Treinta y Seis~

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Cuando él terminó de desabotonarle el camisón, ella tiró con mano temblorosa del puño de una de sus mangas. Era evidente que su intención era sacar el brazo de la prenda. Al mirarla, Jose Manuel entendió que ella nunca lograría desvestirse sola.
Agachándose para atraer su atención, Jose arqueó las cejas.
—¿Quieres que te ayude, cariño?
Isabel negó con la cabeza, plantó el dorso de una mano en su hombro y lo empujó levemente. Él podía reconocer una invitación a salir de un lugar cuando alguien se la hacía. Sólo esperaba que ella pudiera arreglárselas sin él.
—Vuelvo enseguida, ¿ok? —Sacó una toalla de lino del estante y la puso en el borde de la alargada bañera— Tápate con ella una vez que te hayas metido en el agua. No importa que la mojes. Así no te sentirás incómoda cuando yo regrese. ¿De acuerdo?
Ella asintió temblorosamente con la cabeza. Temeroso de que fuera un error, Jose giró sobre sus talones y, un instante después, cerró la puerta del cuarto de baño al salir. Una vez en el dormitorio, se detuvo un momento frente al armario para sacar una camisa. Se la puso, pero no la abotonó, mientras cruzaba el pasillo a grandes zancadas.
Una vez en la planta baja, se apresuró en encender un fuego en la cocina para calentar el café. Tras hacer esto, llenó parcialmente una taza, añadió una cucharada de nata y luego terminó con un poco de whisky. Después de añadirle azúcar, volvió a subir al primer piso, esperando encontrar a Isabel sumergida en agua caliente. En cambio, la encontró sentada en la taza del inodoro, con el vestido aún puesto y los brazos alrededor del vientre.
—Isa...
Jose Manuel dejó la taza de café irlandés en el lavabo y se agachó frente a ella. Nunca había visto a nadie temblar de aquella manera. Si el baño caliente y el café con whisky no la ayudaban, tendría que hacer llamar al doctor Muir. Dado su embarazo, no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Durante un breve instante, Jose consideró la posibilidad de despertar a Maddy para que ayudarala a entrar en la bañera, pero enseguida desechó esta idea. El ama de llaves debía de estar profundamente dormida en la otra punta de la casa. Mientras ella se levantaba, buscaba una bata y unas zapatillas y llegaba a la habitación de Jose, el agua se enfriaría.
Resuelto, cogió una de las manos de Isabel, la levantó para apartarla de sus costillas y desabrochó el botón del puño.
—Voy a ayudarte un poco —le dijo mientras desabotonaba la otra manga. Al ver la expresión de consternación que se dibujaba en su rostro, él esbozó una sonrisa— Cariño, te quitaré ese camisón y te meteré en la bañera tan rápido, que no veré más que una imagen borrosa.
Ella no parecía muy convencida, pero, preocupado por su salud, Jose no le dio la oportunidad de oponer resistencia. Cogiéndola de los hombros, hizo que se levantara del inodoro y enseguida echó las manos al camisón, todo ello de una sola vez.
—Alza los brazos.
No sabía muy bien si ella lo había complacido, o si él la había obligado a levantarlos mientras tiraba del camisón para hacerlo pasar por su cabeza. Eso no tenía ninguna importancia. En el instante mismo en que ella sintió que la parte inferior de la prenda empezaba a subir, intentó ayudarlo sacando los brazos de un tirón para poder taparse. Harry no pudo menos que sonreír levemente al ver lo que ella había decidido ocultar. No cubrió sus pechos, como lo habrían hecho la mayoría de mujeres. En cambio, dobló un brazo sobre su prominente abdomen y puso su otra mano sobre el triángulo de oscuro vello situado en el vértice de sus muslos delgados. De esta manera, le permitió contemplar el agradable espectáculo de sus senos, cuyas cumbre se habían oscurecido debido a su avanzado estado de embarazo.
Él enseguida apartó la mirada e hizo el valeroso esfuerzo de evitar que sus ojos volvieran a posarse en aquella parte del cuerpo de la joven. Esto resultó ser algo difícil cuando intentó ayudarla a meterse en la bañera. Puesto que ella no dejaba de temblar, no se fiaba de su equilibrio ni de la fuerza de sus brazos para hacerlo sola. ¿Por dónde podía coger a una mujer desnuda y embarazada? Jose Manuel no quería tocarle la cintura, pues temía hacerle daño a ella o al bebé. Era imposible sujetarla de las caderas. Demasiado tentador. Demasiado todo. Decidió entonces agarrarla debajo de los brazos.
Gran error. Apretó los dientes e hizo un heroico esfuerzo por pensar en partidos de béisbol mientras la ayudaba a meterse en el agua. Las palmas de sus manos parecían estar ardiendo y, en la posición en la que se hallaba, sólo podía poner los pulgares debajo de los pechos. Al rozar su sedosa piel con los nudillos aparecieron gotas de sudor en su frente. Con movimientos desgarbados y torpes, ella se arrodilló sin dejar de temblar. Jose siguió sosteniendo su peso mientras ella penetraba en el agua. ¿Partidos de béisbol? ¡Por Dios! Si ni siquiera recordaba los nombres de los equipos. Era inútil, sólo podía pensar en aquel cuerpo maravilloso.
—Ya está. ¿Ves? No ha sido tan terrible después de todo.
El dolor que Jose sentía en los pantalones le hizo pensar en la ocasión aquella en que un potro le dio una coz en la entrepierna, pero esto no parecía venir al caso. Decidió que debía tener un problema muy serio. A un hombre normal no le parecería atractiva una mujer embarazada. Pero para él, Isabel estaba preciosa.
Se sentó en la tapa del inodoro y apoyó los codos sobre las rodillas, rogándole a Dios que ella no hubiese advertido su excitación. Dirigió la mirada hacia la toalla que había sacado para Isabel y deseó con todas sus fuerzas que ella alargara la mano para cogerla. En lugar de esto, temblando y estremeciéndose, apretó la espalda contra el extremo inclinado de la bañera y se hundió en el agua caliente, que rodeó sus pezones y mantuvo a flote los pechos. Dando gracias por los favores recibidos, aunque no eran muchos, Jose comprobó con alivio que desde aquella posición podía ver sus senos y la parte superior del vientre, pero nada más. No podría resistir ver algo más.
Echando la cabeza hacia atrás, ella cerró los ojos y apretó los dientes para impedir que siguieran castañeteando. Jose fijó la mirada en el suelo y pasó algunos momentos de tensión contando baldosas. Al poco tiempo, cuando esto se volvió tedioso, dirigió la mirada hacia el borde de sus botas. Luego, pasó a concentrar su atención en sus uñas y, por último, en sus cutículas. Cuando volvió a mirar a su esposa, le pareció que ya no estaba temblando tanto.
Se puso en pie. Al percibir este movimiento, lo cual seguramente hizo a través de las vibraciones del suelo, ella abrió los ojos.
—¿Te apetece ahora un poco del café de Maddy?
Ella alargó el brazo para coger la toalla. La desdobló rápidamente, la extendió sobre el agua y se tapó del vientre hacia abajo, dejando sus pechos expuestos. Jose le pasó la taza, que, debido al temblor que recorría todo su cuerpo, cogió con las dos manos. En el instante mismo en que soltó la toalla, ésta se alejó del sitio que Isabel quería tapar. Ella trató de cogerla, derramando café sobre la parte superior de su pecho.
—Trae —dijo él con voz grave— Deja que yo coja la taza. Ocúpate de la toalla.
Cuando él cogió la taza, ella enseguida volvió a poner el cuadrado de lino sobre su vientre y lo sujetó allí, cerrando con fuerza sus pequeños puños. Agachándose junto a la bañera, Jose Manuel intentó con gran dificultad contener la risa. Era evidente que, a pesar de su pudor y su recelo, a ella le preocupaba más que nada ocultar su vientre hinchado y aquello que se encontraba enclavado entre sus preciosos muslos, y al diablo con los pechos.
Esto desconcertaba a Jose Manuel. Había conocido a unas cuantas mujeres a las que no les daba vergüenza exhibir sus encantos, pero nunca a nadie como Isabel. Ella no estaba tratando de ser provocativa, eso estaba claro. No parecía darse cuenta de que era tan importante ocultar los pechos de la mirada admirativa de un hombre como todas las demás partes de su cuerpo. Era como si nadie se hubiera tomado nunca la molestia de explicarle que...
Un recuerdo repentino se le vino a la mente. Tan claramente como si hubiera ocurrido ayer, recordaba haber ido de excursión cerca de las cataratas cuando era apenas un niño. Había algún tipo de festejo comunitario allí arriba, un picnic o algo por el estilo, con juegos al aire libre y comida en abundancia. En las horas de más calor de aquella tarde, se permitió que la mayoría de los chiquillos, bajo la supervisión de un adulto, chapotearan un rato en el agua. Tras quedarse en ropa interior, tanto niños como niñas retozaron en ella. Jose Manuel tenía unos cinco años en aquel entonces, pero también había en el riachuelo algunos pequeños de seis o siete años. A ninguna de las chiquillas pareció avergonzarles el hecho de que los chicos vieran sus pechos desnudos. En aquella etapa de su desarrollo, no había nada que pudiera causarles vergüenza.
Llevando la taza a los labios de Isabel, Jose la observó con creciente ternura mientras tomaba con delicadeza un sorbo del potente remedio de Maddy. Al sentir el sabor del alcohol, arrugó la nariz. Jose la convenció para que diera otro sorbo. Luego, alargó la mano para apartarle un mechón húmedo de pelo negro de la mejilla.
—Te quitará los escalofríos —le aseguró cuando ella le lanzó otra mirada para mostrar su repugnancia.
Isabel jugueteaba con la toalla, cuyo extremo suelto se dirigía constantemente hacia un lado por el aire, dejando al descubierto sus partes pudendas. Mientras la observaba, Jose recordó la mañana de la boda, cómo se encontraba sentada en el rellano del primer piso, aparentemente sin importarle lo que él pudiera ver debajo de su vestido. ¿Y el día aquel en el cuarto de los niños en que besó sus pechos? Entonces temió que ella se asustara; pero, en cambio, ella lo miró mientras fracasaba en sus torpes intentos de desnudarla, con curiosidad pero sin miedo. Hasta que él intentó meter una mano debajo de su falda, ella no pareció darse cuenta de que había una relación entre los besos que daba a sus senos y lo que Daniel le había hecho.
Isabel... privada de la capacidad auditiva a los seis años y obligada a ocultarse en las sombras, donde la habían mantenido alejada de la gente e ignorante de las más elementales nociones de urbanidad. Las normas de la sociedad tampoco tenían mucho sentido para Jose la mayoría de las veces. Casi era lógico que aquella chiquilla no se tapara los pechos con la toalla. ¿Qué tenía que ocultar? Las niñas de seis años se cubrían la parte inferior del cuerpo porque se les enseñaba a hacerlo desde una edad temprana. La vergüenza por la parte superior de sus cuerpos llegaba después, y era una actitud que les inculcaban sus madres más o menos un año antes de que se les desarrollasen los pechos. Cuando Isabel alcanzó la pubertad, ya era una paria; su círculo social había sido restringido a la familia más cercana y a los criados de confianza, su único contacto con el mundo exterior, además de los encuentros fortuitos con otras personas, con los animales salvajes y con los ratones del ático.
Jose Manuel volvió a ofrecerle un poco de café irlandés.
—Isabel, cariño, bebe dos tragos grandes esta vez. —Al ver que le obedecía, sonrió— ¡Qué chica tan buena! Venga, un poco más.
La embarazada bebió dos tragos más.
—No me gusta.
—Supuse que no te gustaría —reconoció él— Está bastante fuerte. —Contento al ver que ya había dejado de temblar, la miró profundamente a los ojos— Siento mucho todo esto, cariño. —Apartando la mirada, tragó saliva— Yo, esto... —La miró de nuevo— Si nunca me perdonas, te entenderé perfectamente.
Ella lo miró fijamente. Parecía algo desconcertada.
—¿Por qué debo perdonarte? Tú no tienes la culpa de nada.
Durante un breve instante, Jose Manuel consideró la posibilidad de optar por una salida fácil. Pero la amaba demasiado como para mentirle, aunque la verdad hiciese que ella lo estimara menos.
—Por ser tan... En lo que a Daniel se refiere, soy muy débil. Siempre lo he sido. Debí echarlo a patadas de la casa de inmediato. Cuando no lo hice, supe que era un error, que estaba traicionando tu confianza. Pero yo...
Volvió a poner la taza en el lavabo, rehuyendo su mirada.
—Créeme que antes de que todo terminara, me arrepentí de no haberle enseñado la puerta de la calle.
Ella alargó la mano de repente, rozando con trémulos dedos sus rotos nudillos. El alzó la vista, mirando fijamente los ojos más honestos que hubiera visto jamás.
Durante interminables segundos, ninguno de los dos se movió. El tuvo la terrible sensación de que ella le estaba mirando el alma y que estaba viendo mucho más de lo que él quería.
—Ay, Jose Manuel.
—Lo siento —balbuceó Harry una vez más—. Nunca sabrás cuánto lo siento. Douglas es un hombre cruel y abominable. No merece nada de lo que recibe. Pero le di dinero. Sé que debe parecerte una locura. Y quizás todos piensen lo mismo.
Ella se merecía una explicación más detallada, y Jose Manuel lo sabía. Pero no parecía ser el momento adecuado para hablar de ello. Y no sabía si alguna vez se presentaría ese momento.
Como si intuyera su confusión, los ojos de ella se ensombrecieron por causa de la inquietud. Él apartó la mirada enseguida, sabiendo que, si no lo hacía, podría terminar contándoselo todo. De repente, le pareció que el aire del cuarto de baño estaba enrarecido. Tenía que salir de allí. Para poder recobrarse del golpe. Para poder aclarar sus sentimientos.
Se esforzó en volver a mirarla.
—No regresará, Isabel. Lo que ha sucedido esta noche... todo ha terminado entre nosotros, de una vez por todas. No volveremos a verlo.
Ella asintió con la cabeza de manera casi imperceptible, con la mirada llena de preguntas. Preguntas que Jose no podía responder en aquel momento. Él se puso en pie y se pasó una mano por el pelo.
La mirada de ella volvió a posarse en los heridos nudillos de su mano derecha. Una expresión de terror se adueñó de repente de su rostro, indicio de que finalmente había comprendido cómo se había hecho aquellas magulladuras.
—El agua ya debe de estar fría —dijo Jose Manuel, aferrándose a cualquier excusa que pudiera ocurrírsele para marcharse de allí— Deberías salir de la bañera antes de que empieces a temblar de nuevo. Si puedes arreglártelas sola, iré a la otra habitación y encenderé la chimenea para que puedas secarte el pelo.
—Puedo arreglármelas sola.
—Muy bien. Yo... el fuego calentará la habitación.
Alargó la mano para coger el pomo de la puerta que se encontraba detrás de él, lo hizo girar con brusquedad y estuvo a punto de tropezar con sus propios pies al salir de aquel cuarto.

~La canción de Isabel~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora