El Mauvais Chateau.

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El crepitar del carruaje rugía como una bestia hambrienta por los caminos de piedra y tierra de aquel paraje inhóspito, con sus horas de oscuridad contadas como los minutos de un moribundo.

El renacido, volvió a mirar por el ventanuco, esta vez, el de la portezuela del carruaje, la del lado de su rescatador: la silueta de la piedra yerma de un formidable castillo se recortaba en el penumbroso cuerpo recostado de las colinas sobre la maleza de las praderas. Los árboles, de altas copas, ocultaban con la nube de sus copas preñadas de hojas color zafiro la visión desde del edificio que, por supuesto, también acentuaba el movimiento del vehículo y su tembloroso ritmo debido al siseante sendero. El castillo se alzaba regio coronando las alturas con sus dos torres almenadas, poco a poco, cada vez se hacía más visible su maciza estructura que echó fuertes raíces a lo largo de los siglos, su estilo medieval era lo que daba pie a pensar que así era, que contaba con silenciosa exactitud sus años y siglos. Un muro exterior de piedra caliza y pizarra, no había corrido su misma suerte, pues había quedado reducido a unos cuantos escombros, salvo tramos de varios pies de altura que permanecían intactos, mas parecía una serpiente que se alzaba y volvía a meterse en la tierra que el imponente muro divisorio que una vez fue. Dejado morir como un inútil.

–El Mauvais Chateau. –Dijo el hombre rubio, haciendo alarde de su exquisita voz mientras se deleitaba en observar a la desgraciada figura de El renacido cubierto con el gabán que lo había protegido del frío durante todo el viaje.– Es nuestro hogar, chèri. También será el tuyo.

–Hogar...– Repitió el pordiosero muchacho como si quisiera grabarlo a fuego en su mente.

–No debes olvidarlo. –Añadió el hombre rubio, como si conociera el propósito de aquella palabra.– Tampoco a nosotros: tus salvadores. No por ellos debes tratarnos como si fuéramos superiores. Los tres somos iguales en todos los aspectos. Lo único que deseamos de ti es lealtad.

La sonrisa de aquel hombre no pareció incomodarle o agradarle, al menos no aparentemente, sin embargo, sentía cierto sentimiento de confort cada vez que lo escuchaba hablar. Dejó de mirar al castillo para posar sus ojos negros como la desgracia sobre aquel atractivo caballero.

–Vuestro nombre era Leclair, ¿verdad?. –Preguntó El renacido con voz tenue.

El rubio, sonrió.

–Tienes buena memoria. –Respondió complacido. – Soy Leclair D'Lachapelle y nuestro compañero se llama Alabaster. No quiero privarlo de una presentación decente cuando hayamos conseguido quitarte esa capa de mugre.

La expresión de Leclair cabalgó sin empacho de la suave fraternidad al asco más indiscreto y era evidente que al renacido, le hacía falta algo más que un buen baño: un corte de pelo, ropa nueva...

–Yo no tengo nombre. –Dijo El renacido cuando el silencio empezaba a dejar caer su pesado manto entre ambos y su escrutadora mirada parecía dolerle a Leclair.

El rubio, contuvo con un gracioso gesto una risa coral.

–¡Eso no es problema, querido! Nosotros te daremos uno.

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El Mauvais Chateau los recibió con la frialdad que es siempre regente de los muros de piedra, aunque los tapices de cacerías de ciervos daban un indudable toque tanto enigmático como también protegía a sus habitantes del frío; los hilos de colores  con los que artesanos los bordaron por largas horas, ahora estaban descoloridos por el tiempo y, sin embargo, uno no podía dejar de maravillarse ante la excelsa belleza de las figuras de los cazadores que iban a lomos de desproporcionados caballos, corriendo por un prado como lo era aquel, acompañado de hermosas doncellas, flanqueados por los perros famélicos que corrían como si su existencia dependiera de ellos tras los ciervos que los embestían con sus poderosas cornamentas.
Otros, por el contrario, eran dedicados a las bellas damas que alguna vez vivieron en aquel castillo: tejían, bailaban y tocaban toda clase de instrumentos en alabanza a su familia y a Dios, un dios que no tuvo misericordia a la hora de arrancarlas de los cálidos brazos de la vida.

Las ventanas eran ciegas, aunque no fueron concebidas para estar tapadas por tablas y trozos de mobiliario, por el contrario, su ausencia forzada se veía compensada por la luz de un millar de velas que se extendían a lo largo y ancho de los corredores, colgaban de las lámparas de hierro herrumbrado y en los candelabros de pie que había en cada rincón.

Las estancias eran de altos techos, algunos abovedados, otros cubiertos por gruesas maderas que delataban las estancias que eran más cálidas: bancos de acacia vieja, sillas y mesas se desperdigaban por algunas estancias, que hacían las veces de salas de entretenimiento. Las estanterías, un tanto polvorientas, estaban preñadas de libros de un tamaño que podría sorprender a cualquier lector: tomos gruesos, forrados con piel de cordero y de chivo, hojas amarilleadas por el tiempo que contenían secretos de literatos de tiempos pasados.

Olía a humedad, al áspero de los tapices un tanto raídos, también a la tierra que habían traído consigo y al polvo que se acumulaba como rey de aquellas alcobas abandonadas que no se usaban.

Y, sin embargo, eso no podía enmascarar un latente olor a sangre.

La triste serenata del vampiro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora