II

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Las cosas eran simples. Ya nadie recordaba muy bien cómo había comenzado o quizás a nadie le importaba demasiado. A la gente nunca le importaba mucho de dónde venían las cosas o de dónde surgían los cambios, lo importante era que existieran. En las escuelas se contaban muchas leyendas sobre hombres y mujeres antes del Conflicto. Cómo morían rápidamente y no tenían ningún cambio. Eran tiempos duros y primitivos que ya habían cesado. La especie había evolucionado a punta de dolor e innovación y ahora todos podían disfrutar de ese nuevo regalo del Supremo para su supervivencia.

Así le contaron también a Kostaj cuando tenía siete años. Como todos los muchachos de su edad, estaba impaciente por cumplir once y descubrir cuál era su cambio. ¿Le saldrían alas en su espalda?

—Claro que no, anormal, las alas solo vienen de las familias del Norte y tú naciste aquí —Le recordó Pakle, el único chico que insistía en ser su amigo, pese a su timidez—. Apuesto a que será algo más común, como controlar algún elemento o mover cosas. Algo sencillo. —Suspiró—. Yo seguro que leo mentes o alguna chorrada así. Toda mi familia hace lo mismo. ¡Es irritante!

Kostaj nunca mencionó a su familia en esas conversaciones. Su padre se lo había prohibido en innumerables ocasiones y comenzaba a comprender por qué. Él no tenía ningún cambio. Llevaba la tarjeta azul de «Corriente» y por eso trabajaba en las aceras, recogiendo los desperdicios.

Sin embargo, no toda la familia era igual. Su hermano mayor Kayta sí tenía un cambio. Muy débil, pero era un cambio al fin y al cabo. Podía electrizar las cosas con tan solo pensarlo, aunque le tomaba un gran esfuerzo. Kostaj sabía que podría hacer algo parecido. Después de todo, eran hermanos, ¿no?

Ya con casi veinticinco años, Kostaj todavía no se recuperaba de la amarga impresión que le causó escuchar que él no tenía ningún cambio ni lo tendría nunca. «Solo once años y ya es un marginado». Sus compañeros de clase se quedaron en silencio. Ninguno se atrevió a decir nada, ni siquiera para burlarse. Como todos, comprendían que llevar la tarjeta azul era algo digno de lástima, como ver un perro herido. Kostaj odió cada segundo que caminó desde el estrado donde estaban los Examinadores hasta su asiento.

Y ahora solo lo había empeorado todo.

Como si no bastara vivir con esa puta tarjeta atada al cuello o escuchar las Sentencias a través de las calles de todos los condenados. Como si no bastara haber nacido defectuoso en un mundo de prodigios. Como si no bastara haber visto a su padre morir quemado cuando, luego de que extendieran la Sentencia en su contra, intentó entrar en una tienda para comprar comida. Nadie podía hablarle a un fugitivo. Nadie podía ayudarle. Nadie podía mirarle. Y no podían entrar a ninguna parte.

Luego de que se dictaba una Sentencia, cada perseguido tenía una semana para entregarse y confesar. La hipócrita opción de defenderse en un juicio de dos días era solo un privilegio de ricos y los legislatios cobraban jugosos honorarios para salvar a sus “clientes” de sus penas. Si luego de esa semana, el perseguido no se había entregado, la sentencia se cumplía automáticamente. Si era una multa, la cuenta bancaria depositaba lo adeudado. Si era cárcel, el perseguido quedaba inmovilizado hasta que lo encerraran. Si era la muerte… la forma variaba de acuerdo al crimen. El padre de Kostaj solo había sacado dos tarros de atún de un mercado.

Pero era un «Corriente» y tenía tres hijos.

Kostaj todavía podía escucharlo gritar cuando cerraba los ojos.

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora