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No era común que alguien fuera asesinado por un mero ajuste de cuentas, pero en realidad, ¿qué Transmisión realmente tomaba en cuenta la muerte de un Corriente? Nadie iba a cuestionar la justicia de la muerte de un desechado, menos cuando tenía a un hermano criminal. Ser inocente era tener una familia intachable. Ser inocente era tener un cambio. Ser inocente era no ser el hermano de Kostaj, un criminal que había matado a un oficial de Inteligencia. Kostaj, que había matado a su propio hermano mayor.

Y que ahora ni siquiera recordaba cómo llorar.

No había nadie alrededor de las ruinas quemadas de la casa. Si aquella casa hubiera pertenecido a alguien normal, el lugar estaría infestado de transmisores y curiosos. Muchos buscarían al culpable tatuado. Pero allí no había nadie. Nadie más que un hombre roto que se paseaba entre las cenizas sin saber cómo su corazón seguía latiendo.

Kostaj sintió cómo las suelas de sus zapatos crujían bajo los restos de… ¿Qué? ¿Huesos? ¿Madera? ¿Papeles? No podía saberlo. El olor a quemado era tan intenso que borraba casi cualquier pensamiento, paralizando las ideas. Hacía tan solo una semana había estado en ese mismo lugar. Casi podía sentir el olor a huevos fritos —lo único que Urh sabía cocinar medianamente bien— y escuchar el quedo silencio de la madera crujiente. En la esquina, junto a esa mesa, había un cuadro de la primera mascota que habían tenido… Las cortinas eran de un verde limón gracioso.  Los libros siempre estaban ordenados por autor en los estantes atestados. Pero, al parpadear, no había nada. Nada más que el color rojo de las cenizas.

Nada más que cenizas y culpas que amenazaban con tragárselo en sus gargantas.

Sin embargo, no sabía que la crueldad de la Inteligencia podía ser tan refinada. Habían anticipado ese estúpido aturdimiento que ahora sentía y los vanos recuerdos que atenazaban su memoria. Se había adelantado a sus ojos perdidos y su sabor a fracaso. Y decidieron saborear la sal de sus lágrimas.

Kostaj se abrió paso entre los escombros hasta el lugar donde había estado la habitación de su hermano y se detuvo. Todo en él se detuvo. Su corazón. Sus recuerdos. Sus emociones. Su autocontrol. Su frialdad. Su vida. El cuerpo de Uhr estaba en mitad de la habitación, con los ojos reventados en sus órbitas, la piel levemente quemada y un burdo agujero en el pecho del tamaño de un puño.

—¿Qué…?

No tenía sentido. Habían hecho arder todo el lugar. Habían esfumado cimientos, piedra, madera, cada pequeño retazo de un hombre. Pero el cadáver estaba ahí, frente a él, mutilado, herido, sin vida, entero… real. Un paquete para él. Un recordatorio de lo que había hecho. «Toma, ahí está tu hermano. Lo has conocido toda tu vida y ahora está muerto en su propia casa. Por tu culpa. Respíralo. Mastícalo. Y destrózate, porque eso le hiciste a él». La voz sin ritmo de su mente también se reía. Porque estaba obedeciendo.

Cada lágrima le quemaba la piel, aunque no eran más que gotas de agua. Creyó caminar hacia el cuerpo, pero bien podría haber sido una ilusión. Ni siquiera le dolieron las rodillas cuando chocaron contra el suelo chamuscado. Era curioso, ¿verdad? Sentir ese batido de emociones en su pecho. Sabía de dónde surgían. Su mente reconocía cada una de ellas —dolor, pena, impotencia, rabia, culpabilidad, desesperación, soledad— y entendía perfectamente su origen. Su cerebro conocía el porqué de las lágrimas que ahora se derramaban por sus ojos y entendía por qué estaba sollozando. Sabía que era normal que sujetara el cuerpo vacío de su hermano contra el suyo y le parecía lógico que gritara.

Pero su cerebro no sabía qué más hacer. Más que ordenar, racionalizar, dar instrucciones y luchar por mantener ese delicado equilibrio llamado cuerpo con vida. Más que hacer latir su corazón o mantener sus pulmones respirando. El órgano más poderoso del cuerpo humano y que provocaba cada uno de los titubeos de sus labios y del rechinar de sus dientes… simplemente no podía explicar por qué su hermano estaba muerto. Por qué. No el motivo. Había sido asesinado por grupos de Inteligencia, como venganza por sus acciones. Eso era simple.

Pero saber por qué era lo único que no conseguía entender. Las manos de Kostaj se mancharon de la sangre de su hermano y, por unos instantes, observó el color oscuro y pegajoso con indiferencia mientras seguía llorando. Parecía un chiquillo al que acaban de darle una paliza en el colegio. Llorando por su debilidad, por no poder luchar, por la humillación y por la pena de ser así… incapaz de defender a los suyos.

—Perdóname —Escuchó que decía y le pareció que tenía sentido. Uhr ya no podía escucharlo. Nunca sabría que corrió para intentar salvarlo. Que lo único que quería era librarlo del castigo y sacarle el tatuaje de la muñeca. Que no le importaba morir si él se salvaba.

No, eso tampoco era verdad. No había corrido. Había preferido pasar desapercibido antes de arriesgarse a que alguien lo viera. Confió en la voz que le indicaba el tiempo que le quedaba y las opciones que tenía. Había confiado en la justicia. Había confiado en que iba a morir solo. Había confiado en El Sistema, pese a ser un Corriente. Había preferido caminar y creer que todo iría bien. Había sido estúpido, ingenuo y débil. La venganza de la Inteligencia era predecible. Casi de libro. ¿Cómo no pudo preverlo?

—Tuve miedo… —confesó, enterrando su nariz en las ropas rasgadas del cadáver—. Creía que podría escapar… Tuve miedo de morir. —Su grito se ahogó en la tela manchada de su camisa—. Tenía que ser yo. ¡Tenía que ser yo! Y ellos… —Apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula—. Ellos… te hicieron esto.

«¡¡Hijos de puta!!». Su cerebro entendía también la cólera. Sabía que debía insultarlos. Maldecirlos. Pero no era suficiente. Su rabia no era suficiente. Un inocente había muerto. Era injusto. Esa palabra era tan utilizada, tan fácil, tan breve, tan sencilla… y dolía. Ardía en su garganta. Lo golpeaba sin cesar y rebotaba en sus pensamientos.

Todo eso era injusto. Kostaj sintió que ni siquiera la palabra era suficiente. Ninguna palabra era suficiente. Todas mentían. Todas lloraban. Todas eran débiles y superfluas. Ninguna entendía realmente lo que necesitaba y ninguna hacía más que estrujar su corazón hasta que chorreara sangre. Él necesitaba esa sangre… Necesitaba verla correr por el suelo y escuchar los gritos de clemencia de esos «cambiantes». Ya no tenía nada que perder. Se lo habían quitado todo. No importaba que fuera inútil. No importaba que muriera. Joder, ni siquiera le importaba que fuera la idiotez más bestia y predecible de todas. No le importaba una mierda que fuera correcto o incorrecto, que fuera obvio o sorpresivo, que fuera divertido o tormentoso.

Se vengaría. Por el dolor de su hermano. Y porque ahora podía. Y cuando lo mataran… se llevaría a cada uno de esos míseros animales con su «don» al puto infierno. Aunque se conformaba con oírlos gritar.

Huellas entre las cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora