Cuarenta y Cuatro~

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Tres semanas después, cuando Jose Manuel llevó a Isabel, a Joss y a Maddy a la estación para despedirse de ellos, la mañana estaba fría, sombría y húmeda; un reflejo perfecto de su estado de ánimo, que era pésimo, por no decir otra cosa. Había estado temiendo aquel momento desde hacía más de dos meses; no quería enfrentarse a él, y pudo haber pensado en una docena de razones para dar media vuelta y llevarse a casa a su esposa y a su hijo.
—¿Tienes los billetes?
Haciendo una mueca, Jose Manuel cayó en la cuenta de que estaba gritando para que Isabel pudiera oírle por encima del ruido de la locomotora. Metiendo la mano debajo de los gruesos pliegues de la capa de lana que ella llevaba, la cogió del brazo y la obligó a detenerse. Acto seguido, se inclinó para que ella pudiera verle la cara mientras le repetía la pregunta. Ella abrió un bolso de seda azul bordado con abalorios negros y empezó a rebuscar en su caótico interior. Jose alcanzó a ver algo pequeño y marrón moviéndose entre los papeles. Antes de que pudiera caer en la cuenta de lo que era o reaccionar, la criatura salió del bolso de un salto.
—¡Nooo! —chilló Isabel.
—¡Jesús! —exclamó Jose.
—¡Un ratón! —gritó una dama gorda.
A partir de ese instante, se armó la de Dios es Cristo. Las mujeres empezaron a chillar y a abalanzarse hacia los bancos, los hombres pisaban el suelo con fuerza para tratar de aplastar con los tacones de sus zapatos a la escurridiza criaturilla. Jose Manuel se metió en medio de la refriega, sin saber muy bien qué esperaba conseguir, además de quedar como un perfecto imbécil. Dudaba que el pobre ratón se quedara inmóvil para que él pudiera cogerlo en medio de aquel barullo. Pero con la mirada de adoración de Isabel clavada en él y la expresión de su rostro aclamándolo como su héroe, no podía quedarse allí sin hacer nada.
El ratón se refugió entre un cubo de basura y un poste. Y entonces una mujer, con la falda recogida sobre los tobillos, lanzó un ataque contra el escondrijo del ratón, haciendo oscilar su bolso con furia. Jose Manuel sólo pensó en que aquella mujer podría aporrear a la mascota de Isabel hasta matarla ante sus propios ojos. Se lanzó entre la agresora y el cubo de basura, recibiendo la peor parte del castigo en sus hombros, y logrando así que los golpes no le hicieran daño alguno al animalito. Cuando las yemas de sus dedos tocaron un cuerpecito peludo unos dientes diminutos se clavaron en su dedo índice.
—¡Joder! ¡Desagradecido ratón del demonio!
—¡No diga palabrotas, señor!
Cataplum. El bolso de la mujer lo golpeó en una oreja. Mientras se levantaba, Jose alzó un brazo para protegerse la cara.
—¿Cómo se atreve usted a soltar un ratón en medio de un lugar público? —Gritó la dama— ¡Casi me da un ataque al corazón!
A Jose Manuel le pareció que aquella bruja estaba perfectamente bien. Esquivó otro ataque de su bolso.
—Señora, tenga la amabilidad de dejar de atacarme con su bolso.
Por toda respuesta, lo golpeó en el hombro.
—¿Cómo se atreve a perturbar la paz, a aterrorizar a gente inocente? Y un hombre adulto, nada menos. Estas travesuras de chicos. ¿Pero usted? Tengo ganas de ir a denunciarlo. Los roedores transmiten enfermedades. ¡Tienen la rabia! ¡La peste! ¿Cómo se atreve a exponer a las demás personas a...?
Jose apretó al ratón rescatado contra la solapa de su abrigo.
—Éste no es un ratón normal. Es un... —dijo las primeras palabras que se le vinieron a la mente— genus attica. Es un animal muy raro. Mi esposa no se desprendería de él aunque le dieran mil dólares.
La mujer parpadeó.
—¿Dice usted que es un animal raro?
—Ni se imagina cuánto.
Ella frunció la boca. Este movimiento hizo que la punta de la nariz se le moviera nerviosamente y que las ventanas se le ensancharan.
—¿Y dice que vale mil dólares?
—E incluso más.
—Ay, Dios... —Se llevó una mano al cuello— Ay, lo siento mucho. A primera vista, parecía un ratón común.
—Señora. —Jose Manuel recurrió a una sonrisa estudiada—, sólo un tonto redomado atravesaría corriendo una estación de tren para tratar de coger a un ratón común. Debe dar gracias al cielo por no haberle hecho daño.
La mujer levantó sus cejas pintadas y se inclinó para mirar detenidamente la mano ahuecada de Jose Manuel.
—¡No me diga! ¿Un genus attica? ¿Sabe? Ahora que lo dice, ya había oído hablar de esos animales. De hecho, creo que he visto uno en la feria del año pasado. Sí, sí, estoy segura... un genus attica. Sí, eso era. ¡Esto es absolutamente extraordinario!
—Le puedo asegurar que no encontrará usted a mucha gente que lleve uno en su bolso.
Ella le hizo señas a un hombrecito enjuto para que se acercara.
—Horace, ven a ver una cosa. Este hombre tiene un genus attica. ¿No te parece increíble? Vimos uno en la feria del año pasado, ¿recuerdas?
Retorciéndose el bigote y meciéndose hacia atrás sobre los tacones de sus zapatos, a Horace parecieron sorprenderle estas palabras.
—Esto... Ah, sí. Un genus... ¿qué has dicho?
—¡Un genus attica! Son sumamente valiosos. Claro que lo recuerdas.
—La señora se acercó a Jose Manuel— ¿Puedo verlo?
Otras personas empezaban a congregarse en torno a ellos. Jose Manuel sujetó al ratón entre sus manos y separó los dedos pulgares para que la mujer pudiera echar una miradita. Ella adoptó la actitud de alguien muy entendido en el tema y asintió con la cabeza.
—Ah, sí. Al examinarlo de cerca, puedo ver que, en efecto, no es un ratón común. Las orejas del genus attica son bastante peculiares, ¿no es verdad?
Un hombre bien vestido se inclinó hacia adelante para mirar al ratón por encima del hombro de la mujer.
—El hocico también es muy significativo. Dios mío, es un milagro que cualquier imbécil no lo haya aplastado.
—Ay, ¿no es una monada? —Gritó otra mujer— Paul, me gustaría tener uno de esos animalitos. Sería un tema de conversación estupendo. ¿Dónde lo compró usted, señor?
—La verdad es que yo no lo compré —respondió Harry— Se podría decir que lo conseguí a través de una relación especial. Ya sabe, contactos. Como le dije, no todo el mundo tiene uno.
Isabel se acercó corriendo en aquel preciso instante. Jose Manuel le dio el ratón. Ella se lo llevó a la mejilla, con dulces nudillos arrulladores. Ninguno de los espectadores pareció pensar que esto era extraño, ahora que creían que el ratón era un raro y costoso genus attica.
Jose Manuel sabía cuándo era prudente retirarse. Cogió a Isabel del brazo para alejarse de aquel lugar a toda prisa. Vio a Maddy junto a la escalinata de un vagón y se dirigió hacia ella.
—¿Lograron coger a ese condenado ratón? —preguntó al verlos acercarse.
—Baja la voz —susurró Jose Manuel— La mujer que está allí estuvo a punto de llamar a las autoridades. Dijo que los ratones eran un riesgo para la salud, entre otros disparates.
—¡Pues, vaya! —exclamó Maddy.
—A partir de este momento, es un genus attica. Muy raro, muy valioso. De lo contrario, podrían encontrarlo más tarde y haceros bajar del tren.
Maddy dirigió la mirada hacia Isabel, que con todo cuidado estaba volviendo a guardar su mascota en el bolso.
—No podemos quedarnos con ese animal.
—No, no podemos.
—Un genus attica. —Maddy asintió con la cabeza— Suena bien. ¿Ya tienen los billetes?
A Jose Manuel le saltó el corazón al ver a Isabel abrir el bolso de nuevo para sacar los billetes, pero esta vez cogió al ratón con una mano mientras los buscaba. Cuando ella finalmente los encontró, él estuvo a punto de dar un suspiro de alivio. Si Maddy y ella perdían aquel tren, no podrían viajar a Albany hasta el día siguiente. Y, aunque le habría encantado que se quedaran en casa un día más, no creía poder soportar una nueva despedida. La noche anterior, al estrechar a Isabel entre sus brazos sin saber cuánto tiempo pasaría antes de volver a verla, había sido un verdadero martirio.
Después de coger los billetes, Jose Manuel se aseguró de que ella hubiera guardado bien el ratón.
—No lo saques en el tren —le advirtió— No todo el mundo tiene debilidad por... —bajó la voz—los ratones, ¿sabes? De hecho, a algunas personas les desagradan terriblemente.
—¡Viajeros al tren! —gritó el jefe de estación.
Jose Manuel cogió a Isabel del brazo, tirando de ella para tratar de alcanzar a Maddy, que estaba haciendo caso de las llamadas del empleado ferroviario.
—¡Viajeros al tren! ¡Viajeros al tren! —volvió a gritar el hombre.
Cuando lograron alcanzar a Maddy, Jose le metió los billetes en la mano y cogió al pequeño Joss para darle un último abrazo. Las lágrimas le inundaron los ojos mientras apartaba la manta y apretaba una mejilla contra el pelo sedoso del bebé. Después de devolver al niño a los brazos expectantes del ama de llaves, se volvió hacia Isabel. Sus labios estaban temblando y tenía los ojos anegados de lágrimas.
—Te escribiré —le aseguró— No será tan terrible, mi amor. Ya lo verás. Una vez que empieces a estudiar, te va a encantar.
Ella asintió con la cabeza. Tenía tal aire de tristeza y desamparo que se sintió tentado de suspender aquel viaje.
—Te amo, mi María Isabel. Te voy a echar de menos cada segundo de todos mis días.
Jose Manuel se inclinó para besarla, y enseguida la estrechó entre sus brazos. Cerró los ojos, apretó la cara contra su pelo y respiró hondo, tratando de memorizar su aroma. Estaba temblando cuando la alejó de sus brazos.
—No quiero marcharme Jose —dijo ella.
Fingiendo no haber advertido que ella le había hablado, Jose Manuel la besó en la frente. Luego, se volvió hacia Maddy.
—¿Me escribirás? ¡Al menos una vez a la semana!
—Desde luego. Ya le dije, señor, que le escribiré todas las semanas sin falta. —El ama le dio los billetes al cobrador. Luego, acunando al bebé en uno de sus brazos, cogió a Isabel de la muñeca— Vamos ya, mujercita. El tren va a salir sin nosotras.
—Si ocurre algo, envíame un telegrama. Llegaré allí enseguida.
—No se preocupe —le gritó Maddy— Le enviaré un telegrama si lo necesito.
Harry apretó los dientes y dirigió la mirada hacia Isabel. Sus grandes ojos verde tierra se aferraban a él. Mientras Maddy empezaba a subir los escalones, Isabel estiró el cuello para seguir mirándolo. Jose Manuel alzó una mano para decirle adiós y logró leer un "Te amo" en sus rosados labios. Un segundo después, ella ya había desaparecido.
Él echó a andar junto al tren para intentar ver su cara a través de una de las ventanillas. El convoy empezó a moverse. Él aceleró el paso, buscándola desesperadamente, resuelto a verla una vez más. Sólo una vez. Cuando el tren salió de la estación, se detuvo tambaleándose, mirándolo fijamente mientras se alejaba. Se sintió más desconsolado que en cualquier otro momento de su vida.

~La canción de Isabel~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora