante, casi como si quemara. No sabía qué decir ni cómo reaccionar. Pensamientos erráticos —¿Cómo llegó ahí? ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué decía que lo sentía?— cruzaban entre ellos por las carreteras de su mente sin rumbo alguno. Así que simplemente se quedó allí, mirándola, con la cara cubierta de rastros de lágrimas y sangre y la mirada hundida y perdida en sus cuencas. Lucía como un demente, era obvio. Pero no pensaba disculparse sobre nada.

Ella no perdió un solo segundo:

—No puedes hacer eso. —Él entornó los ojos—. Llevar a cabo esa venganza inútil. Te matarán y no conseguirás nada. —Se detuvo un instante y suavizo un poco la mirada—. ¿Crees que Uhr querría…?

—No me jodas —gruñó él—. No te atrevas a venirme con esa mierda de: «¿Crees que tu hermano muerto querría verte así?». Te creía más lista que eso, Milakai. Uhr no puede querer nada, porque está muerto. Y me importa una mierda qué hubiera querido. Esto lo quiero yo. Y no vas a detenerme.

La joven no reaccionó ante la agresividad de su provocación. Siempre era exactamente igual con ella. Siempre permanecía impasible ante las amenazas, como si apenas las escuchara, y hablaba con una escalofriante naturalidad. Esa vez no iba a ser la excepción. Ella se encogió de hombros y sonrió. Una sonrisa desafiante. Burlona.

—Entonces, ¿vas a matarme?

Kostaj parpadeó un par de veces. Su rostro se deformó en una genuina expresión de sorpresa que acentuó un poco más la sonrisa de Milakai. Ella se cruzó de brazos y agitó un poco las grandes alas negras que salían de su espalda.

—Tengo un cambio. Dos, de hecho. Soy un… ¿Cómo decías? Un mísero animal con un «don» —hizo las comillas con las manos—. Así que… ¿Vas a matarme?

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora