VIII

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—¿Le rompiste el cuello? —preguntó Milakai en un murmullo.

No había dicho nada ni lo había interrumpido durante todo su relato. Ni siquiera había intentado confortarlo. Simplemente se mantuvo allí, escuchando en silencio con una expresión inmutable. Kostaj suspiró y asintió con la cabeza para responder la pregunta.

—Sonó como una cáscara de huevo. —Entornó los ojos, sin mirarla—. No lo habría hecho si no hubiera dicho eso último. Eso de «Si me matas, morirás», como si fuera una transacción en lugar de una decisión. Y lo peor… es que sonó como si… como si él lo estuviera buscando. Como si quisiera morir. No lo entiendo. ¿Por qué querría eso? No tiene sentido…

Milakai no respondió. Se acercó a él y se apoyó en la pared a su lado. Le tomó la mano y la apretó, sin decir palabra por algunos segundos. Kostaj la miró con perplejidad, pero el calor de su piel lo hizo volver al presente lentamente. Con las cenizas rojas, el cadáver de Uhr y su juramento de venganza.

—Kayta nunca estuvo satisfecho. Sabía lo mismo que tú: que el mundo estaba mal. —Milakai hablaba con serenidad y sin sobresaltos, como si intentara explicarle un complicado procedimiento a un muchacho inquieto—. Creyó que el único modo de arreglarlo era ser parte de sus beneficios. Trató de escalar para poder contrarrestar esa sensación. Pero se dio cuenta de que eso no servía para nada. Probablemente… —La joven dudó un segundo—. Probablemente cuando te llamó ya sabía cómo terminaría ese encuentro.

—Entonces… ¿Vi-violó a esa chica solo para…?

—No lo sé. Pero es una posibilidad.

Kostaj se llevó una mano al pelo y tragó saliva. No quería escucharla. No quería encontrarle sentido a lo que había pasado. Quería que se quedara así, absurdo e inconcebible, antes que transformarlo en una cruda lógica como esa. Quería que Kayta fuera el malo. Ansioso de poder, desdeñoso, discriminador, arrogante, lo suficientemente estúpido como para provocarlo y lo suficientemente lento como para impedirle matarlo. Pero simplemente no calzaba. Y las conexiones empezaban a arañarle la piel como crueles susurros.

Nunca había entendido por qué su padre había robado. Su Sentencia lo acusó de aquello y él nunca rechistó. Intentó escapar e intentó salvarse, pero nunca negó los cargos, ni siquiera con él. La sensación de injusticia, horror e impotencia que llenó cada una de sus noches luego de su muerte le impidieron pensar más allá. «¿Por qué mi papá robaría?». Era una pregunta razonable. Habían sido solo dos tarros de atún.

«Atún». El favorito de Kayta.

—No es… ¿Él lo hizo? ¿Para que lo mataran…? —Sus balbuceos eran casi susurros agudos. Preguntas que su mente no lograba procesar a tiempo, porque ráfagas de información, sospechas, emociones y recuerdos se agolpaban y peleaban para poder responder. Claro que no. Es obvio. ¡Lo hizo! Es imposible. Hijo de puta. Mierda. Mierda. Mierda. No, él nunca… ¿Por qué no lo haría?

«La muerte es el único camino para todos». Había sido un comentario desdeñoso, ¿no? Solo eso. No era una advertencia o una filosofía. Era solo Kayta, siendo el cabrón discriminador y soberbio de siempre, ¿verdad? La muerte era el único camino para los Corrientes, eso había querido decir. Eso es lo que siempre pensó, ¿verdad? Despreciaba a su padre y a su familia. Se creía superior. Quería desligarse de ellos. Se reía.

—La muerte es la única salida de este mundo —dijo Milakai—. Kayta… Kayta no quería vivir en este mundo. Luchó contra eso e intentó ser parte de él. Pero lo único que de verdad quería era que nadie sufriera como él. Y la muerte es el único camino para…

—¡¡No!!

«Somos solo peones, Kostaj. Solo que yo lo sé y lo acepto. ¿Cuándo lo harás tú?»

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora