Cuán amargo dolor.

37 5 1
                                    

El sueño de Leclair siempre había sido manso y profundo cuando dormía con Alabaster. En aquellos largos días donde el Sol mortecino flajelaba las paredes de piedra del, aparentemente, abandonado Mousvais chateau, el único lugar seguro era dentro de los ataúdes, sin embargo, aquel día, el sueño de Leclair era áspero y cortante: cortante porque el dolor de las pesadillas se hundía en los recovecos de su cerebro como una hoja al rojo vivo, forjada con el temor intrínseco de una tragedia inminente o con el del miedo que provoca estos malos augurios.

–M-mm…

Murmuraba, se movía en sueños hasta que, en un momento dado, sus ojos como dos zafiros prístinos resplandecieron en la oscuridad inmisericorde de la tumba, chocando con la tapa de madera de cedro del ataúd, la cual, debido a la cobertura, parecía poseer cierto resplandor blanco y desprendía un olor a tela húmeda, demasiado vieja como para servir como ropajes si quiera. Se tomó el instante que dura un suspiro para serenarse, tomar aliento, aunque sus viejos pulmones tiempo ha que dejaron de existir, pues el vampiro, no necesita respirar Y, sin embargo, como un mal hábito o una pésima costumbre que no abandona el cuerpo, a veces daba ciertas bocanadas de aire. Como si aquello, en cualquier momento, lo ayudara a relajarse. Sin embargo, aquello era sólo una ilusión.

–Quel mal de tête. –Masculló seguidamente, mientras los bucles de oro le caían por las mejillas y acariciaban su cuello, tras girarse a un lado: el lado donde siempre yacía su compañero desde hace ya más de un siglo.

Con la yema de los dedos olfateó el colchón estrecho y mullido, mas, lo que encontró o mejor dicho, no encontró, le hizo levantar la cabeza lo suficiente como para evitar que sus rizos se hundieran en la tapa del ataúd.

Allí no estaba Alabaster.

Debía estar atardeciendo, aunque aún habría Sol, de eso no le cabía duda pero entonces…¿Qué hacía fuera del ataúd? Otras veces se había deshecho de los cuerpos que tomaban para cenar, solía llevarlos a las viejas bodegas que, en otro tiempo, acogieron toda clase de menesteres, viandas y delicias que el paladar apenas si podía soñar pero que, desde que los vampiros conquistaron el Chateau, aquella zona se había transformado en una especie de mazmorras para los pocos que llegaban allí con vida, para luego, ser devorados.

En mangas de camisa, salió del ataúd y ni siquiera ató su melena con el lazo de terciopelo.
Ni siquiera de molestó en tomar un candelabro, pues confiaba en su visión a pesar de la negrura infinita de aquellas bóvedas y paredes de altos techos. Bajó las escaleras a pasos acelerados, y pudo jurar por su inmortalidad, que sentía los alterados latidos de su corazón.

No quiso despertar a Seraphim… Debía dormir y reponer fuerzas ya que había pasado tanto tiempo en el entierro.

Las escaleras que llevaba a la bodega, eran en forma de caracol, sostenida por una columna vertebral que era una potente columna de piedra: sólo se oía el eco de sus pasos o el de su falsa respiración agitada, sus ojos hambrientos por encontrar una figura familiar escudriñaban todo lo largo del camino. Allí, en aquella penumbra que no conocía fin, el aire se iba enrrareciendo y estaba dotado de cierto olor ferroso como el de la podredumbre… Sí, podredumbre.
Cuanto más bajaba, más potente era dicho hedor, incluso poseía cierto toque agrio que hacía fruncir el ceño. Al tomar suelo nuevamente, parecía que la humedad de la piedra, que fue acumulando en épocas de lluvias, desprendínievla ligera niebla que, por si fuera poco, confería a aquella escalera escupida por la oscuridad, un aspecto tan lóbrego que los mismos peldaños podrían protagonizar las pesadillas de cualquier mortal, como si de debajo de éstos, fueran a echar mano de los tobillos.

Antiguamente, un portón custodiaba la entrada más ya no quedaba más que las patéticas bisagras de hierro bruñido, cuyo único cometido era morir enmohecidas y olvidadas.

Bajo esa ligera niebla, asomaban ojos inexistentes de cuencas vacías y huesos, algunos más limpios y otros aún con su envoltura de carne, yacían olvidados aquí y allá, con la cadena de sus vértebras esparcidas como perlas resplandecientes por el suelo de piedra, el cual, con los siglos, había adoptado un color caoba rojizo de la sangre seca y cristalizada sobre los mismos huesos o sobre los trozos de carne que aún conservaban, incluso los tendones y la preciada grasa que se derramaba amarillenta y amarga sobre aquel lecho maldito de inmundicia y mortalidad. El vampiro, de ojos gallardos, analizó las bóvedas ciegas de la catacumba y, con cierta mueca de altiva indiferencia, observó aquellos restos: pudo ver el del muchacho de aquel día, el cual, ya estaba amoratado, macilento y rígido como un muñeco de madera, para yacer por siempre en aquella alcoba infecta, pero nada más.

No había ni rastro de Alabaster.

«Tú, vampiro necio…»

Lo maldijo presa de una preocupación con la que sólo puede sentir un ser que ama.

Volvió a subir y, debido al recorrido de búsqueda que tomó, esa vez cruzó los corredores de ventanales cegados que llevaban al comedor y, entonces, algo le hizo saltar. La visión de unos cabellos negros como la noche sin Luna, unos cabellos que había acariciado tantas noches que era imposible no reconocer.

–Oh, no…

Y su voz se quebró.

–¡No, Alabaster!

Gritó su nombre como jamás lo había hecho, como jamás había sentido tal dolor.

El vampiro de negros cabellos y piel como la roca, yacía en la mesa del gran comedor, los brazos le caían por la mesa como si se tratase de una muñeca de trapo. Pálido, ojeroso, con arrugas surcando su angelical rostro y sin vida…

¡Oh, cuán magnifico ser fue! Él, un vampiro, galante y orgulloso, el cual, hacía honor a su raza, noble y lleno de un absoluto desprecio por la mortalidad, dotado  con una extraordinaria sed de sangre, muerto…

Un tembloroso Leclair, atrapó su rostro con ambas manos, guiándolo como si aún pudiera ver mas sus ojos estaban ya cristalizados con la inconsciencia de la muerte.

Mon magnifique vampire… –Masculló el rubio, con lágrimas de sangre surcando sus mejillas como ríos de un dolor inconmensurable. Acariciaba su piel fría sin importar que la sangre pudiera manchar su camisa o sus dorados cabellos.– Ma lune et mon sang.

No importaba cuanto pudiera decir que amaba a ese cascarón vacío, el cual, aún en sus manos, se hizo añicos. Miles de trozos hechos cenizas saltaron por la mesa, y tras ello, una creciente ola de sangre salpico el suelo, al vampiro e incluso las paredes pues tal era la fuerza con la que empezó a emanar.

El vampiro terminó empapado de sangre, su blanca piel curtida por el carmesí del líquido y sus ropajes igualmente mancillados. Había caído tanta que parecía imposible que algún cuerpo físico albergara ese líquido vital, como si la sangre que bebió en siglos saliera ahora despedida, como si lo poco que quedaba de Alabaster quisiera darle a su compañero y amigo un último abrazo de despedida al bañarlo en sangre.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora