Veintiuno~

201 20 1
                                    

Pasmado, Jose Manuel vio a Isabel llevarse una mano al cuello y mirar seductora y tímidamente al muñeco relleno. Luego, para su gran asombro, ella rodeó la improvisada mesa, cogió a su caballero del brazo y empezó a dar pasos de vals perfectamente ejecutados. Su falda giraba mientras ella se movía majestuosamente por la habitación.
Una hermosa joven, bailando al compás de una música que nadie más podía oír, en los brazos de un hombre que ella había creado con sus manos creativas y su rica imaginación. Junto a aquel muñeco ella podía ser alguien; privilegio que el resto del mundo, incluyendo a Jose, le había negado.
Inconscientemente, Jose trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a otra y una tabla del suelo cedió levemente bajo su pie. Con los agudos sentidos de una persona sorda, Isabel sintió que la tabla cedía y enseguida se quedó inmóvil. Sus ojos enormes y recelosos lo buscaron en la oscuridad.
Jose Manuel vio que estaba asustada. Después de lo que había pasado entre ellos en las caballerizas, y sabiendo que ella esperaba que él le pegase si volvía a escabullirse, le sorprendió que hubiese tenido el valor de subir al ático de nuevo. Aunque entendía perfectamente que corriera ese riesgo. En aquel salón imaginario ella podía ser quien le diera la gana y hacer lo que quisiera. En comparación, el mundo que la esperaba abajo probablemente pareciese una cárcel. Isabel, la tonta, encerrada dentro de una casa para protegerla. Isabel, la tonta, que tenía que comer lo que se le sirviese, bañarse cuando se le ordenara, vestirse como una golfilla. No era más que una muñeca de carne y hueso de la que ellos se ocupaban, que casi todo el tiempo dejaban en una habitación cuya ventana tenía barrotes y que vigilaban como si fuese una niña pequeña el resto del tiempo. El en su lugar, también habría corrido el riesgo de que le dieran una paliza para subir al ático.
Una paliza... Por la expresión de angustia que vio en su rostro, Jose Manuel supuso que el castigo físico no era lo único que Isabel temía. Al ir a aquel lugar, él había descubierto su secreto. El mundo que ella había creado era sacrosanto, y sin duda lo veía a él como un intruso que podría destruirlo. Simplemente haciendo girar una llave, él podía cerrar la puerta e impedirle regresar al ático. O, peor aún, con sólo hacer girar una llave, podía encerrarla en una habitación que tuviese una ventana con barrotes y no permitirle salir nunca. El poder. La autoridad suprema. Si él así lo decidía, podía hacer que su vida fuera un infierno peor de lo que ya era.
Pero jamás haría algo semejante. Por nada del mundo.
Jose se sintió sobrecogido al verla de aquella manera. Y también quedó fascinado. Todo lo que quería era pasar de su realidad, que de repente le pareció que tenía muy pocas cosas elogiables, a la de ella. No para destruirla, sino para encontrar un espacio en el que los dos tuvieran algunos puntos en común, aunque sólo fuese durante unos pocos segundos.
Moviéndose con cautela, con mucha cautela, salvó la distancia que los separaba. Era arriesgado, y lo sabía. Al fin y al cabo era su mundo —un mundo secreto—, y nadie le había invitado a entrar en él. Pero esto fue lo único que se le ocurrió para tratar de ganársela.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, dio un golpecito en el hombro a su exánime pareja de baile de trapo. Tras hacer una cortés reverencia, le dijo:
—¿Me concede este baile?
Como un modelo de movimiento, Isabel permaneció inmóvil, con un pie extendido para dar un paso, su delgado cuerpo a punto de perder el equilibrio y el muñeco apretado contra el pecho. Bañada por una luz plateada procedente de las ventanas que se encontraban detrás de ella, parecía una escultura de hielo, demasiado frágil y delicada para soportar siquiera que la mano de un hombre la tocara. Jose Manuel notó un latido en el cuello de la muchacha y, por su frenético ritmo, se dio cuenta de la dimensión de su miedo. Sabía que ella podía tratar de huir. Y con toda la razón. Después del trato que Daniel la había dispensado, él no había llegado a su vida con muy buenas recomendaciones; y, en el tiempo que había transcurrido desde entonces, no había hecho gran cosa para rectificar ese error.
—Por favor, Isabel. Sólo una pieza —dijo él con voz ronca— No creo que tengas todos los bailes comprometidos.
Allí estaba de nuevo aquella expresión de confusión y perplejidad en sus ojos. Ya la había visto varias veces y hasta entonces creyó erróneamente que era un reflejo de su idiotez, de su deficiencia. Estaba equivocado. El único estúpido era él. Mientras hablaba, inclinó la cabeza para hacer la reverencia. La razón por la que ella parecía estar tan desconcertada era que no había podido entender una parte de lo que él dijo. Este era el motivo por el cual ella siempre miraba tan atentamente su cara cuando él le hablaba, y también el motivo por el cual algunas veces parecía confundida. Puesto que no sabía que ella era sorda, era muy posible que en innumerables ocasiones hubiese vuelto la cabeza en medio de una frase. O que hubiese hablado de manera ininteligible. ¡Dios santo! Aquella chica no era ninguna tonta. El hecho de que hubiera aprendido sola a leer los labios y a imitar las formas de hablar era indicio de una inteligencia muy superior a la media.
Hablando más despacio y formando en los labios cada palabra con precisión, para que pudiera entenderle más fácilmente, Jose Manuel repitió lo que le había dicho. Ella siguió mirándolo fijamente durante interminables minutos, o así le parecieron a él, con sus ojos enormes y luminosos. Cada uno de estos minutos que pasaba le partía el corazón un poco más. Moviéndose con cautela para no asustarla, Jose extendió una mano.
—Por favor, Isabel.
Jose dudaba de que ella tuviera el valor de rechazarlo. Intentaba ponerse en su lugar. ¿Lo iba a evitar? ¿A él, el poseedor del asentador de navajas? El se encontraba prácticamente encima de ella en aquel momento y le estaba bloqueando la ruta de escape. O bien bailaba con él o sufría las consecuencias. Se sentía mal por sacar provecho de su miedo. Era una mala manera de empezar una relación. Pero, por otro lado, era mejor que no hacer ningún progreso. Más adelante habría tiempo de hacerle cambiar de opinión respecto a él.
Isabel finalmente cedió, con mucha renuencia, y dejó a un lado a su otra pareja de baile. El pobre hombre se cayó y fue a parar a un montón inerte, que era exactamente donde Jose Manuel esperaba que se quedara. Era su baile. Ella era su esposa. Un hada silenciosa.
O, más que un hada, una hermosa mariposa saliendo de la crisálida, casi como por arte de magia. En aquel momento, así veía a Isabel. No le dio muchas vueltas. Había descubierto algo increíblemente valioso, extraordinariamente precioso y totalmente inesperado. Cuando Dios se dignaba hacer un obsequio semejante, ningún hombre medianamente sensato hacía pregunta alguna.
Temiendo asustarla más de lo que lo estaba, Jose Manuel puso una palma alrededor de su cintura, le tomó la mano y con delicadeza empezó a moverse al compás de un silencioso vals. Acostumbrada a llevar a su pareja, ella tropezó ligeramente y le pisó los dedos del pie, pero pesaba tan poco que Jose  apenas se dio cuenta. Como si pudiera sentir los dedos de los pies o cualquier otra cosa teniendo a aquella mujer que le quitaba el sentido entre sus brazos. Aquella primera mañana en el carruaje, había tenido una sensación muy placentera, pero, horrorizado por sus sentimientos, la había rehuido. Ahora entendía que debía confiar en su instinto.
Miró hacia atrás, recordó los acontecimientos que los habían acercado y creyó de todo corazón que una mano invisible los había movido como piezas en un tablero de ajedrez: dispuso las posiciones que debían ocupar, manipuló los incidentes y los llevó de modo inexorable a un punto de encuentro. ¿Fue el destino? ¿El Todopoderoso? Jose Manuel no lo sabía. Tampoco le importaba. Todo lo que importaba era aquel momento, y la sensación de que aquello era maravillosa y absolutamente perfecto.
Después de unos cuantos giros en la pista de baile imaginaria, Isabel se relajó y empezó a permitir que él la llevara, flotando con la música con tanta gracia como una mariposa empujada por la brisa. La música... Era una locura. Él sabía que lo era. Pero, al mirar su pequeño rostro, casi podía oír a la orquesta tocando.
Isabel, bailando al compás de una música imaginaria, en un mundo imaginario, pero, ahora, no en los brazos de un hombre imaginario. Aquel universo de fantasía que él había invadido era todo lo que ella tenía. Tildada de tonta, rechazada durante casi toda su vida, sin educación, sin amigos. No era una mujer, sino un secreto inquietante que sus padres habían mantenido oculto. Una tremenda furia se desató dentro de él, pero logró contenerla. Más adelante se permitiría pensar en el cómo y el porqué. Ya encontraría a los culpables.

~La canción de Isabel~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora