III

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A las cinco de la tarde, ya había recorrido media ciudad y el corazón comenzaba a lastimarle el pecho. No era el esfuerzo físico, que era mínimo, sino la preocupación que ya estaba tomando forma en su interior. Su muñeca se había calmado en las últimas dos horas y nadie lo había reconocido. Todavía podía llegar a tiempo.

Cuando dobló en la Esquina Tercera, el rostro se le iluminó y una involuntaria sonrisa se esbozó en sus labios. Un hombre de su edad iba caminando por la vereda contraria con un bolso de compras y un cigarrillo en la boca. Reconocer esa cabeza demasiado redonda y ese caminar arrastrado no era difícil. Aunque habían perdido contacto durante un par de meses, Pakle era asiduo a sus juegos de billar los fines de semana y siempre invitaba a Kostaj a su casa para ver La Transmisión. Nunca le molestó el color azul de su tarjeta y nunca lo mencionaba en sus conversaciones.

Esta vez sí corrió hasta alcanzarlo, aunque no le habló hasta estar a su lado.

—Pakle, ¿estás bien?

Lo vio sobresaltarse y una sonrisa volvió a formarse en su cara. Desapareció tan pronto sus ojos se encontraron con los de su amigo.

—Kostaj —dijo él y apartó la mirada—. No puedo hablar contigo, lo sabes bien.

—Necesito tu ayuda —se apresuró a decir y lo tomó del brazo con suavidad. Pakle no se apartó, pero Kostaj pudo sentir los músculos bajo la ropa tensarse al instante—. Tú tienes un transporte. Necesito… Necesito llegar donde Uhr. Si no llego a tiempo, no podré hacer el traspaso.

—No puedo ayudarte. Kostaj, no me pidas lo que sabes que no puedo cumplir. Éramos… éramos amigos, pero la ley es la ley. Ya se dio la sentencia. No puedo ayudarte. —Su voz pareció flaquear en un momento—. Si me descubren…

—No lo harán —aseguró el encapuchado con fuerza—. Si me descubren, diré que lo robé. Nadie dudará de eso. Verán mi tarjeta y…

«No puedo ayudarte». Podía ver la cara contorsionada de su amigo y supo que no tenía caso insistir. Pakle respiraba con dificultad y no dejaba de mirar alrededor. Kostaj bajó la mirada y volvió a arreglarse la capucha para cubrirse un poco más. Soltó el brazo de su amigo y asintió con la cabeza. Pakle volteó a verlo y lo vidrioso de sus ojos confirmó lo que Kostaj ya sabía. No iba a ayudarlo. No podía.

—Tengo hijos, Kostaj. Yo… Lo siento… No puedo hacerles…

—Lo sé —dijo él de inmediato y le dedicó una última sonrisa. No le ofreció la mano ni lo palmeó en la espalda como hubiera hecho siempre. Se apartó un poco de él y siguió caminando—. Gracias por no delatarme. Saluda a tus chicos. Tienen un buen padre.

—Kostaj, perdóname…

—Yo haría lo mismo que tú. Después de todo, la familia siempre va primero.

No había rencor en sus palabras, pero la amargura en su boca era innegable. Podría haberle hecho una escena y haber arrastrado a todos los cercanos a Pakle en su propia miseria. O golpearlo. Pero no lo culpaba en absoluto. Ni siquiera cumpliría con su amenaza —robarle el coche. Kostaj cruzó nuevamente la calle y vio de reojo cómo Pakle entraba a su condominio con la cara distorsionada por una emoción difícil de identificar. Culpa quizás. Miedo, seguro. Vergüenza incluso. 

—Adiós, amigo —susurró para sí mismo y continuó caminando por las calles. Esta vez casi sí rogó al Supremo para que nada le ocurriera a ese antiguo y asustado compañero de clases. ¿Cuántos más le darían la espalda? No podía odiarlos. Si él estuviera en su situación… no podía asegurar que daría una mano. Quizás también pensaría en su familia y en su futuro. No los arriesgaría por la vana esperanza de un hombre muerto.

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora