Cuatro meses después...
Sábado. 16 de agosto de 1890, apretando la frente contra sus rodillas para que su madre pudiera restregarle la espalda, Isabel articuló esta palabra con sus labios exactamente como había visto a su madre pronunciarla e intentó imaginarse cómo debía sonar. Algunas palabras eran fáciles, pues ella podía recordar haberlas oído o dicho cuando era una niña. Pero sábado era más difícil. No recordaba haber oído decir esta palabra nunca en su vida. No era que importase mucho que imaginara mal los sonidos. Su madre le pegaba en la boca cada vez que ella trataba de hablar. Isabel no sabía por qué, y hacía ya mucho tiempo que había dejado de preguntárselo. Las reglas que le imponían a ella eran diferentes de las que seguían todas las demás personas, y había llegado a aceptar que había muchas cosas que no le permitían hacer.
La verdad era que no le importaba. Ya no. Cuando subía al ático a jugar en su rincón secreto, podía hacer todo lo que quería. Además de sus ratones, allí arriba no había nadie que pudiera verla ni acusarla de nada. En el ático podía vestirse tan elegantemente como una dama, con las ropas viejas que sacaba de los baúles. Podía hacer reuniones para tomar el té, tal y como lo hacía su madre, y fingir que podía hablar. Algunas veces incluso se ponía a bailar. Y, cuando se aburría de hacer todo esto, podía dibujar con los lápices y los papeles que había sacado a escondidas del estudio de su padre, lo hacía maravillosamente. Se divertía mucho en el ático, y poder hacer allí todas las cosas prohibidas compensaba la pena de no poder hacerlas el resto del tiempo.
Sábado. Ahora la recordaba. Isabel volvió a articular silenciosamente esta palabra contra sus rodillas, y se prometió a sí misma que, la próxima vez que fuese al ático, practicaría su pronunciación frente al espejo. Cuando era más pequeña, antes de que hubiera llegado a dominar por completo la lectura de labios, creía que la palabra sábado significaba «baño»; pues su madre siempre la decía con gran énfasis al meterla a empellones en la bañera. Isabel ya había aprendido que sábado era el día anterior al de la misa y, como parte de los preparativos, toda la familia tenía que bañarse.
Dado que hacía mucho tiempo que a Isabel no le permitían ir a la iglesia, pensaba que no era justo que tuviera que bañarse como todos los demás. A la mañana siguiente, no le permitirían ponerse un vestido bonito, tal y como siempre hacían su madre y sus tres hermanas; y, cuando llegaba la hora de ir al oficio religioso, ella tenía que quedarse en casa con los sirvientes. ¿Quién iba a darse cuenta de que sus oídos estaban limpios? ¿A quién le importaría? A ella no, desde luego.
Como si adivinara sus pensamientos, su madre la agarró del lóbulo de la oreja y le dio un fuerte tirón. Como una tortuga, Isabel escondió la cabeza entre los hombros y apretó los ojos con fuerza. Odiaba aquella parte. La odiaba, la odiaba. Para lavarle las orejas, su madre siempre se envolvía la yema de un dedo en una toallita y luego se la metía en el agujero de la oreja. Aun cuando estos cuidados sólo le hacían daño en muy raras ocasiones, eran sumamente irritantes. Isabel hubiese querido que le permitieran lavarse las orejas sin ayuda de nadie, pero por alguna razón su madre no creía que ella pudiera hacerlo bien. Isabel había aprendido hacía mucho tiempo a no oponer resistencia. Esto sólo servía para ganarse un bofetón, y, al final, su madre le metía la toallita en la oreja de todos modos.
Pum, pum. Los fuertes golpes que le dio su madre en la cabeza con los nudillos hicieron que Isabel abriera los ojos. Sabiendo perfectamente qué esperaba ella que hiciera, alzó la cara y soportó con resignación la agobiante experiencia de dejar que se la lavara. Luego, obedeciendo las órdenes que su madre le dio mediante señas, se levantó, chorreando agua, para que ella pudiera restregarle el torso y las piernas. Isabel conocía este ritual de memoria, y se volvió hacia uno y otro lado.
De repente, su madre dejó de restregar. Isabel la miró detenidamente a través de los negros mechones mojados que caían sobre su rostro, preguntándose qué habría pasado. Los ojos castaños de su madre se habían salido de las órbitas y tenía la boca abierta, como si alguien le hubiese dado un golpe que la hubiera dejado sin aliento. Isabel bajó la cabeza para mirarse, esperando ver algo espantoso. Pero le pareció que todo estaba perfectamente bien. Volvió a dirigir la mirada hacia su madre, interrogándola en silencio.
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~La canción de Isabel~
FantasyJose Manuel Álvarez se queda horrorizado al descubrir que su hermano había forzado a una muchacha indefensa. Atormentado por la culpa, Jose se casa con ella y pretende criar al hijo que lleva en su vientre. Al poco tiempo de la boda, Jose descubre q...