Del polvo y el olvido.

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Aquellos hombres, lo arrancaron de los brazos de su ataúd, lo despojaron de la tierra negra que lo cubría y de la matriz en la que se había convertido la fría capilla. El cuerpo famélico del renacido era esbelto como el de la rama desnuda de un árbol en invierno, su piel pálida se ceñía sobre los músculos casi como si estuviera cosida a la fuerza: era quebradiza y macilenta como la de un cadáver fresco, sin embargo, sus facciones poseían una belleza que el tiempo y el abandono no la habían condenado al destierro. Una enmarañada melena negra caía sin gracia alguna por su espalda y salpicaba sus hombros de hilos negros y rizados.

Olía a humedad, sus ropas raídas y amarillentas casi lo dejaron desnudo, aunque el hombre rubio, Leclair, con rostro angelical lo cubrió con su gabán de color azabache, era suave al tacto y guardaba en su cubierta interna el calor de su dueño, cosa que el renacido agradeció tras haberse expuesto a la fría atmósfera de las últimas horas de vida de la noche.

Antes del rompimiento del alba la noche siempre era mucho más oscura, más fría y más peligrosa.

El renacido gimoteó como un niño en los brazos de aquel hombre que lo sostenía con dulzura por los hombros.

–Está bien, está bien...–Susurró en tono paternal mientras lo acunaba en sus brazos y apartaba uno de los largos mechones de pelo del rostro del contrario.– No te haremos daño, chèri.

El otro hombre, de rasgos duros e inexpresivos, se adelantó con paso firme.

–Iré por el carruaje.

El rubio lo miró, antes de asentir para que su compañero pudiera verlo y, como si nada en este mundo mereciera su atención, se dirigió al renacido.
Había algo en su fragilidad que despertaba su lado más paternal, al menos, lo más parecido a eso...

–No temas, mi niño. –Decía cuando éste lo miraba con temor o intentaba rehuir de sus caricias.

–Y-yo... Yo...–Balbuceaba el renacido con la mirada perdida.

El rubio lo miró con ternura, no... Con lástima.

–¿Es que quieres volver a la oscuridad? –Preguntó, y en sus ojos resplandeció un rojizo brillo de malicia.–

El renacido ni siquiera hizo un amago de responder pues su mente, aunque embotada, era consciente de que no tenía más alternativa. No podía creer en la muerte ya que no la conocía. La idea de que pudieran asesinarlo no tenía cobijo en aquella mente endulzada perniciosamente por el olvido.

–No lo sé, señor. –Y la voz del renacido rompió el aire.– No sé qué me llevó a ese oscuro lugar: no sé que clase de artes me indujo al reposo del sepulcro: no sé qué debo hacer... O quién soy.

El sonido de los cascos de los caballos golpeteó en las rocas y salpicó las lindes del camino antes de que el rubio pudiera responderle. El hombre más sobrio, ahora a las riendas de un carruaje tirado por dos caballos grises, se detuvo frente a ellos: no dijo nada, pero con la impaciente mirada que le dirigió a ambos, las palabras sobraban.

El rubio, con una breve sonrisa, se encaminó al carruaje, abriendo la puertecilla que dejó ver un interior mucho más decorado y rico que el sobrio exterior de madera de roble y cobertura de metal dejaba a la intuición.

–Tuya es la decisión, chèri. –Dijo mientras se subía, aunque sus piernas podían verse, al igual que su rostro, ya que estaba inclinado hacia fuera.– Puedes seguir solo, aquí... Hacer que todos nuestros esfuerzos hayan sido en bano o también puedes abandonar este oscuro rincón, darte un baño y ser alguien completamente nuevo.

El renacido, con la profunda expresión de desasosiego que otorga la total falta de esperanza y los nulos recuerdos, arriesgo todo lo que tenía que perder: nada. Tal vez obedeció a su instinto más primario de supervivencia, tal vez aún quedaba algo dentro de él que le diera voluntad suficiente para no rendirse a una mediocre existencia de ataúd y soledad.

Le tomó la mano al hombre rubio, el cual tiró suavemente de él para arrastrarlo dentro del carruaje, luego, una vez cerró la puerta, golpeó el techo y el carruaje inició una rápida marcha.

El renacido, decidió, entonces, observar de donde había salido: era una antiquísima capilla románica el tiempo la había reducido a unas cuantas paredes y columnas, echado abajo la bóveda, sin embargo, aún conservaba uno de sus ábsides que la naturaleza carroñera no había conquistado con maleza y zarzas.
Una extraña punzada de remordimiento y aflicción le atravesó el corazón como una aguja.

Qué sentía y por qué lo sentía, aún lo desconocía pero sentía que jamás olvidaría la visión de esa capilla perderse en el bosque de cipreses.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora