Leclair D'Lachapelle y Alabaster Krovolov.

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El vapor del agua caliente ascendía y se perdía en el aire del cuarto de aseo de aquel palacio en piedra, formando círculos caprichosos al ritmo que marcaba la atmósfera serena de las paredes o de la suave brisa que se filtraba de una ventana entreabierta; lo suficiente como para que el frío no enturbiara el apacible calor que la chimenea bien alimentada y el agua de la bañera de cobre, que llegaba casi hasta el borde, no se enfriara demasiado pronto.

Leclair iba de un lado a otro de la alcoba: dejaba mullidas toallas de algodón sobre una silla de cedro cerca de la bañera, elegía cuidadosamente la ropa, como haría cualquier camarero de cámara de un rey al que debe vestir con especial esmero, sonreía, tarareaba de vez en cuando cuando encontraba una prenda que era de su agrado, al final, se encontró con aquellas piezas de ropajes que más le satisfacían: eran unos pantalones de tela rígida y negra, una camisa blanca como el marfil con ricos brocados en las puñetas de las mangas, así como una pañoleta del mismo color para cerrar el cuello de la camisa, por otro lado, la prenda que más le costó elegir en todo el juego de ropa que tenía en el armario, una casaca de color azul pavo, cuyos brocados en fino hilo de plata emulaban intrincados cuerpos florales y flores bulbosas.

El otro hombre, el de rostro recio, Alabaster, permanecía observando la escena desde una cómoda posición en un sillón de estilo francés, a la luz de las velas, sus ojos resplandecían como los de una bestia que se movía a gusto en su coto de caza particular, pero nada más lejos de la realidad, pues, en verdaderamente, no había nada más que le procurara placer en este mundo que observar cómo su compañero se divertía como un niño al tener una muñeca nueva.

–Entonces...–Empezó a decir Leclair, una vez que lo tuvo todo listo y se dedicó a humedecer la larga melena de El Renacido para limpiarla.– ¿No recuerdas nada? Me refiero... A tu vida antes de quedar encerrado en la cámara.

El muchacho siguió describiendo círculos con los dedos en el agua, como una vieja costumbre que sus dedos recordaban pero su cabeza no.

–No...–Masculló en tono seco.– Sólo recuerdo tener mucha sed y estar tan cansado que no podía pensar con claridad. Sólo quería dormir.

Aquella escueta respuesta, pareció dejar a Leclair pensativo, tanto que tuvo que buscar con la mirada a su compañero.

–¿Qué piensas, Alabaster? –Preguntó el rubio casi con un suspiro, como si el moreno fuera la única persona en la faz de la Tierra que pudiera proporcionarle una respuesta coherente.

Sin embargo, no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros, mientras abandonaba su cómoda posición en la penumbra y se aproximaba a ambos con lentos pasos. Una lentitud que daba vida a una afilada mirada, con la que parecía querer devorar al Renacido.

–No lo sé... ¡Sólo el diablo sabe cuanto tiempo llevaba ahí metido este chico! Y seguro que no ha sido poco... –Dijo con voz grave y firme, como la tendría cualquier noble que se precie.

En un momento dado, cuando estaba lo suficientemente cera de la bañera, alargó el brazo para agarrar con firmeza la mandíbula del Renacido para impedir que se alejara de él y, por supuesto, obligándole a abrir la boca.

–¡Alabaster...! –Le recriminó el rubio quien, sorprendido, se puso en pie para impedir que continuara.

A pesar de que el asustado muchacho forcejeó, sus débiles movimientos y la actitud sobreprotectora de Leclair, no fueron suficientes para detener al moreno. Con el miedo brillando en sus pupilas e inmovilizado como un cordero a punto de ser sacrificado, no tuvo más opción que permitir que Alabaster se acercara muy lentamente... Su aliento era cortante, helado y tan tenue que ni siquiera parecía respirar, aunque no tanto como su piel, ya que ésta desprendía un frío anormalmente prolongado pero, por otra parte, aquel agarre le procuró un cosquilleo de placer que el Renacido pocas veces había experimentado, casi debajo de él, siendo una presa incapaz de defenderse de la mirada de esos ojos profundos y ponzoñosos, notó cómo el agua tibia resbalaba de la manga de la camisa de Alabaster y las gotas caían sobre su cuello, resbalando hasta su demacrada clavícula y su cuello.

Lo que el hombre moreno fue capaz de ver gracias a ese agarre, fueron unos colmillos largos, porosos para filtrar líquidos y absorber todo cuando pudiese al beber. Acarició uno de éstos, el colmillo superior derecho, para asegurarse de lo que era el muchacho realmente.

–Tks... ¡Lo sabía! –Dijo antes de soltarlo, casi con desprecio.

Algo más recuperado, pero no menos asustado, antes de que el muchacho pudiera darse cuenta, el hombre rubio ya lo había rodeado con los brazos, con gesto paternal.

–¡¿Qué crees que haces?! –Le recriminó, poniendo el grito en el cielo.– ¡Lo has asustado!

Sin embargo, los ojos del moreno brillaron más que nunca, con un fulgor que ardían.

–Es un vampiro.

Y su voz grave cortó el silencio y asesinó con su hoja invisible el enfado de su compañero.

–Y no uno cualquiera... Sino un Upír morti.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora