Nocturno. (II)

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Después de la magnífica cena, el cadáver del chiquillo había adoptado una enigmática expresión de horror, con los labios atados sobre los dientes amarillentos y la piel rodeando una coraza vacía donde los ojos cuarteados por la sequedad parecían querer escapar de las negras órbitas. Bien sea por la carente cantidad de sangre que los vampiros habían ingerido, el chico parecía mucho más escuálido y más pequeño de estatura, su piel parecía macilenta a pesar del bronceado y sin calor alguno: había quedado reducida a un trozo de cuero que, incluso con una afilada mirada, bastaría para deshilacharla.

-No es bueno que bebas más de la cuenta, por muy sediento que estés -Dijo con voz prudente Leclair, el cual, seguido por Seraphim, se habría paso por la vieja escalinata de piedra del Mauvais Chateau que unía la primera planta con la segunda pero cuyos peldaños parecían no querer desnudarse de la belleza imponente de antaño, sobre todo, en la oscuridad, pues la escalera nacía de ella cuando el rubio iluminaba, con el brazo en alto, el camino y ni siquiera se veía el final.

Seraphim asintió como el niño que escucha una lección.

La luz del candelabro bañaba, también, los retratos antiquísimos de rostros de otras eras: de los dueños pasados del Chateau, de sus familias y de sus gestas. Ricos eran sus ropajes y afilados sus rostros, de pieles mortecinas y gestos orgulloso, parecían querer mostrar su poderío con joyas o a lomos de caballos pura raza en los retratos de mayor tamaño. Los tapices, a su vez, hacían de silencioso vecinos en las paredes libres para preservar a los inquilinos de la humedad y el frío.
La escalera desembocaba en un largo pasillo igualmente oscuro y silencioso como la escalinata pero, si uno afinaba el oído, podía oírse en el salón de abajo a Alabaster deshacerse del cuerpo del chico, pues era su cometido como el de Leclair de mostrarle al chico sus nuevos aposentos. La habitación elegida, era una al final del pasillo, justo al lado de un ventanal cuidadosamente tapiado con listones de madera.

Leclair, siguió explicando:

-Vivimos tiempos difíciles, mon chèr. -Dijo un tanto lánguido. - Ya no hay tantos vampiros como antaños: nos cazan como a bestias. Tenemos que andarnos con cuidado, si queremos sobrevivir otros con años más. -Sin embargo, al comprobar que los ojos prístinos del Upír Morti lo devoraban con silenciosa curiosidad, esbozó una breve y paternal sonrisa.- Por eso, nos ocultamos en estos viejos caserones o castillos que ya nadie echa en falta.

Seraphim tuvo que asimilar aquellas palabras mientras la puerta de la alcoba se abría con un seco gruñido.

Ésta era grande y fría, aún conservaba la cama en un rincón cuyo rico dosel de madera tallada representaba toda una corte celestial de rechonchos serafines alados, el color del pan de oro relucía hecho jirones por la falta de cuidado y el tiempo que lo había carcomido hasta el punto de que aquellas mejillas y alas emplumadas estaban ya astilladas y oscuras. Una chimenea yacía igualmente inútil frente a un espigado ventanal, el cual, fue cegado para evitar que la luz del Sol traspasase aquella morada o, como le pareció a juicio de Seraphim: un mausoleo. un mausoleo dedicado a la inmortalidad de dos seres que, probablemente, fueran los únicos de su raza.
Aún quedaba algo de esplendor en la riqueza exquisita de los bordados en oro y plata de la alfombra, ahora, maldecida por una húmeda capa de polvo, como el del tocador que, con el espejo hecho añicos, aún conservaba en su mesa restos de algunas amarillentas cartas y un cepillo con las púas abiertas. Por supuesto, lo que resultaba más llamativo era un ataúd que, para contraste de la dejadez de la alcoba, estaba en buen estado: la talla era exquisita y la madera barnizada brillaba a la luz del candelabro que portaba Leclair, el cual, dejó sobre el tocador para poder abrir la tapa, ya que era maciza y grande.

Seraphim se acercó a él.

-¿Vosotros también tenéis unos iguales no? -Preguntó con delicada ingenuidad mientras observaba el interior. Éste era alcochado y recubierto con telas de ricos bordados, desde luego, a quien quiera que le hubiera pertenecido, poseía una situación económica desahogada.

-No exactamente. -Respondió el vampiro de cándida mirada añil.- Tenemos uno para los dos.

Seraphim no respondió y, durante el silencio, Leclair le hizo un gesto para que entrase.

Eso hizo el menor de los tres vampiros, el cual, rodeando la tapa del ataúd, se acomodó para poder tumbarse en su interior.
Leclair lo observaba en todo momento y, cuando el joven se sentó, acarició su cabeza, como si con paternales gestos quisiera acompañarlo a su sombrío sueño.

-Intenta dormir, ¿de acuerdo? -Le dijo con suavidad mientras la mano bajaba por la mejilla de Seraphim.- Tal vez mañana debamos partir... No es bueno quedarse mucho tiempo en el mismo sitio y nosotros dos llevamos demasiado aquí.

Seraphim asintió y, satisfaciendo el deseo paternal de Leclair, añadió no menos dudoso;

-¿Y a dónde iremos?.

-A las campiñas del sur: allí hay palacetes como este, en los que no hay mortales en muchos, muchos kilómetros. -Explicó con paciencia.- Puede que en un futuro, nos vayamos a Rumania o a Rusia, donde las noches son más largas y las gentes más incautas... -Aquella fantasía le hizo esbozar una pequeña sonrisa.- Ahora duerme, ¿sí? Te veré por la mañana, querido.

Seraphim se limitó a asentir antes de que Leclair cerrara la tapa del ataúd. La oscuridad volvió a engullirlo y recordó la pesada sensación de adormecimiento y letargo que sufrió en esas bóvedas pero ya no había ese fuerte olor a madera podrida o a la humedad que se filtraba por la pintura porosa de los frescos, ahora la oscuridad era más dulce y olía a los perfumes de Leclair pero el hambre aguardaba con las fauces abiertas como única acompañante en esa negrura.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora