El regreso y cena a mediodía

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Alabaster llegó unas horas más tarde, tras la conversación que ambos tuvieron, un preocupadisimo Leclair no apartaba sus ojos zafiros de la puerta, como si en su mente no dejara de invocar al vampiro, el cual, cuando llegó lo hizo con un misterioso saco al hombro, cosa que, por otro lado, parecía que no enturbiaba su andar elegante.

Seraphim, el cual ya ambos no nombraban como El Renacido, estaba agazapado como un conejo en un diván, ahora limpio, con el pelo cortado y bien aseado, así como vestido con ropas que le prestó el mismo Leclair. Se removió en su lecho, sorprendido y un tanto asustado, cuando las puertas de aquellos enormes salones se abrieron para dejar penetrar al vampiro de larga melena azabache y rostro anguloso.

-¡Maldita sea, Alabaster! -Exclamó un alterado Leclair, el cual, dejó al pequeño vampiro para correr al lado de su alto compañero.- ¿Se puede saber dónde has estado? No te hubiera importado exponerte a una muerte segura, ¿no? -Le increpó, más asustado que por otra cosa: su muerto corazón parecía que cabalgaba nuevamente en su pecho, las era presa del miedo.-

Pero el alto vampiro moreno hizo caso omiso, en su lugar, miró al rubio, pues ambos quedaron frente con frente: lo observó largamente y, aún en silencio, con una mano libre, posó las yemas de los dedos sobre la fría mejilla del rubio, bajando poco a poco... Como si aquello fuera maz que suficiente para calmarlo, pues el moreno era hombre de pocas palabras. Una vez hecho esto, se dirigió a la mesa para tirar el mantel bordado al suelo, y con ello, los candelabros de plata carcomida, pues yacieron en el suelo de piedra con un metálico estruendo.

Leclair, al ver esto, entornó los ojos con pesar.

-No he salido porque quisiera exponerme, Leclair -Le explicó tras dejar el áspero saco de tela sobre la mesa.- Fue por necesidad... -Y dicho esto, procedió a abrir los pliegues de la tela, privándolos de la cuerda que los asfixiaba.

Seraphim, tras observar con no menos curiosidad el saco, se acercó para ver mejor qué contenía, además de que, percibió una mirada suave del vampiro moreno que fue por lo que se decidió a verlo: se trataba de un chiquillo de ropas raídas y piel bronceada por el Sol, manos curtidas debido a los trabajos en el campo pues, muy probablemente, sería el hijo de algún campesino. No alcanzaría los veinte años. Parecía estar algo aturdido pues apenas podía abrir los ojos, aunque sí que tenía intención de mover sus dedos, incluso incorporarse, aunque, extrañamente, era incapaz de ello.

Leclair, el cual, casi se relamía sus finos labios al ver al tierno muchacho, casi parecía querer contenerse para no saltarle encima pues, debido a la exaltación que vivieron anteriormente, apenas si recordaba la sed que podía tener. Sin embargo, aquello no le impidió tener un ápice de caballerosidad.

¿Ves, Seraphim? -Le dijo al menor de los tres mientras que, sosteniendo la muñeca del chiquillo, y acariciándola con placer impío con la yema de los dedos y añadió. - Nosotros preferimos la sangre de los chiquillos: es más dulce, más cálida. Habrá suficiente para los tres, pero es mejor que bebas un poco -Y dicho esto, tendió la mano libre hacia él. - Vamos... Hazlo. Justo ahí, en la base del cuello.

Al principio, con tímidos pasos, Seraphim se acercó al muchacho, el cual, parecía despertar pues el color de sus ojos, muy parecido al de los bosques y al de la tierra, fue bañado por la tenue luz de los candelabros. Posó los dedos sobre el cuello, hubo algo en aquel contacto que despertó un amargo sabor de boca, aunque no supo darle una explicación clara, por supuesto, eso no quitaba que no supiera qué hacer. En un momento dado, ejerció presión sobre el cuello para poder olfatearlo como un sabueso, no por necesidad sino por mórbido placer. Encajó sus labios en el arco de libertad que le dejaba aquella posición y, humedeciendo sus colmillos con la lengua, los hundió en la carne blanda.

-¡N-ngh..! -El chico se revolvió un poco debido al agudo dolor del mordisco y movió nerviosamente las manos.

Mientras tanto, Alabaster lo agarró por el brazo libre, antes de verter su largo cabello oscuro por uno de sus hombros para no mancharlo. Aún antes de alimentarse del chiquillo, no le quitó el ojo al menor, pues en parte, agradeció que no se cuestionara la dudosa moralidad de su forma de alimentación... Desde luego, sí que era un vampiro mayor.

Pareció que el mundo, incluso la luz que bañaba la sala, desapareció para Seraphim, No existía nada más que oscuridad, como la oscuridad que lo acogió en aquel sarcófago, en aquella capilla fría y mortecina de los bosques. Podía sentir la sangre y la vida correr por sus venas, se sentía revitalizado y lleno de fuerza, incluso, sintió los latidos desu corazón, ¿o era el del chico? O tal vez fueran los latidos de ambos, el del parásito y el de la víctima que encontró la muerte de forma prematura, arrancado del mundo de los vivos como el que arrebata la espina del tallo de la rosa. La sangre poseía un sabor ferroso pero eso no la hacía pesada, era más bien ligera, casi como el agua, aunque con un intenso sabor que dejaba en el paladar un buqué amargo. El chico se revolvía, convulsionaba e intentaba girar el cuello pero los vampiros eran mucho más fuertes y doblegaban el fuego de su voluntad que, poco a poco, iba apangose.

-¡¡AHHHH...!!

Un grito como el de un relámpago en una tormenta brumosa y después, como el de la lluvia cuando sale el Sol, esos latidos que resonaban en las bóvedas de la mente de Seraphim se iban apagando, poco a poco... De forma agónica y lastimera pero, sin previo aviso, esos latidos fueron herencia de los órganos de aquellos vampiros, los cuales, martileaban en la profundidad negra de sus pechos. Seraphim e irguió tambaleándose y manchándose la camisa pues hilos de sangre bañaban sus comisuras. Estaba exaltado, febril y acalorado.

Ahora recordaba... Recordaba qué era y lo que ello significaba.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora